TRADUCTOR

domingo, 15 de marzo de 2015

SOCIEDADES DE LA CONVIVENCIA Y LA LIBERTAD




La huella del primer cristianismo en la cultura occidental

Para entender los cambios acaecidos en la condición política, legal, social y de las mentalidades en lo referente a la mujer, en los siglos VIII-XIII en el norte de la península Ibérica, hay que referirse necesariamente al cristianismo revolucionario, que es la ideología guía de tales transformaciones. Ello nos lleva a chocar con un producto ideológico elaborado en las cloacas del poder (no olvidemos que A. Lerroux, el “comecuras” por excelencia de la primera mitad del siglo XX, estaba financiado por los servicios especiales policiales y, muy probablemente, por el ejército), el anticlericalismo burgués, urdido en los siglos XVIII y XIX sobre todo, pero vivo y activo hoy debido a que sigue siendo utilizado por la izquierda institucional y cierta “radicalidad” residual para lograr sus fines políticos, proteger al capitalismo y salvaguardar el poder del Estado. En consecuencia, es inevitable comenzar por su refutación, con el fin de hacer posible una interpretación objetiva y lo bastante verdadera del cristianismo como movimiento revolucionario de las clases populares contrario al régimen patriarcal, en particular al romano, pues el cristianismo auténtico fue siempre anti romano.

En el cristianismo primigenio las mujeres desempeñaron una función de primera importancia, luego ocultada, casi en su totalidad, por la ulterior falsificación de las fuentes. Son los autores paganos los que más inciden en ello, sorprendidos de esta movilización femenina, como consumados patriarcalistas que eran.


El primigenio cristianismo fue golpeado pero no por completo eliminado en Nicea (el credo niceno es una falsificación de la cosmovisión cristiana que se hará religión oficial del Estado en el año 380, con el edicto de Tesalónica, bajo Teodosio I).  El cristianismo verdadero, que resistió en Oriente, dotará a la historia de Occidente, que es donde finalmente arraiga, de unas curiosas particularidades (entre otras, la singular autonomía y libertad de las mujeres). Tales costumbres, fastidiosas para las elites, es ahora cuando están siendo liquidadas del todo.


En efecto, ahora las clases mandantes de Occidente están hostigando todo lo positivo de la cultura occidental, lo que llama a defenderla y desarrollarla a quienes deseamos que una revolución integral regenere Europa.

 
La cosmovisión del amor, que es el fundamento del cristianismo de los tiempos heroicos, es hoy negada desde todos los frentes. Un cooperante primordial es el sexismo androfóbico que ha derramado por toda la sociedad la semilla del odio, odio al varón sin poder, a los niños y niñas, a los ancianos y ancianas, a las mujeres que no formen parte de la corporación de las y los poderosos, ha instaurado el egoísmo como disvalor inexcusable de la vida social, ha denigrado la interdependencia y el compromiso, asociándolos a la idea de una opresión ancestral de las mujeres. Odiar y luchar por el propio interés son, según la ortodoxia del poder, la guía  de la vida social e individual, lo que es la negación no solo doctrinal sino práctica del cristianismo, tanto como de la cultura occidental que está enraizada en su axiología.


Es un lugar común denostar “la fe judeocristiana”, a la que se identifica con la quintaesencia del patriarcado. Sin embargo el asunto es bastante más complicado. En primer lugar, el cristianismo es la culminación de un largo y complejo proceso de ruptura con el judaísmo, que culmina en el siglo I de nuestra era, pero que venía de bastante atrás, por ejemplo, del movimiento esenio, tan admirable por su colectivismo, ímpetu anti-estatal, desdén por las riquezas materiales, espiritualidad militante, adhesión a la noción de guerra justa, establecimiento de sistemas complejos de ayuda mutua, universalización del trabajo productivo mínimo y, probablemente (los textos conservados no son concluyentes en este punto), oposición al orden patriarcal. El cristianismo, en tanto que concepción innovadora y revolucionaria, es la negación del judaísmo, no su continuidad.


Esto tuvo añadida una particularidad de primera significación, que las transformaciones sociales y políticas, sobremanera notables, de la Alta Edad Media hispana son consecuencia de la aplicación del cristianismo revolucionario rescatado, tras el fatídico concilio de Nicea, por el ala radical del monacato cristiano, tan robusto en Hispania desde finales del siglo IV. El cristianismo sólo vuelve al redil del judaísmo, aunque de manera parcial, una vez que ha sido manipulado, que se ha transformado en lo contrario de lo que inicialmente fue. Ello muestra la inconsistencia de la teoría sobre lo “judeocristiano”, una expresión de ignorancia e indigencia intelectual.


Quienes piensan la evolución temporal de las sociedades desde la superficial epistemología del “orden geométrico”, preconizado por Spinoza, se incapacitan para inteligir la historia real en general y, en particular, la del cristianismo. No comprenden tampoco el enraizamiento de este ideario en las sociedades occidentales, fundamento de  un orden político y económico con muchos elementos positivos (aunque no todos), finalmente destruidos por el retorno del derecho romano, estatal, desde los siglos XIII-XIV. Éste fue, y sigue siendo, el vehículo jurídico por excelencia de la hegemonía del Estado y de la propiedad privada absoluta y, con ello, fomentador de la cosmovisión de la animosidad de todos a todos (también, de todos a todas y de todas a todos) y, por tanto, patriarcal. En la infinita complejidad de lo real concreto, en este caso, hemos de rescatar lo más decisivo, esto es, que la fácil condena del “judeo-cristianismo” es un error que impide comprender el pasado y el presente.


Es, también, la piedra angular del anticlericalismo burgués, sostenedor de que el cristianismo ha sido siempre el mismo e igualmente execrable, aserto que no sólo no es verdad, sino que aparece, en el ámbito de lo político, como una formulación extraordinariamente reaccionaria. Lo cierto es que hay un antes y un después de Nicea, así como un monacato revolucionario (que es sólo una rama del monacato en general) que va a desempeñar funciones determinantes en la constitución de una sociedad nueva con posterioridad al siglo IV, entre otras razones porque se propuso ser y existir sin sexismo de uno u otro tipo, sin patriarcado ni matriarcado.


La cosmovisión cristiana genuina es la negación del mundo romano en lo más sustancial. Si interpretamos éste a través de su manifestación señera y más duradera, el derecho romano, como magno cuerpo legal promulgado por el ente estatal de Roma, encontramos su esencia concreta en unos pocos pero decisivos elementos: propiedad privada absoluta, prevalencia ilimitada del ente estatal y de la razón de Estado, militarización del cuerpo social, patriarcado, hedonismo para la plebe con Estado de bienestar, imperialismo muy agresivo, egotismo y pérdida de la sociabilidad, apartamiento de los individuos libres del trabajo manual productivo y, como consecuencia del todo ello, cosmovisión del desamor, pérdida completa de la libertad por las clases populares, caída en la barbarie (a partir del siglo III eso es ya obvio) y destrucción de la condición humana. Con el principado de Augusto el ejército se apoderó ya definitivamente de la sociedad, situación que se mantendrá hasta el final de la formación social romana, incrementándose cualitativamente día a día, del mismo modo que con la II guerra mundial, 1939-1945, el ejército se hizo dueño y señor en EEUU, hasta hoy, alcanzando cada vez más poder, situación de la que emerge el nuevo machismo y nuevo patriarcado.


El cristianismo, en su oposición a Roma, difiere cualitativamente del movimiento nacionalista judío de entonces, de los zelotes por ejemplo, que es mero anti-imperialismo sin contenidos revolucionarios. Su meta no fue sólo expulsar al invasor, sino negar su naturaleza y condición en diversas cuestiones decisivas. En contra de la veneración por la propiedad privada estatuye un colectivismo radical, en el que se comparten todos los bienes y se vive en comunidad, las célebres fraternidades, en las que la cosmovisión del amor niega las categorías de “mío” y “tuyo”, fomentadoras de distanciamiento, división y hostilidad. Por oposición al sistema político romano, encrespadamente estatal y, por tanto, jerárquico y sin libertad, el cristianismo establece que la asamblea (el vocablo “iglesia” deriva de la palabra griega que la nombra, “ekklesia”) de todas y todos los adultos ha de ser el organismo rector de sus colectividades y fraternidades, en consecuencia, de una futura sociedad.


Ello equivale a negar la pertinencia y existencia del ente estatal, como así hicieron respecto al Estado romano, pues rehusaron colaborar con él en todo, desde integrarse en el funcionariado civil y acudir a los tribunales estatales, hasta su enrolamiento en el ejército, lo que desencadenó en su contra las famosas persecuciones, temibles operaciones policiales y militares que, periódicamente, dejaron miles y, en las más virulentas, cientos de miles de encarcelados, torturados y muertos, muchos de ellos mujeres, que soportaron con impávido heroísmo los embates del terror estatal de Roma.


El cristianismo situó la naturaleza última del orden romano en el odio, a varios niveles. En las elites, en tanto que luchas sempiternas por el poder entre facciones, lo que llevaba al crimen de Estado y a la guerra civil. En el pueblo, como ideología impuesta desde arriba, a fin de dividirlo, enfrentarlo internamente y atomizarlo, haciendo de él una masa inhábil para toda transformación, para cualquier forma de vida civilizada. Respecto a los extranjeros, o bárbaros, como agresividad militar permanente, que exigía la expansión por medio de las guerras de conquista. De ello resultaba un sistema relacional y anímico colectivo sustentado en el temor, la amenaza, el pánico, la fuerza bruta, la ley como sempiterna intimidación, los castigos más inhumanos (a las tropas, legiones y fuerzas auxiliares, incapaces de vencer se las diezmaba, esto es, uno de cada diez soldados era muerto a golpes) y el odio, sobre todo el odio, la ideología por excelencia de todas las formas de tiranía. También la desconfianza, la astucia, la prosternación, el servilismo, la soledad y el vaciamiento psíquico. La hipertrofia del ente estatal ocasionó, asimismo, la desintegración vivencial y convivencial del sujeto, convertido en ser nada, en mera cosa fabricada desde fuera  por la virulencia y potencia de los órganos de poder. Esto, además, originó unos gastos de dominación crecientes que a partir de finales del siglo II fueron colosales y aún así ascendentes, asolando la vida económica del imperio.
 
El cristianismo concentró su propuesta en la categoría del amor, concebido como desasimiento y desinterés, como repudio por convicción interior de la propiedad y del poder de mandar, para constituir comunidades humanas que fueran en todo negación de la sociedad romana, por su vida colectivista, asamblearismo, servicio de todos a todos, libertad personal, universal abnegación y afectuosidad. Esto fue no sólo una resocialización del individuo, sino un magno proyecto para transformar un populacho que se extasiaba con las brutalidades de circos y anfiteatros, que vivía envilecido por causa del hedonismo y epicureísmo impuesto por el Estado de bienestar romano, convirtiéndolo en pueblo, esto es, en sujeto agente colectivo capaz de realizar la libertad, tomar la historia en sus manos y forjar una sociedad cualitativamente superior. 

Fuente                                   Prado Esteban
prdlibre

No hay comentarios:

Publicar un comentario