La División Azul, los «andrajosos» e impávidos de Krasni Bor
A miles de kilómetros de su tierra, en una guerra que en realidad nada tenía que ver con ellos, armados con fusiles ligeros incapaces de hacer más que rasguños a los tanques soviéticos,
e intimidados por un frió que dejaba el de Ávila, Guadalajara y otros
glaciares castellanos en una agradable brisa veraniega. Bajo estas duras
condiciones y vestidos con uniformes nazis reducidos a harapos, los 4.500 españoles pertenecientes a la 250ª División de Infantería de la Wehrmacht (conocida popularmente como la División Azul) resistieron honrosamente la ofensiva de 45.000 hombres y 80 tanques enviados por el Ejército Rojo a Krasni Bor.
Más allá de las ideologías y de proclamar héroes o villanos, los divisionarios que intervinieron en el sitio de Leningrado, la liberación de París a manos de una compañía francesa formada en su mayoría por republicanos españoles o los espías que, como Joan Pujol,
influyeron fuertemente en el transcurso del conflicto, se empeñan en
desmentir a quienes siguen sosteniendo que nuestro país no jugó un papel
reseñable, para bien o para mal, en la II Guerra Mundial.
La División Azul fue una unidad de voluntarios españoles, en total formada por cerca de 47.000 hombres, que combatió junto al Tercer Reich en el Frente Oriental.
Pese a que las exigencias alemanas pasaban porque el contingente
estuviera formado íntegramente por soldados profesionales, se acordó
finalmente que el grueso estuviera alimentado por voluntarios civiles
–muchos de ellos opositores al régimen que se alistaron ante la posibilidad de limpiar sus antecedentes, como en el caso del director de cine Luis García Berlanga, con familia republicana–, pero comandados por oficiales experimentados del Ejército español como Agustín Muñoz Grandes o Emilio Esteban-Infantes. La buena disposición al combate y la sobriedad española no tardaron en atraer los elogios de los oficiales nazis.
Durante sus operaciones militares en la región de Voljov, junto a la ciudad histórica de Novgorod, la División Azul acometió algunas de las acciones más célebres en la trayectoria de esta unidad. Cuando a principios de 1942 una ofensiva soviética –que perseguía restablecer las comunicaciones entre Leningrado y Moscú– engulló a la 18º División alemana, el general de infantería nazi von Chappuis designó a la Compañía de Esquiadores españoles para socorrer a sus hombres. Este mismo general había guardado dudas en el pasado sobre las capacidades de la unidad, pero ahora recurría a ella para acometer un desesperado rescate. Los esquiadores españoles atravesaron un lago helado a costa de su salud, con temperaturas de 52 grados bajo cero y sin apenas provisiones, para hallar once días después a los escasos supervivientes de la 18º División alemana. A una veintena de ellos fue necesario amputarles ambas piernas a causa del frío extremo.
La altura de sus acciones condujeron a Adolf Hitler, desde «la Guarida del Lobo», a calificar ese mismo año a los divisionarios de «banda de andrajosos», hombres impávidos que desafiaban a la muerte,
valientes, duros para las privaciones e indisciplinados. Reconociendo,
asimismo, que sus hombres se alegraban de tenerlos cerca.
45.000 rusos caen sobre Krasni Bor
Envueltos en cierta aureola de inexpugnabilidad a ojos de
la Wehrmacht –lo que casaba difícilmente con los postulados racistas del
nazismo–, la División Azul alcanzó en 1943 su tercer y último año de
existencia. De la defensa en la región de Voljov pasaron al asedio de Leningrado. Allí, las tropas españolas fueron desplegadas al sur del lago Ladoga,
desde donde hicieron frente a «la Operación Iskra», enésima ofensiva
para liberar Leningrado del cerco nazi. El sábado 16 de enero, 550
divisionarios al mando del capitán Manuel Patiño Montes acudieron a una región boscosa al sureste de Posselok para frenar la acometida ordenada por Stalin.
Según explica el historiador Xavier Moreno Juliá en su libro «La División Azul: Sangre española en Rusia», los españoles se distribuyeron en forma de abanico y se parapetaron con troncos, ramas y nieve. Bajo el fuego de los morteros y los organillos de Stalin, brilló la actuación del capitán Salvador Massip que, tras ser sucesivamente herido en una ceja, en un ojo y en una pierna, murió con su fusil ametrallador todavía agarrado a sus manos sin haber cedido un centímetro
de terreno. En total, la lucha en los bosques de Posselok causó la
muerte de cerca del 70% de los miembros del batallón, lo que forzó a Esteban-Infantes a solicitar el regreso de sus hombres a posiciones menos expuestas. Una petición que tardó semanas en aprobarse.
Mientras los españoles se lamían sus graves heridas les aconteció su día más negro, el 10 de febrero de 1943. En Krasni Bor, situado en un arrabal de Leningrado
(hoy, San Petersburgo), 5.900 españoles equipados con armamento ligero
hicieron frente durante varias horas a la sacudida imparable de 38
batallones del Ejército Rojo, repartidos en 4 divisiones, y apoyados por
una gran cantidad de artillería y tanques. No era, sin embargo, una
acción inesperada. Los españoles sospechaban que los rusos planeaban tomar Krasni Bor desde hace diez días y
concentraron todas sus fuerzas en esta posición. No en vano, saber el
lugar de un ataque solo es el primer paso para rechazarlo.
A las 6:45 cayó la mole soviética sobre los españoles. «La línea primera estaba casi machacada; los carros rusos, primero rechazados, habían vuelto a dirigirse a Krasni Bor, abriendo una brecha en el Ferrocarril de Octubre; nada se sabía del Primer Batallón al mando del comandante Rubio; y se desconocía la situación del Batallón 250, aunque se suponía muy delicada», describe en clave de catástrofe uno de los combatientes de la batalla. Sin el armamento necesario para frenar a los tanques rusos –salvo por un puñado de minas magnéticas–, la situación delicada era, en realidad, desesperada. En pocas horas, un millar de españoles resultaron muertos en una embestida como nunca antes había sufrido la División. El Ejército Rojo dispararó ese día decenas de miles de obuses, con una cadencia aproximada de un disparo cada diez segundos por cada pieza.
Convencidos de que el brutal bombardeo artillero había arrasado cualquier amago de vida, la infantería soviética avanzó contra las líneas españoles, que abrumados por la superioridad enemiga se agazaparon en sus improvisados agujeros a la espera de una oportunidad para contraatacar. Cuando el Ejército Rojo estaba encima de ellos, los supervivientes montaron sus ametralladoras MG 34 y se atrincheraron en los cráteres que habían producido los obuses soviéticos. A continución se desató un sangriento cuerpo a cuerpo entre ambos bandos bajo la atenta y remota mirada de los francotiradores rusos, quienes mataron sin piedad a un centenar de españoles en esa jornada. Rodeados de enemigos, varios oficiales divisionarios reclamaron por radio que bombardearan sus propias posiciones a riesgo de su vida.
Tras nueve horas y 45 minutos luchando en solitario, los
infantes alemanes socorrieron a los españoles a las 16:30. Pero la ayuda
era tardía. Desde el principio del ataque, los mandos españoles
llevaban reclamando unos refuerzos que no acudieron hasta que la
aviación alemana, la Luftwaffe, hubo asegurado el terreno. Mientras el grueso de la División Azul se replegaba hasta Sablino, un Grupo de Artillería al mando del comandante Guillermo Reinlein, todavía aguantó en su posición hasta la mañana del día 12 cuando fue relevado.
El Ejército ruso había desalojado el sector de Krasni Bor y extendido su frente cerca de seis kilómetros.
Las bajas divisionarias contaban, al final de la jornada: 1.125
muertos, 1.036 heridos y 91 desaparecidos. No obstante, el botín
cosechado por Stalin era demasiado escaso como para estimarlo un triunfo. Había perdido entre 7.000 y 9.000 hombres
a consecuencia de la numantina resistencia de los divisionarios. La
ambiciosa «Operación Estrella Polar» había fracasado por el elevado
coste de arrebatar Krasni Bor a los españoles. Ignorando la letra
pequeña de la victoria rusa, la BBC inglesa presentó al mundo la batalla
como la tumba de la División Azul.
En las siguientes semanas, la velada lucha por hacerse con el control de la orilla occidental del río Ishora –objetivo que consiguió finalmente el Ejército alemán– costó a la División Azul un goteo diario de 30 bajas. El 19 de marzo, la unidad de voluntarios sufrió un asalto directo que le valió 80 bajas más.
Y pese a tal sangría, el verdadero golpe final a la División Azul se lo
iba endosar el contexto político. La orden de Francisco Franco de
retirar la División Azul, fechada el 12 de octubre de 1943, coincidió
con el cambio de la posición española en la II Guerra Mundial.
Fuente César Cervera
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