Cuando un viejo mundo
se hunde... y otro nuevo aún no surge
“Quien no se
atreva a mirar hacia atrás no logrará avanzar por camino derecho.» Con estas
palabras empieza Armin Mohler (autor del célebre tratado La Revolución
conservadora en Alemania – 1918-1933, nunca publicado en español) la
exposición de una serie de corrientes del pensamiento dispersas en libros,
revistas, novelas, doctrinas filosóficas o actuaciones políticas coincidentes en
un signo común de discrepancia con aquellos otros modos de pensar traídos al
mundo por la Revolución francesa.
La
Revolución conservadora sería el paradójico
nombre de este movimiento si de tal quisiera calificarse lo que se caracteriza,
ante todo, por su falta de aptitud para cristalizar en ningún tipo de
organización visible y material. Círculos literarios íntimos, suscripciones de
revistas, contactos de determinadas "élites" al margen de toda publicidad;
órdenes secretas o asociaciones aparentemente encaminadas a fines de poca monta
constituyen las manifestaciones preferidas del fenómeno en cuestión, que ni
siquiera ha llegado nunca a condensarse en un "sistema" determinado.
Lo
revolucionario-conservador se define únicamente por su actitud en la vida, su
estilo, y no por un programa o doctrina cualquiera sobre los problemas concretos
planteados ante la moral o el derecho, el Estado o la sociedad, la economía o la
cultura.En ello reside
precisamente la debilidad de su posición, al no poder aspirar a conquistar a las
masas, más fácilmente atraídas por los brillantes oropeles de las doctrinas
progresistas.
Pero tampoco es la conquista del poder el objetivo fundamental de
la Revolución Conservadora. Y por eso, mientras los partidos de masas que se
proponen exclusivamente tal objetivo tienen tantas veces que traicionar sus
ideas para alcanzarlo, permanece en la oposición la Revolución Conservadora,
atenta sólo a conquistar nuevos mundos espirituales, lo que induce a algunos,
como Georg Quabbe, a afirmar que el legítimo conservatismo sólo puede adoptar la
forma de una doctrina secreta en estos tiempos en que las clases cultivadas
quieren argumentos rápidamente comprensibles, y las masas, sensaciones.
Aun así,
es evidente la influencia que puede ejercer un cuadro de minorías dispuestas a
no dejarse adulterar para dejar de serlo. Ésta es exclusivamente la hora del
pequeño número, capaz de renunciar a logros inmediatos en favor de una total
transformación espiritual, aún lejana, ya que el punto de partida de esta
concepción es que nos encontramos en un interregno. Un mundo se ha hundido y
otro nuevo no ha surgido aún. Por eso lo principal es estar atento a la llamada
que viene de lo lejos, sin extraviarnos entre los restos de la vieja
construcción derruida.
De lo dicho se
infiere que no es este complejo ningún fenómeno exclusivo de Alemania, aunque
allí, dada la innata tendencia germana hacia las especulaciones metafísicas,
haya tenido su manifestación más acusada, llegando a constituir una de las
principales corrientes ideológicas de que se nutrió el nacionalsocialismo: no,
sin embargo, la única, en forma que indujera a considerar a este último como el
desemboque obligado de la Revolución Conservadora. En realidad habrían
concurrido en la génesis del movimiento nacionalsocialista dos corrientes
distintas que se entrecruzaron: una, de tipo indiscutiblemente
revolucionario-conservadora; otra, integrada por influencias democráticas e
incluso marxistas, exigencias de circunstancias históricas o situaciones
geográficas y hasta de concesiones a las masas con sus tendencias
dictatoriales.
Aunque la
Revolución Conservadora ha permanecido, pues, hasta ahora en el campo de las
ideas puras, sin descender a la práctica, la influencia que ejerció en la
génesis del nacionalsocialismo induce a Mohler a plantear la cuestión del grado
hasta el cual puede hacerse responsable a una teoría de las deformaciones y
aberraciones que puede sufrir en sus intentos de realización histórica.
[…]
Es, en cualquier
caso, obligado reconocer el paulatino desencanto de los
revolucionario-conservadores y su consecuente alejamiento respecto del
nacionalsocialismo, a medida que éste fue definiendo su actitud. Con mayor
precisión podría señalarse el año y medio que transcurre entre la entrega de la
Cancillería a Hitler, en enero de 1933, y la muerte de Hindenburg, en agosto de
1934, como el período en que se gestan las decisiones más trascendentales para
la vida de Alemania y empiezan a deslindarse los campos
revolucionario-conservador y nacional-socialista.
Desde este
momento, los hombres de la Revolución Conservadora vienen a constituir algo así
como los "trotskistas del nacionalsocialismo". A semejanza de lo sucedido en el
otro gran movimiento revolucionario que desemboca en el bolchevismo ruso, se van
separando aquí también del partido pequeños grupos de rebeldes contra la
ortodoxia triunfante. El fenómeno obedece sin duda a una constante histórica.
Para ganar a las masas y articularlas en un todo homogéneo, la doctrina oficial
se tiene que ir acomodando al promedio: pierde vuelos, al tiempo que se hace
dogmática y exige una disciplina cada vez más rigurosa. Paulatinamente, las
tesis impuestas se van haciendo insoportables a los espíritus inquietos y
estallan por doquier las herejías.
Recíprocamente se acusan unos a otros de
traición: al partido, al movimiento o a la "idea". Cuando al fin el partido de
masas alcanza el poder, empiezan las persecuciones o "depuraciones" contra los
disidentes, considerados tanto más peligrosos cuanto más afines fueron antes.
.
Pero ¿qué es, en
definitiva, esta Revolución Conservadora que constituyó, al menos, una de las
corrientes de que se nutrió el nacionalsocialismo y se volvió contra él tan
pronto corno éste alcanzó el poder, contribuyendo en gran parte a su caída?
Mohler la empieza definiendo como la "antirrevolución francesa". Después depura
más el concepto por exclusión. A la Revolución francesa le salieron enemigos en
su propio campo: el anarquismo y el marxismo, por ejemplo, que continuaron su
trayectoria, aunque estén hoy fuera del repertorio de sus ideas; a los cuales se
deben añadir, por supuesto, los conservadores puros o reaccionarios, que quieren
simplemente detener la historia o darle marcha atrás.
Ninguno de estos elementos
pertenece a la Revolución Conservadora, perfilada fundamentalmente por tres
rasgos en contraste con los de su adversaria: la Revolución francesa disgrega la
sociedad en individuos, la conservadora aspira a restablecer la unidad del
conjunto; la Revolución francesa proclama la soberanía de la razón,
desarticulando el mundo para aprehenderlo en conceptos; la conservadora trata de
intuir su sentido en imágenes; la Revolución francesa cree en el progreso
indefinido, en una marcha "lineal", la conservadora retorna a la idea del ciclo
donde los retrocesos compensan los avances y en el total nada se gana ni se
pierde.
Resultan
sorprendentes, a primera vista, los dos términos del nombre elegido para
calificar esta compleja doctrina, tanto por su aparente antinomia como por no
guardar relación ninguno de ambos con el contenido acabado de exponer. Conviene
por ello precisar que ni la "conservación" se refiere aquí al intento de
defender forma alguna ya caduca de vida, ni la "revolución" al propósito de
acelerar el proceso evolutivo para incorporar algo nuevo y mejor al presente.
Aquello es conservadurismo en el viejo sentido o reacción; esto, creencia en el
progreso.
Pero la idea central de la Revolución Conservadora es la de la
inalterabilidad del conjunto a través de la sucesión de las formas, y, por
tanto, sus adeptos no viven ni en el pasado, como los reaccionarios, ni en el
futuro, como los progresistas, sino en el presente —un presente absoluto en el
que se unen pasado y futuro. Ello no impide que se ayude a derribar lo
individual, cuya hora ha sonado, porque más vale corte rápido que putrefacción
lenta; pero sin creer por ello que nada va a variar en esencia ni que el mañana
puede ser mejor que el hoy, ya que los hombres, con otros trajes y distintas
costumbres, serán siempre los mismos, con idéntica inclinación hacia el bien y
el mal.
Tampoco hay que
atribuir a esta Revolución Conservadora sentido "reformador" de ninguna especie.
Aparte de que la "reforma" evoca la idea de algo incruento, mientras que nuestra
doctrina no se escandaliza de que los nacimientos se paguen con muertes, parece
que en la "reforma" hay el propósito de añadir algo nuevo a lo existente. Para
el conservador, en cambio, todo está ya ahí, y la revolución sólo puede conducir
a una nueva articulación de lo conocido.
Se trata, pues, de una revolución sin
meta, sin la contemplación de un futuro reino mesiánico y sin el propósito, por
tanto, de dirigir por propia iniciativa la historia. Una revolución, en suma,
escéptica y pasiva.
El primero que
popularizó el nombre de Revolución Conservadora fue Hofmannsthal en 1927, aunque
ya Tomás Mann lo había usado en 1921 y probablemente sería conocido con
anterioridad: "El proceso de que hablo no es otro que una Revolución
Conservadora de un alcance como no lo ha conocido la historia europea". Tras
estas palabras señaló Hofmannsthal como rasgos fundamentales de esta doctrina
los dos siguientes: un anhelo de cohesión en vez de un anhelo de libertad, y un
anhelo de unidad en sustitución de todas las disgregaciones y movimientos
centrífugos.
En realidad, este
deseo de apretar las filas y estrechar los contactos, invirtiendo el proceso
desintegrador desarrollado durante todo el siglo XIX, ha estado siempre latente
en Alemania. En este sentido, la Revolución Conservadora puede considerarse como
una etapa de un movimiento mucho más amplio, el llamado "movimiento alemán", que
comprendería las cuatro siguientes fases: desde la Revolución francesa y la
caída del antiguo Imperio hasta 1870, la primera; de 1871 a 1918, la segunda; de
1918 a 1932, la tercera, y de 1955 a 1943, la cuarta. Sólo que en el tercero de
estos períodos, a consecuencia quizá de la primera gran guerra, con su tremenda
repercusión sobre los espíritus, adquiere caracteres mucho más acusados y
definidos, lo que determina su progresiva decantación frente a otras corrientes
afines.
Los primeros años
de la entonces llamada postguerra son años de una intensa agitación en Alemania.
Por doquier surgen agrupaciones, partidos y asociaciones que dirigen
llamamientos al país, defienden doctrinas, reclutan adeptos y chocan
violentamente entre sí. Durante cinco años se vive en permanente guerra civil.
En 1925 lanza Moeller van den Bruck su consigna del “III Reich” en un libro que
lleva este mismo título. El Sacro Romano Imperio y el II Imperio de Bismarck van
a tener desde ahora una continuación, en la cual quedarán absorbidos los
contrastes de nacionalismo y socialismo, de derechas e izquierdas. La tesis y la
antítesis llegarán a su síntesis.
Progresivamente se irá perfilando la
Revolución Conservadora, depurándose de deformaciones e imperfecciones
existentes; tanto en el pasado como en el presente constituido por el huero
conservadurismo de la época guillermina, con su culto de las apariencias y sus
fachadas retóricas, con su amalgama de monarquía por la gracia de Dios y de
monarquía constitucional, con su mezcla de uniformes medievales y de modernos
acorazados, al igual que en el desordenado impulso de nuevas tendencias carentes
del suficiente arraigo histórico. Se tienen que rechazar hasta tres sucesivas
oleadas de un nacionalbolchevismo que es fruto de la exasperación producida por
la ceguera de las potencias occidentales ante las exigencias de la hora, de
igual modo que se tienen que reprimir otros alzamientos dentro del propio
Ejército. Para contar con un elemento que ofrezca una garantía de estabilidad
dentro de la revuelta agitación del momento, el general Seeckt sienta las
premisas que han de conducir a un completo apartamiento y neutralización del
Ejército en las luchas políticas, medida que ha de ejercer una evidente
repercusión en muchos de los acontecimientos ulteriormente desarrollados.
Al
mismo tiempo se va definiendo la Revolución Conservadora por su contenido
positivo. No de una manera abierta y sistemática —esto sería precisamente lo
contrario de uno de sus rasgos más distintivos—, sino latiendo bajo una serie de
predicaciones y actuaciones dispersas, a modo de común diapasón de todas
ellas.
Es bien sabido
que una de las diferencias más características entre el espíritu germánico y el
francés consiste en la falta de sentido de aquél para las construcciones
metódicas y racionales, que en cambio adora el segundo. La realidad, opinan los
alemanes, no se deja reflejar en conceptos hermosos y redondeados, por mucho que
éstos halaguen el gusto. Gerhard Nebel establece un parangón entre lo que llama
los dos instrumentos metafísicos del hombre, el concepto y la imagen, para hacer
resaltar la superioridad del segundo:
"El concepto es improductivo, ya que se
limita a ordenar lo presente, lo descubierto, lo disponible, mientras que la
imagen crea realidad espiritual y le arranca al ser trozos hasta entonces
ocultos. El concepto establece minuciosas distinciones y agrupaciones dentro de
hechos concluidos; la imagen se proyecta audaz y desembarazada hacia la lejanía
sin límites. El concepto vive de la angustia; la imagen, de la alegría
triunfante del descubrimiento. El concepto, cuando no empieza ya a operar sobre
cadáveres, tiene que matar a su presa; la imagen conserva la espumante vida. El
concepto excluye el misterio; la imagen es una paradójica unidad de los
contrarios, respetando e iluminando a un tiempo la oscuridad. El concepto es
decrépito; la imagen, siempre fresca y joven. El concepto es víctima del tiempo
y envejece pronto; la imagen está más allá del tiempo. El concepto está
supeditado al progreso; la imagen pertenece al instante vivido. El concepto es
ahorro; la imagen, exuberancia. El concepto es lo que es; la imagen, siempre más
de lo que parece. El concepto apela a la cabeza; la imagen, al corazón. El
concepto sólo se mueve sobre una capa periférica; la imagen, sobre la totalidad
o, al menos, sobre el núcleo de la existencia. El concepto es finito; la imagen,
infinita. El concepto simplifica, la imagen respeta la variedad. El concepto
toma partido, la imagen se abstiene de juzgar".
Tal actitud es la
que engendra la sustitución de !a filosofía por la Weltanschauung, por la
concepción del mundo en la que no hay que ver una especie de filosofía menos
elaborada o de menos valor, sino algo sustancialmente distinto. La filosofía,
dentro de tal tesis, habría sido lo propio de la vieja mentalidad occidental,
hoy en crisis, engendrada por las dos corrientes de Grecia y del cristianismo.
La Weltanschauung, lo propio de una nueva actitud ante el mundo.
En la
filosofía, los distintos aspectos de la realidad eran objeto de investigaciones
claramente delimitadas. No se confundían, como hoy, el pensar, el sentir y el
querer. La filosofía sabía cuál era su terreno y no pretendía invadir el de la
teología, por ejemplo, o el de otras especialidades. Cada filósofo, por otra
parte, se sentía miembro de una cadena continua y se apoyaba sobre la serie de
sus predecesores para dar un nuevo avance con sus propias meditaciones. Pero hoy
día se ha derrumbado aquel majestuoso edificio de la cultura occidental y no ha
surgido otro nuevo. Estamos en un "interregno".
La Revolución Conservadora vive
bajo este signo, tratando de hacernos alcanzar la otra orilla, de restablecer
una nueva unidad dentro del espacio sin contornos en que se mueven los trozos
dispersos del pasado.
La Weltanschauung sería la forma espiritual característica
de este "interregno". En ella no hay ya claras separaciones ni ordenaciones. Su
tipo representativo es el de un literato-pensador, que usa un lenguaje medio
científico, medio simbólico, inventando unas veces nuevos términos, como
Heidegger, por ser insuficientes los elaborados por la filosofía clásica para
expresar las nuevas intuiciones; o saltando desde aquélla al teatro, como
Sartre; o utilizando la novela o el diario para exponer sus doctrinas y juicios,
como Dostoievsky o Ernst Jünger, y estando siempre dispuesto a traducir sus
visiones en hechos, consagrando su vida al servicio de su ideal.
"Conozco mi
destino. Algún día se unirá mi nombre al recuerdo de algo tremendo, a una crisis
como no la hubo sobre la tierra, al más hondo conflicto de conciencia, a una
decisión pronunciada contra todo lo que hasta ahora ha sido creído, exigido,
reverenciado." En estas palabras de Nietzsche hay que buscar uno de los primeros
avisos del cambio. A partir de entonces el tema resonará sin tregua. "Estamos en
el tránsito de dos épocas —dirá Ernst Jünger—, de una significación análoga a la
del advenimiento de la época del metal después de la de piedra." Otros se
remontarán incluso a imágenes cósmicas, como Kurt van Emsen, que habla del
tránsito del eón de Piscis al de Sagitario. […]
Todo este
ambiente en que se mueve la Revolución Conservadora está, como se advertirá,
hondamente impregnado de metafísica. Y más todavía en lo que, según Armin
Mohler, constituye su rasgo esencial: su adherencia al principio cíclico del
eterno retorno, en que cada momento lo abarca todo, pasado, presente y futuro, y
no a uno lineal, en que las cosas marchan en procesos irreversibles, siendo
efímero, por consiguiente, cada instante.
La creencia de que la cantidad total
de felicidad sobre la tierra es siempre la misma, de que no puede incrementarse
el conjunto de valores (como cree el progresista), dado que, inevitablemente,
cada ganancia se tiene que compensar con una pérdida y viceversa, presta una
singular serenidad para resistir las mayores adversidades, para aceptar con
impasibilidad el más duro destino, que tendrá siempre su sentido dentro del
proceso total y del que, en todo caso, es inútil intentar evadirse. En un
espíritu débil podrá tal creencia favorecer una tendencia a la inercia. En el
alemán está harto demostrado que le infunde, por el contrario, aliento al
sentirse instrumento de un más alto e inescrutable poder. […]
La Revolución
Conservadora, sin embargo, le da otra interpretación mucho más rigurosa al
principio cíclico, haciendo naufragar en él todo vestigio de valor individual
humano. Según ella, el pensamiento cristiano coincide con el progresista en
atribuir un valor absoluto a la moral. Para el cristianismo, la naturaleza
humana está corrompida por el pecado original, pero es redimible por la gracia
de Dios. Para el progresismo, el hombre es naturalmente bueno y está sólo
corrompido por circunstancias externas, superadas las cuales alcanzará sobre
esta tierra la perfección.
Para la creencia conservadora, esta distinción entre
bueno y malo no tiene sentido: el hombre individual no es ni una cosa ni otra,
sino imperfecto en cuanto sólo es parte del total, en el que únicamente puede
residir la perfección.
"Estética",
por contraposición a "moral"; es la expresión que mejor definiría esta
actitud, para la que todo
acontecimiento encuentra su exacto sentido contemplado desde el conjunto, y cuya
clave dio Nietzsche en su Amor fati: amor al mundo tal como es, con su
eterna alternativa de nacimiento y destrucción; al mundo tal como es ahora, sin
esperanza de que mejore ni aquí ni en el más allá; al mundo como siempre fue y
siempre será. Es la actitud que el propio Nietzsche calificó de "visión trágica
del mundo", y Ernst Jünger de "realismo heroico", queriendo significar que en
ella se enfrenta uno con la dura realidad, no con ánimo de mejorarla, sino de
afirmarla tal cual es. […]
Fuente Marqués de Valdeiglesias