Liberalismo contra Democracia
El espíritu del tiempo en el que vivimos –y la retórica de los poderes dominantes– ha impuesto a las mentalidades de gran parte de nuestros contemporáneos la convicción de que la democracia liberal es la forma más avanzada de convivencia colectiva . Y de que constituye un punto de no retorno, una conquista definitiva que no hay derecho a discutir o a negar en su raíz, sino todo lo más en sus concreciones específicas.
Cualquier estudiante de primer o segundo curso de una Facultad de Ciencias Políticas sabe que las leyes electorales son un instrumento esencialmente de manipulación. Es decir, sirven, según qué fórmula tengan en su base, para manipular la relación entre la voluntad de los electores, expresada a través del voto a un candidato y/o a un partido, y el resultado de sus elecciones, o sea la presencia en las instituciones de cargos electos que correspondan a sus opiniones y sus expectativas.
En los sistemas mayoritarios uninominales a una sola vuelta, por ejemplo, en todos los colegios electorales la mayoría de los que acuden a las urnas queda habitualmente sin representación, ya que resulta elegido sólo el candidato que obtiene más votos, sea cual sea el porcentaje que alcance. El preferido por el 30% termina a menudo derrotando al 70% que no lo quería. De modo análogo, aunque con más moderación, funcionan los sistemas uninominales a doble vuelta, que eliminan del partido decisivo a todas las "minorías" (en realidad, no raramente mayoritarias en conjunto) que han apoyado a candidatos que han quedado en el tercer puesto o debajo, y los sistemas proporcionales dotados de umbrales mínimos o de circunscripciones con pocos escaños en disputa (donde, para tener un elegido, hace falta llegar al 25 ó 30%). Sólo los mecanismos proporcionales puros se acercan a la capacidad de fotografiar la realidad de las opiniones y de los deseos del cuerpo electoral, aunque nunca de modo perfecto, porque la atribución de escaños queda de todos modos sujeta a fórmulas matemáticas más o menos complicadas para calcular los votos que sobrepasan el cociente que da derecho a cada escaño (los llamados "restos") .
Hasta aquí, el ensayo podría parecer un ejercicio apresurado de competencias técnicas, un capricho de politólogo que tendría poco o nada que ver con la reflexión metapolítica que vertebra esta revista [Diorama Letterario]. Pero mirando más allá de lo aparente, uno se da cuenta de que las cosas son de un modo bien distinto.
Lo único aceptable hoy, la democracia liberal convencional
El espíritu del tiempo en el que vivimos –y la retórica de todos los que, después de haber contribuido a forjarlo así, no se cansan de nutrirlo y de declinarlo en formas actualizadas constantemente según sus propias intenciones– ha impuesto a las mentalidades de gran parte de nuestros contemporáneos la convicción de que la democracia liberal es la forma más avanzada de convivencia colectiva producida por el progreso de la civilización. Y de que, como punto de llegada de un largo y atormentado camino, constituye un punto de no retorno, una conquista definitiva que no hay derecho a discutir o a negar en su raíz, sino todo lo más en sus concreciones específicas. Tanto que exportarla también a países que todavía no la han adoptado o que no la aplican según las instrucciones recibidas se ha convertido en un deber ético. Que puede implicar también el recurso a instrumentos bélicos o, en el caso más suave, a la instigación —organizada y apoyada con instrumentos económicos y mediáticos— de revuelta de plaza o de palacio.
La imposición de este dogma liberal, de sus premisas ideológicas (obviamente nunca presentadas como tales, sino camufladas de exigencias del sentido común o de elementos de un código moral universal) y de sus consecuencias se basa en la repetición incesante, a través de los canales de comunicación, de algunas fórmulas estandarizadas.
Una de ellas es la existencia de un "sentido de la Historia", vehículo del Progreso, al que es inútil oponerse porque "no se puede volver atrás". Otra impone considerar las instituciones y las prácticas liberales como el fruto maduro de esta marcha de lo Bueno y de lo Justo a través del tiempo. Otra más obliga a atribuir al contenedor político de la ideología liberal la etiqueta de democracia, porque la palabra conserva la promesa de hacer del pueblo la piedra angular de la legitimidad de la acción de los gobernantes. Para completar el cuadro interviene la retórica de los deberes, de la libertad de expresión, del control desde abajo, de la transparencia y demás promesas.
El eje de la concepción liberal de la política es el concepto de representación. Desconocida para los fundadores de la democracia, que la concibieron como un lugar de expresión directa de la voluntad de la ciudadanía —o sea, de una colectividad territorializada y filtrada por rigurosos criterios de exclusión de los "extraños", que hoy la harían parecer más bien una aristocracia ampliada—, esta noción, como ha señalado entre otros la estudiosa inglesa Margaret Canovan, ha servido a los liberales, más que para consentir a la masa confiar sus propios deseos a representantes encargados de convertirlos en realidad, para excluir de los niveles de decisión al grueso de los ciudadanos, considerados incompetentes y no de fiar, en beneficio de un grupito restringido de enterados. Éstos —los elegidos— rápidamente han entendido cuántos y cuáles privilegios se derivaban de la posición alcanzada, y han constituido un grupo aparte (la "casta" de la que tanto se habla hoy), cortando, al prohibir el mandato imperativo, el vínculo que les habría obligado a someterse a la dictadura de la opinión pública. No ha hecho falta mucho para que, actuando así, el ejercicio de la acción política se transformase en una (lucrativa) profesión, transmisible por línea familiar, de partido o de clientela, expropiando al pueblo —al mismo tiempo instigado a fragmentarse en una polvareda de átomos independientes por la difusión de la mentalidad individualista, por la disolución de los cuerpos sociales intermedios y por la burla del espíritu comunitario— de sus prerrogativas de legitimación, relegadas al ámbito formal de las proclamaciones constitucionales.
La casta frente al pueblo
Para que este proceso se consolidase y para que la clase política pudiese perfeccionar esos mecanismos de cooptación elitista y de círculos cerrados que le habrían de permitir reproducirse más o menos pacíficamente —y que ya fueron bien estudiados por Pareto, Mosca y Michels— era preciso que se redujese a la mínima expresión la influencia de las presiones desde abajo sobre la esfera gubernativa. Y para ese fin sirvieron dos montajes: el progresivo paso de las fórmulas electorales proporcionales, ligadas a la ampliación gradual del sufragio como resultado de las movilizaciones de las masas obreras, campesinas y de clase media de fines del XIX y principios del XX, a las mayoritarias, y la limitación de los instrumentos de democracia directa, empezando por los referendos, las peticiones y las iniciativas legislativas populares.
Estas consideraciones nos devuelven al punto de partida. Desde hace algunos decenios, en paralelo a la presión sobre la política desde otros campos de ejercicio del poder —en primer lugar la economía, sobre todo la financiera, pero también la magistratura y el poder mediático, además del sucedáneo de autoridad religiosa que representan los clérigos laicos, esos intelectuales "políticamente correctos"—, los regímenes liberales han tendido a vaciar de contenido, paso a paso, todos los atributos genuinos de la democracia. Aunque no se podía renunciar, por razones funcionales evidentes, a hablar en nombre del pueblo (¿cómo se habría podido definir, si no, al detentador del poder legítimo?), se ha difuminado su perfil exaltando las prerrogativas del individuo y liberándolo de las obligaciones derivadas de su pertenencia a toda entidad comunitaria. Se han ridiculizado, cuando no demonizado, las ideologías, que habían servido largo tiempo como vínculo para sólidas (y por tanto peligrosas) identidades colectivas, degradándolas del rango de inspiradoras de proyectos de sociedad y de referentes para la convivencia civil a la mera condición de utopías humeantes y dañinas. Y en la misma línea se ha descalificado a los partidos que habían sido vehículo de esas ideologías, y que habían contribuido a su propio descrédito al transformarse en vehículo de los intereses clientelares y caciquiles de la clase de los que el hombre de la calle llama "los politicastros". Además, se ha hecho todo lo posible para neutralizar la capacidad del voto para condicionar la acción de los electos. El principal instrumento de esta operación ha sido el aumento del potencial manipulador de los sistemas electorales.
Lo vemos claramente en nuestros días. En nombre de una "gobernanza" que, por lo demás, como se ha demostrado muchas veces, ningún mecanismo técnico puede garantizar, porque a menudo los ejecutivos, incluyendo los monocolores, están a menudo más amenazados por las convulsiones internas en los partidos que los componen —reducidos a coaliciones provisionales e inestables de intereses de grupo y de ambiciones personales, que excluyen cualquier verdadera disciplina— que por la actuación de las oposiciones, la representación institucional de grandes bloques de población queda anulada. Allí donde están en vigor los sistemas mayoritarios, hay partidos que pese a disponer de forma estable del 15 al 20% de los votos, quedan excluidos de los Parlamentos y de otros entes electivos, mientras que otros con porcentajes mucho menores del electorado, pero aceptados en coalición por las formaciones mayores sí prosperan (el caso francés, con el Frente Nacional por un lado y el PCF y los Verdes por el otro, es un ejemplo, pero no el único). Las barreras de voto bloquean en otros contextos a los sectores de opinión "no alineados" con las tendencias encarnadas por los partidos dominantes, reforzados por un casi monopolio de los medios de comunicación y por el apoyo de los poderes financieros. El objetivo es siempre y en todo lugar el mismo: imponer y mantener un bipolarismo del pensamiento, que establece los límites del "pensamiento correcto" y distribuye los espacios dentro de la aceptabilidad política según las oscilaciones momentáneas de los humores de la parte privilegiada del electorado (la que, no llegando a menudo ni al 50% de los electores, se reparte la casi totalidad de la representación) entre las versiones "progresista y moderada", "de centroderecha y de centroizquierda" o "socialdemócrata y conservadora" del común credo ideológico. Esta es la (única) alternancia grata a los defensores del pensamiento único liberal, hoy hegemónico.
El horrible proyecto de Ley Frankenstein en discusión en el Parlamento italiano en el momento en que escribimos, una macedonia indigesta de retazos de legislaciones vigentes en varios países con el añadido de inventos caseros aún más penosos, que combina un enorme premio de mayoría, la obligación de crear coaliciones en las que los partidos menores se sometan a los mayores si no quieren verse sin un solo escaño (pero con la promesa segura de verse recompensados a otros niveles con dádivas clientelares por el sacrificio realizado), altas barreras de exclusión, listas bloqueadas de candidatos impuestas por las secretarías de los partidos, e incluso un segundo turno entre las dos coaliciones heterogéneas que se hayan impuesto en el primero, es uno de los ejemplos más eficaces de esta voluntad de anulación de la disidencia y de imposición del duopolio ideológico liberal. La impone la lógica del abuso. O siendo más benévolos, la filosofía de juegos de cartas como la escoba. Por encima de todo está el ansia de poder absoluto, quizá por quinquenios alternativos, de figuras despóticas como Matteo Renzi o Silvio Berlusconi, soberanos de partidos ya sometidos o en vías de sumisión a la lógica de la personalización.
Pero lo que reduce a sus mínimos términos la capacidad de expresión popular y aísla a los disidentes no son sólo estas triquiñuelas, que además si triunfan en Italia se extenderán por Europa. Está también la denigración de la consulta popular directa en referendos. Pensemos por ejemplo en lo sucedido hace poco en Suiza, donde una votación popular ha decidido que se creen cuotas de entrada en el país, que ha llegado a cifras record de inmigración, para los trabajadores extranjeros. Tras ese acto soberano ha venido una reacción indignada y a veces histérica de Gobiernos, medios de comunicación y partidos políticos de todos los países europeos. Por una parte, la posibilidad de expresión democrática se ha convertido en un mal que ha de ser combatido por todos los medios. Se ha llegado a indicar al Gobierno suizo que no tuviese en cuenta la opinión de sus ciudadanos, acompañando la advertencia con la interrupción de negociaciones, ruptura de acuerdos y amenaza de sanciones. Y muchos comentaristas, políticos y periodistas, han aprovechado la ocasión para atacar de frente la institución del referéndum, ya criticado hace tiempo por los mismos que se negaban a utilizarlo cundo se trataba de ratificar o no los tratados adoptados por los Gobiernos de la Unión Europea. Eso sabiendo (también por la sucesión de casos significativos de rechazo de las decisiones de la casta gobernante, en Francia, Holanda, Dinamarca o Irlanda) que si se deja a los pueblos libres de expresarse sobre temas polémicos el riesgo es que su voluntad se separe de las pretensiones de sus presuntos y autodefinidos representantes, los demócratas en una sola dirección, o para decirlo mejor los seguidores de la ideología cosmopolita y globalizadora del liberalismo de matriz mercantil, en guardia contra el peligro del referéndum. Invitando, donde existe la institución, a que se limite su aplicación.
La democracia, en definitiva, puede existir sólo para los bienpensantes ("políticamente correctos"). A quien esté fuera del coro se le impone la pena del silencio.
La regla está ya hace tiempo en vigor en los canales decisivos de comunicación, empezando por la televisión, la prensa y la radio, donde las voces disidentes quedan sistemáticamente excluidas de debates y comentarios, según una lógica magníficamente descrita en su momento por Alexander Soljenitsin, para quien en Occidente deja de existir en el ámbito público aquel al que se le corta el micrófono. Ahora se nos propone aplicarla con el mismo rigor a nivel de masas, prohibiendo a los disidentes disponer de cargos electos de su confianza y poder expresarse con un sí o un no sobre las decisiones que les afectan.
La regla está ya hace tiempo en vigor en los canales decisivos de comunicación, empezando por la televisión, la prensa y la radio, donde las voces disidentes quedan sistemáticamente excluidas de debates y comentarios, según una lógica magníficamente descrita en su momento por Alexander Soljenitsin, para quien en Occidente deja de existir en el ámbito público aquel al que se le corta el micrófono. Ahora se nos propone aplicarla con el mismo rigor a nivel de masas, prohibiendo a los disidentes disponer de cargos electos de su confianza y poder expresarse con un sí o un no sobre las decisiones que les afectan.
El populismo es ahora la resistencia
A este adormecimiento progresivo de la disidencia se opone hoy políticamente un solo sujeto. Multiforme, no siempre coherente, dividido, a menudo bruto y aproximativo en el modo de expresarse, visceral, en muchos casos discutible en las actitudes y en las propuestas. Y sin embargo inevitablemente destinado, al menos de modo provisional, a constituir un elemento de molestia, si no es de contención, para la homogeneización cultural y psicológica querida por los señores del orden bipolar, para los restauradores de categorías políticas (izquierda y derecha) ya incapaces de expresar las verdaderas líneas de conflicto de nuestra época y aún así, justamente por eso, impuestas como instrumentos de entretenimiento de masa para la atención (a menudo pasiva y acrítica) del público dependiente de los medios de comunicación.
Este sujeto, a su manera "resistente", es el populismo. Que, más allá de sus evidentes límites, denuncia incansablemente la mistificación del principio representativo, la expropiación de la voluntad ciudadana por parte de la casta de políticos profesionales, reivindica el derecho de los pueblos a conservar identidades y tradiciones forjadas a través de los siglos, exige un reforzamiento de los instrumentos de democracia directa –del referéndum a internet, no sin algún desliz hacia la utopía de la democracia directa telemática- y los de control desde debajo de los cargos electos, se opone al poder excesivo de las finanzas, reclama mayor equidad social y lamenta tanto los excesos de intrusismo del Estado en la vida de los ciudadanos, empezando por la Hacienda, cuanto la erosión progresiva de la soberanía de las naciones en beneficio de ese Moloch burocrático que tiene su sede en Bruselas.
Quien ha estudiado el fenómeno conoce su heterogeneidad estructural.
Y también quien lo observa superficialmente no tarda en darse cuenta de sus muchas ambigüedades, a partir de los puntos de discrepancia que aparecen cuando se comparan los programas de los diferentes movimientos o partidos que forman parte de esta familia tan sui generis o cuando se escuchan los discursos, o se observan los estilos, de Beppe Grillo y de Marine Le Pen, de Geert Wijlders y de Matteo Salvini, de Hans-Christian Strache y del sucesor de Pia Kjersgaard al frente del Danske Folkeparti, o de los exponentes de la UKIP británica, de los Sverigedemokraterna, de Jobbik, del Vlaams Belang, de los búlgaros de Ataka, de la lista anti-Euro alemana, de los Verdaderos Finlandeses y de todos los demás. Se necesita poco para darse cuenta de que no es fácil poner juntos a jacobinos y autonomistas, a defensores de la laicidad y a seguidores de tradiciones religiosas, a liberales y a defensores de un "chovinismo del bienestar". Y lo más llamativo es la vinculación de cada una de estas formaciones a su propio pueblo, con una mirada de indiferencia, si no es de desconfianza, hacia la suerte de los demás. Éste es un aspecto de la mentalidad populista que deja un fuerte escepticismo sobre la posibilidad de que un archipiélago tan desunido pueda, mañana, confluir en un frente de resistencia común contra un "sistema" que, por lo demás, todos proclaman que combaten.
Sin embargo, si la oposición al estado de cosas vigente se puede y se debe conducir, en el plano cultural, con mucha mayor coherencia y finura, en el plano político éste es el panorama real: los "feos, sucios y malos populistas" son los únicos dispuestos a representar en escena el papel de disidentes. Frente a ellos, los educados profetas de una reducción de la democracia a vehículo de imposición de una ideología consumista, materialista, cosmopolita, uniformadora.
Quien sea consciente de lo que está en juego sabrá también (por ahora) de que parte estar.
Fuente Marco Tarchi