Los enemigos de la unidad hispanoamericana
“Toda la América de habla española, desde el río Bravo hasta el cabo de Hornos, es una unidad cultural, humana, lingüística e histórica a la que el imperialismo anglosajón consiguió romper en pedazos (…) no habrá futuro verdaderamente próspero hasta que no seamos dueños de nuestro destino verdadero, alcanzando la forma política que debimos haber tenido desde un principio: un Estado hispanoamericano independiente, unificado y soberano (…) las principales causas de nuestra desunión (…) están basadas en mitos y falsedades y, por tanto, urge emprender una gran labor educativa que demuestre a los hispanoamericanos que, al contrario de lo que muchos piensan, no hay motivo para seguir persistiendo en actitudes acomplejadas y/o enfrentadas, sino que, por el contrario, hay mucho de lo que estar orgullosos”
Conociendo la historia de los últimos siglos, llama notoriamente la atención, cuando miramos a un mapa político actual del continente americano, el hecho de que Estados Unidos, Canadá y Brasil ocupen un territorio tan desmesurado, mientras que la América de habla española está fragmentada en unidades considerablemente menores, que en algunos casos bien podrían ser llamados “mini-países”: piénsese, por ejemplo, en el exiguo territorio de los Estados del istmo centroamericano o en la escasa densidad de población de otros como Bolivia, Perú o todos los del cono Sur en general. La única república hispanoamericana que posee tanto un territorio respetable en tamaño y a la vez una considerable población es México, pero este país sufrió una enorme amputación tras una guerra de agresión emprendida contra él por Estados Unidos en 1847, que arrebató a México más de la mitad de su territorio, con lo que, a pesar de todo, sigue apareciendo como relativamente “pequeño” si se lo compara con los gigantes estadounidense o brasileño.
¿Ha sido esto siempre así? ¿Era inevitable esta situación de extrema fragmentación y debilidad de Hispanoamérica? Según la historiografía oficial actual de las repúblicas hispanas de América, parecería que esta solución era la “inevitable” y, lo que es peor, “ya no tiene vuelta atrás”. Desde la escuela y la familia y pasando por la propaganda oficial –de manera más o menos “populista”- se ha inculcado a generaciones y generaciones de hispanoamericanos que su país, su nación, se acaba en los estrechos límites territoriales de sus repúblicas actuales; se les enseña una historia nacional circunscrita a un ente estatal que en muchos casos no tiene más de 150 años de “historia” –y en algunos casos poco más de un siglo- y se llega, por intereses ideológicos, políticos o económicos absolutamente miopes, a fomentar cierta animosidad o incluso enemistad contra otros hermanos hispanoamericanos: caso de las reclamaciones de Bolivia a Chile o los diferendos territoriales entre Colombia y Nicaragua, entre otros muchos. Es decir, no sólo estamos divididos, para gusto y placer de las grandes potencias y especialmente de Estados Unidos y Brasil, sino que persistimos en la miopía de buscar lo que nos separa y nos enfrenta, en vez de tener la visión y la inteligencia de mirar en perspectiva y comprender que toda la América de habla española, desde el río Bravo hasta el cabo de Hornos, es una unidad cultural, humana, lingüística e histórica a la que el imperialismo anglosajón consiguió romper en pedazos, y que no habrá futuro verdaderamente próspero hasta que no seamos dueños de nuestro destino verdadero, alcanzando la forma política que debimos haber tenido desde un principio: un Estado hispanoamericano independiente, unificado y soberano, que asegure el lugar que nos corresponde en el mundo por nuestro tamaño y población, y que nos traiga, por fin, soberanía, libertad y prosperidad. Mientras insistamos en la división, no saldremos de nuestra postración, por más que las cifras de supuesto “crecimiento económico” en años y épocas concretas –elaboradas, por cierto, por quienes controlan el sistema económico mundial- nos hagan creer que tenemos futuro como repúblicas separadas de nuestros vecinos y connacionales hispanoamericanos.
Aparte de la historia oficial, hecha a la media de los intereses de las castas y elites que controlan los Estados hispanoamericanos, ¿qué factores suponen el mayor obstáculo para nuestra unión efectiva y verdadera, es decir, para nuestra reunificación política como un solo y poderoso país de habla española? Dicho de otro modo, ¿cuáles son los enemigos de la unidad hispanoamericana?
Para poder responder a esta pregunta debemos estudiar objetiva y detenidamente la historia de Hispanoamérica, especialmente las guerras de emancipación o “independencia” – es decir, las causas que llevaron a la destrucción de la Monarquía hispánica-, así como el desarrollo posterior de las repúblicas independientes durante los dos últimos siglos, ya que ahí es donde encontraremos las grandes claves de la malograda emancipación de la América española y su progresiva pérdida de peso en la escena internacional, pasando de ser una superpotencia mundial a fragmentarse en multitud de Estados sin verdadero peso ni relevancia en el mundo actual.
Por afán de brevedad y por citar sólo los más importantes, enumeramos a continuación algunos de los principales enemigos de la unidad hispanoamericana, que, lamentablemente, están dentro de nosotros mismos y no fuera, a pesar de la acechanza continua de las grandes potencias. Como se verá, la mayoría de estos obstáculos a nuestra reunificación nacional hispanoamericana están basados en mitos y falsas creencias.
Los nacionalismos estatales o republicanos, lo que el filósofo argentino Alberto Buela denomina “nacionalismos de patria chica”. En efecto, la gran mayoría de hispanoamericanos de hoy día ven reducidas sus preocupaciones nacionales a los estrictos límites fronterizos de cada una de las “mini-repúblicas” actuales, y todo su interés político –cuando existe- se centra en temas absolutamente parroquiales y subalternos, sin apenas percatarse de que su Estado forma parte de una unidad cultural, histórica y lingüística mucho mayor, que es Hispanoamérica. Este “pequeño nacionalismo de Estado” ha sido fomentado por las elites gobernantes criollas o acriolladas durante los últimos doscientos años, y constituye un formidable escollo para la comprensión de lo hispanoamericano en toda su dimensión.
El imperialismo de las grandes potencias, particularmente Estados Unidos. Las potencias anglosajonas, Inglaterra primero y Estados Unidos después, han instigado o intervenido directamente –y a menudo también violentamente- en nuestra vida política desde la independencia, no sólo para abortar cualquier intento serio de unificación política real –porque obviamente nos convertiríamos en su principal rival si nos uniéramos- sino que han fomentado el divisionismo y la fragmentación de la fragmentación, además de la amputación y usurpación territorial. Otras potencias también han actuado en contra de nuestra unión, porque nuestra división favorecía sus intereses. Es el caso de Brasil (que nos arrebató varios millones de Km2 de territorio en América del Sur), o de otros como Francia, Rusia, Japón o China. Podemos dar por sentado que cualquier iniciativa seria de unificación política hispanoamericana va a tener enfrente a estas potencias, que obviamente no verían con buenos ojos el surgimiento de un gigante hispanoamericano que les disputaría su posición “dominante” en el mundo.
La “fractura ideológica”. Por desgracia, las pocas veces que ha habido intentos más o menos políticos de avanzar hacia la integración, estos siempre se han basado en una determinada ideología, ya sea la “populista-izquierdista”, para la cual es más importante ser socialista que estar unidos, o ya sea la “librecambista-capitalista”, que tampoco cree en la unión, pues en última instancia, quienes la defienden practican políticas de sometimiento a Estados Unidos (u otras potencias capitalistas). No podemos basar ningún proyecto de reunificación nacional en la pura ideología, puesto que entonces siempre habrá división y desunión, incluso llegándose a la fractura social dentro de cada república. Primero es la unidad, la ideología siempre será secundaria.
Lo que podríamos llamar el “integracionismo difuso”. Si algo ha proliferado en Hispanoamérica, aparte de la inestabilidad política, el caudillismo y el populismo, han sido los innumerables organismos que supuestamente propugnaban la “integración”. Sin embargo, ninguno de estos intentos ha sido realmente exitoso y, en el mejor de los casos, sólo se ha avanzado en un sentido puramente comercial, y además de forma parcial y, nuevamente, basándose en ideologismos y no en un proyecto de unión hispanoamericana completa (los casos de los bloques “Mercosur” y la “Alianza del Pacífico” son paradigmáticos). Este integracionismo “parcial” es además difuso porque engloba a entidades que no tienen una historia, lengua y cultura comunes, es decir que no son naciones en su conjunto -mezclando a parte de Hispanoamérica con el Brasil, por ejemplo, o con países caribeños-, lo cual introduce confusión en un asunto ya de por sí complejo, y nos aleja del verdadero objetivo de reconstrucción nacional hispanoamericana, es decir, nos debilita y persiste en nuestra desunión, mientras que, por ejemplo, la nación brasileña (de habla portuguesa) ya está felizmente unida desde hace dos siglos.
El proselitismo anti-hispánico (o directamente “anti-español”). El odio antiespañol o anti-hispánico en general viene de la época de la independencia y es uno de los más viejos y recurrentes fantasmas de las repúblicas de habla hispana. Curiosamente, este antiespañolismo lo fomentaron los llamados “libertadores” (que, realmente, “libertaron” más bien poco) que eran, ellos mismos, descendientes de españoles. Debido al fuerte proteccionismo legal del indio que siempre aseguró la Corona española mediante la legislación de Indias (ya desde las “Leyes Nuevas” de 1542), la mayoría de la población indígena estuvo, de hecho, a favor de seguir unida a España y en contra de la separación. El historiador Manuel Lucena Giraldo nos recuerda que, en 1813, en la época turbulenta de las guerras independentistas, los aguerridos indios araucanos propusieron «formar para la defensa del Rey una muralla de guerreros en cuyos fuertes pechos se embotarían las armas de los revolucionarios». Persistir en el odio a España no sólo es sumamente improductivo, sino que además es absurdo, pues supone negar parte de la propia esencia cultural del hispanoamericano, que se ve así abocado a una insuperable “crisis de identidad”. Exigir cuentas a la España actual sería tan ridículo como si los españoles acudieran al Parlamento italiano a exigir cuentas porque los romanos colonizaron la península ibérica e hicieron desaparecer las culturas celta o tartesia, entre otras. Además, como sabiamente nos recuerda el historiador argentino Carlos Sabino, los que utilizan la confrontación con España pasan por alto el hecho de que, hasta 1808 ó 1809, todos fuimos españoles (peninsulares unos, americanos los otros). El anti-hispanismo está íntimamente ligado al complejo de inferioridad, especialmente frente a la cultura anglosajona. Es lo que el historiador peruano Raúl Linares Ocampo denomina el “autoderrotismo”, que consiste en una imitación ridícula y patética de todo lo “anglo” y en un desprecio enfermizo de lo propio. Algo, por cierto, que también está presente en España.
El indigenismo. En contra de lo que ingenuamente piensan muchos “indigenistas”, esta corriente de pensamiento no es nada “progresista” ni está a favor del indígena, sino que es totalmente reaccionaria y conservadora, en el peor sentido de la palabra, ya que pretende mantener a los indios circunscritos a sus comunidades y aislados del resto de la sociedad, impidiendo su integración en la modernidad. Esta “ideología” no nació por iniciativa de grupos indígenas, aunque últimamente haya ganado muchos adeptos “de pura cepa”, sino en círculos intelectuales europeos y norteamericanos, siempre dispuestos a explotar nuevas vías de división social de nuestra América, para debilitar a nuestras sociedades aún más. Ahí tenemos a una Bolivia recientemente rebautizada como “Estado plurinacional”, como si sus escasos 10 millones de habitantes en un territorio dos veces mayor que el de España no fuera suficiente debilidad. Este indigenismo ha ganado cierto “pedigrí” como postura supuestamente “progre” y pro-indígena, cuando en realidad es todo lo contrario.
Ignorancia de la propia historia, que desemboca en la ausencia de conciencia nacional hispanoamericana. Obviamente esta causa está en estrecha relación con las enumeradas anteriormente. Las elites y gobiernos de las repúblicas criollas independientes han inventado una “historia oficial” que presenta la independencia como una gesta heroica de “super-hombres” como Bolívar, Miranda o San Martín, entre otros, describiéndolos como salvadores de patrias explotadas por la malvada España, unas patrias a las que ellos, supuestamente, liberaron. Una falsificación en toda regla, pese a quien pese, pues ni esas patrias existían antes de las guerras separatistas –esas “identidades” hubo que inventarlas después- ni los grandes próceresabogaban por las mini-repúblicas actuales, sino que cuando hablaban de “la América” se referían, en todo momento, a la América de habla española, a la América hispana. Los escritos de Bolívar o Miranda no dejan lugar a dudas, e incluso llegaron a definir los límites geográficos de dicha Nación continental, a la que en teoría querían ver unida, aunque al final acabaron partiéndola en pedazos. Solamente en algunos círculos intelectuales, recientemente, y sobre todo en Argentina, ha surgido una corriente “revisionista” que pone en tela de juicio toda esa mitológica historiografía oficial, que tanta confusión e incluso odio ha generado entre generaciones de hispanoamericanos, a los que ha robado la conciencia de su histórica unidad, además de fomentar el auto-odio hacia su cultura hispana.
Como dijimos más arriba, estas son sólo algunas de las principales causas de nuestra desunión, la mayoría de las cuales están basadas en mitos y falsedades y, por tanto, urge emprender una gran labor educativa que demuestre a los hispanoamericanos que, al contrario de lo que muchos piensan, no hay motivo para seguir persistiendo en actitudes acomplejadas y/o enfrentadas, sino que, por el contrario, hay mucho de lo que estar orgullosos y satisfechos, si nos comparamos con otras naciones y grupos culturales humanos extensos. Recuperar nuestra verdadera historia y personalidad, valorar en su exacta medida quiénes somos y por qué nuestra reunificación nacional es un objetivo impostergable, son, en esencia, las grandes tareas pendientes que los hispanoamericanos tienen derecho a exigir y sus gobernantes el deber histórico y ético de emprender. De ello depende nuestro futuro, nuestra libertad verdadera y nuestra dignidad.
Fuente José Ramón Bravo