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sábado, 21 de febrero de 2015

LA TRIPLE ALIANZA



El fin de Yalta y el peso de la historia


Recién ahora estamos comprobando cómo los riesgos potenciales que Yalta neutralizó por cuatro décadas, cobran forma concreta y se agigantan.



Acaban de cumplirse los 70 años del acuerdo de Yalta entre los jefes de la Triple Alianza que derrotó a Hitler. El aniversario impacta doblemente porque en estos días estamos presenciando la crisis de ese convenio. No la de su estructura, desde luego, pues esta se vino abajo con la caída del Muro de Berlín en 1989 y con la implosión del comunismo en Europa del este. Pero sí, en cambio, la que supone la reaparición de los peligros directos de una conflagración general que ese pacto evitó mientras estuvo vigente. En efecto, los riesgos que ese tratado pretendía exorcizar están hoy presentes con una inmediatez que asusta.



Aunque para algunos pueda parecer demasiado meticuloso, para comprender este hecho es necesario retroceder en el tiempo y observar cómo la segunda guerra mundial se sitúa entre dos grandes pactos y cómo ambos reflejaron un imperativo geopolítico que va más allá de las motivaciones ideológicas y que sigue muy vigente hoy día.



Hitler, Stalin, la “línea general” y el pacto nazi-soviético



La segunda guerra mundial se ubicó entre el pacto nazi-soviético y el tratado de Yalta. En 1939 Alemania y Rusia venían enfrentándose de manera impiadosa desde el ascenso de Adolfo Hitler al poder. Hitler llegó al gobierno cabalgando sobre la ola de la crisis suscitada por el crack financiero de Wall Street, en 1929. Una desocupación rampante y el ahogo que suponía el pago de las reparaciones en divisas a los países aliados, se combinaban con el relente de la todavía reciente derrota en la Gran Guerra y con la percepción de que Alemania era un país humillado y ofendido. El pago de las reparaciones, enmendado a medias por el plan Young que ayudaba a Alemania a pagarlas con los consiguientes beneficios para los banqueros norteamericanos, pero que consentía al país ir rehaciendo su economía, se hizo imposible de satisfacer al cortarse la provisión de fondos provenientes del otro lado del Atlántico. Ese corte provocó a su vez una caída en picada de una producción ya muy dañada por eclipse de los mercados, golpeados por la crisis global y replegados sobre sí mismos. La desocupación se generalizó y los dos partidos extremistas, el nazi y el comunista, contendieron en las calles en un esbozo de guerra civil. La revolución parecía estar a las puertas.



En estas circunstancia una serie de factores –la increíble inepcia del partido comunista, que se abroqueló en una postura ultraizquierdista e indirectamente se alió a los nazis para socavar a la socialdemocracia; el apoyo del empresariado a Hitler, la simpatía del ejército para con este y el carisma y el arraigo del Führer en una clase media desesperada- funcionaron para que el nazismo llegara de forma legal al poder en marzo de 1933. A partir de entonces Hitler y los suyos inauguraron una caza despiadada contra los comunistas, barrieron con la legalidad institucional utilizando los mismos instrumentos de esta para anularla e inauguraron una era de autoritarismo, connotada por el antisemitismo, que pronto evolucionaría hacia formas totalitarias de gobierno.



En la URSS, Stalin, tras el terrible fracaso del PC alemán, dio un brutal viraje a la política de la Komintern y pasó, de una era de extremismo destemplado a otra que favorecía la colaboración con las potencias imperialistas rivales de Alemania, línea que impuso sin ningún tipo de contemplaciones y que se extendía incluso al encuadre político que debían aplicar los PC en los países coloniales y semicoloniales, cuyas poblaciones eran oprimidas precisamente por las potencias a las que Stalin se proponía aliar para resistir a Hitler, cuyas desaforadas ambiciones respecto al oriente de Europa ya habían sido prefijadas con claridad  en “Mein Kampf” y que suponían una amenaza mortal para Rusia. Había que ganar tiempo mientras se industrializaba al país y en una década se lo ponía en condiciones para afrontar el choque que se venía.



Durante un período esa “línea general” fue obligatoria. De ella nacieron los Frentes Populares, con particular arraigo en Francia y en España. En esta última la política de aproximación para con las potencias que eran enemigas de la URSS llevó a Stalin a traicionar a la revolución española, negándose a darle la vertebración de carácter radical que al principio de la guerra civil sus masas requerían. Se dedicó en cambio a mandar asesinar a quienes podían proyectarse como sus representantes posibles. Con lo que no hacía sino reproducir en pequeña escala, en el exterior, las purgas devastadoras que realizaba en el interior de la URSS y que acabaron con la vieja guardia del partido bolchevique y con los mejores cuadros del ejército rojo.



Los políticos conservadores de Europa occidental a los que se proponía seducir no se sentían particularmente tentados a atender a su llamado. Visualizaban, por supuesto, la utilidad de Rusia como contrapeso al creciente poderío alemán, pero también se sentían tentados por la posibilidad de usar a Hitler como barrera, como contrafuego al comunismo. Los franceses tienen una expresión, “jeu de dupes”, juego de tontos o de individuos fáciles de engañar, que se ajusta muy bien a la descripción de los políticos reaccionarios o conservadores que por esos días se movían en el escenario europeo. Ahora bien, Stalin no era ningún tonto. Era un tirano, sí, un ser reconcentrado en su voluntad de poder, un sanguinario y quizá un sádico, pero también era un político de primer nivel. Era un pragmático implacable, cuya fría comprensión de las cosas estaba embebida de cinismo, pero que sabía muy bien adónde iba y con quienes lidiaba.



El acuerdo de Munich, en 1938, que dejó fuera a Moscú en las tratativas que culminaron en la destrucción del estado checoslovaco, desoyendo los ofrecimientos soviéticos a Francia e Inglaterra para formar un frente común que acudiese en socorro del gobierno de Praga, persuadieron a Stalin de que poco podía esperar de los anglo-franceses. Aunque siguió dejando la puerta abierta a un entendimiento para formar una coalición que contuviera a Hitler, bajo cuerda comenzó a enviar señales a los alemanes que fueron respondidas por discretos avances de estos en dirección a la URSS. Hitler había decidido ir a la guerra por Polonia, y un acuerdo con los rusos liberaría al Führer de la pesadilla que significaría una guerra en dos frentes si, como ya parecía posible, Francia y 

Gran Bretaña intervenían y la URSS a su vez se sumaba a la alianza.



Ambos dictadores hicieron de “la necesidad, virtud” y, como dijo Hitler, decidieron “pactar con Satanás con el fin de expulsar al demonio”. Fue una transacción terriblemente compleja, en la que pesaban las intenciones más contradictorias: el objetivo primordial de Hitler era atacar a la URSS, para ganar el “espacio vital” que pretendía para su gran Alemania; pero para ello tenía que aliarse con Polonia para pasar por su territorio, o bien borrarla del mapa. Varsovia por su lado rechazaba la alianza alemana y al mismo tiempo se negaba a recibir el abrazo del oso ruso; Inglaterra y Francia no podían socorrer a los polacos a distancia, a menos que se lanzasen a una ofensiva que les suscitaba el recuerdo de las horribles masacres de la guerra del 14, riesgo que no estaban dispuestos a correr; y Stalin, por fin, no tenía intenciones de hacer el gasto enfrentando a solas a los alemanes, mientras los anglofranceses se sentaban en la línea Maginot a ver el espectáculo. Su deseo era más bien el opuesto: dejar que los ingleses, los franceses y los alemanes se desgastasen e intervenir luego para restablecer el quebrantado orden europeo de acuerdo a los cánones comunistas. Necesitaba tiempo para recomponer su ejército, descabezado por las purgas, y sobre todo necesitaba espacio para disponer de un colchón territorial que le permitiese atenuar el impacto del envite alemán, cuando este llegase.



El 23 de agosto de 1939 se firmó el pacto Ribbentropp-Molotov, cuyas cláusulas secretas incluían la partición de Polonia entre Alemania y la URSS, y el reconocimiento de una esfera de influencia rusa que incluía a Finlandia y a los estados bálticos. Contrariamente a lo que Hitler pensaba, el pacto no inhibió a los anglofranceses de respaldar a Polonia, incluso después de la invasión a su territorio; y el 3 de septiembre se generalizó la guerra.



Yalta



En 1945, después de seis años de atroz conflicto, las potencias de la triple alianza formada por Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, estaban por fin seguras del triunfo. Los jefes de la coalición que se asomaba a la victoria se reunieron en el palacio de Livadia, en Yalta, Crimea, para evacuar en la mesa de negociaciones el tema polaco y por ende el de la distribución de las esferas de influencia en toda Europa central. Esto es, el tema de la seguridad de las fronteras de la Rusia soviética, que era el mismo de 1939. Ese asunto había sido un factor determinante para el estallido de la guerra, y lo volvió a ser en las postrimerías de esta, constituyéndose en el preludio de la guerra fría.



La URSS no tenía ninguna intención de volver a la situación que había preludiado al pacto nazi-soviético. Estaba decidida a garantizar sus fronteras creando un vasto espacio frente a ella, que fungiese a modo de glacis que la protegiera del eventual ataque de unos aliados anglo-estadounidenses ideológicamente antagónicos y tan poco confiables –o al menos así le parecía a Stalin- que los nazis. Los aliados occidentales, de su lado, temían la expansión del modelo soviético en la estela del caos suscitado en Europa por la ocupación y la guerra, y odiaban a la URSS por encarnar, así fuera de manera elemental, un modelo de producción antagónico al del capitalismo.



El asunto no se iba a reglar por motivos éticos. Ni por parámetros justicieros. Las razones de la realpolitik pesarían mucho más que estos. Como siempre ha ocurrido en estos temas las buenas palabras no eran sino el velo con que se encubrían las verdaderas causas del conflicto. El pueblo polaco era hostil a los rusos, y estos no tenían la menor intención de darles libertad para elegir su propio gobierno. Deseaban además una vasta porción de su territorio, compensando a los polacos con el desplazamiento de su frontera occidental a la línea Oder-Neisse, mientras los soviéticos volvían al trazado de la línea Curzon en el límite oriental polaco.[i]



Los aliados occidentales, en particular Inglaterra detestaban esa solución

 Ahora bien, ¿por qué no se dirimió en ese momento esa oposición con choque bélico entre los ejércitos aliados y los rusos? Aunque resulte sorprendente, la información desclasificada décadas más tarde estableció que esa hipótesis existió. Sólo que fue corregida, no bien fuera formulada, por la realidad existente. Stalin desconfiaba de sus aliados y temía algún tipo de entendimiento entre estos y los alemanes que permitiese a los primeros llegar a Berlín antes que los rusos, bloqueando la posibilidad de los rusos para instalarse en gran parte de la Mitteleuropa. Se fundaba para creerlo en el hecho de que los alemanes oponían una resistencia desesperada en el frente oriental mientras que en el occidental, una vez que los anglonorteamericanos cruzaron el Rin, cedían el terreno resistiendo apenas el avance del enemigo y entregando grandes masas de prisioneros. El mismo Hitler se ilusionaba con un conflicto de última hora entre los aliados que le permitiese salir de la trampa en que se encontraba.



Sus delirios hubieran sido aún más vivos si hubiera conocido la existencia de un plan operativo secreto bautizado como “Impensable” del estado mayor conjunto angloamericano, solicitado por Churchill y destinado a rechazar y expulsar a los rusos de Polonia antes de que los ejércitos se hubieran desmovilizado tras el triunfo sobre Alemania.[ii] En él figuraban todos los detalles para una operación de gran envergadura, incluidas las rutas previstas para la ofensiva. Para llevarlo a cabo se contemplaba la colaboración con los remanentes del ejército alemán. El primer ministro no estaba del todo solo en este aventurado pensamiento: el general George Patton, el más agresivo y brillante de los comandantes estadounidenses, esperaba utilizar a las divisiones más duras de lo que restaba del ejército germano, incluidas las Waffen SS, para llevarlas al combate contra los rusos. La hipótesis, sin embargo, no tenía viabilidad política alguna porque la opinión en occidente se hubiera opuesto con vigor a una propuesta tan cínica, porque los comunistas que predominaban en las fuerzas de la resistencia en toda Europa hubieran atizado el caos y la guerra civil; porque los soldados estaban ansiando ser desmovilizados y porque, aunque el peso del poder aéreo aliado era muy superior al soviético, enfrentarse a la masa blindada del triunfante ejército rojo hubiera podido terminar siendo un pésimo negocio.



El acuerdo de Yalta, que aseguraba la concesión de un glacis y de un espacio para maniobrar en Europa central a la Unión Soviética, era el producto del peso de la situación estratégica que se había creado como consecuencia de la guerra. El aporte soviético a la batalla contra el nazismo había sido descomunal: el pueblo de la URSS se había desangrado de una manera horrible y sus ciudades e industrias estaban devastadas. La producción agrícola había caído a niveles bajísimos y la sangría de la guerra había vaciado a los hogares campesinos de su mano de obra vital. La nación necesitaba seguridad y compensaciones para volver a ponerse de pie. Después de Yalta la zona de Europa que Rusia había ocupado no le podía suministrar reparaciones económicas porque ella misma estaba arruinada. La URSS recurrió pues al saqueo, a arramblar con las industrias que quedaban en Alemania y otros países, para restablecer, aunque sea en parte, su propio equilibrio, mientras extendía su dominio sobre un espacio territorial que le garantizaba que una eventual agresión de los aliados occidentales le costase aproximarse a las fronteras de la URSS.



Las fronteras y zonas de influencia fijadas por Yalta quedaron intocadas hasta 1989, cuando cayó el muro de Berlín y poco después implosionó la Unión Soviética. Durante ese lapso, aunque el mundo conoció muchos conflictos, la situación general entre las grandes potencias se mantuvo estable. Fuera de la crisis de los misiles cubanos en 1963, no se visualizó ninguna posibilidad de choque directo entre los dos términos de la bipolaridad. A partir de la revelación de que el experimento soviético había fracasado, el proyecto imperial estadounidense se explayó con toda su potencia, empequeñeciendo incluso al desaforado proyecto del “Lebensraum” hitleriano. Y ahora, por primera vez, se ha creado una situación de conflicto militar posible entre oriente y occidente en la misma frontera rusa. Si se toma en cuenta esta larga historia y los acontecimientos tremendos que tuvieron lugar en ese curso, se puede comprender mejor la enorme gravedad que reviste hoy el problema ucraniano.



¿Hace falta decir más para discernir la magnitud de los peligros que acechan al momento presente?

Fuente                                     Enrique Lacolla

NOTAS


[i] La línea Curzon fue una frontera provisoria durante la guerra entre Polonia y los bolcheviques, en 1919. Cuando los polacos ganaron esa guerra derrotando al ejército rojo frente a Varsovia, el acuerdo de paz de 1921 les concedió 135.000 kilómetros cuadrados más hacia el este. Como consecuencia del acuerdo nazi soviético, cuando Polonia fue invadida en 1939, los rusos recuperaron ese espacio, pero lo perdieron tras el ataque alemán en 1941. Al terminar la guerra con el triunfo aliado, esa frontera quedó, en la práctica, restablecida.


[ii] Max Hastings: “La guerra de Churchill”, Crítica, Barcelona 2010. El memorándum fue desclasificado recién en 1998, aunque los soviéticos habían tenido casi inmediata noticia de este gracias a la filtración de alguno de sus “topos” instalados en el servicio de inteligencia británico.

viernes, 20 de febrero de 2015

LA POLICÍA DE LAS IDEAS




El pensamiento único "antifascista" 

Jean-François Revel habló hace tiempo de «devoción» para calificar la opinión sobre una idea sólo en función de su conformidad o de su poder de atracción respecto a una ideología dominante. Podríamos añadir que la devoción representa el grado cero del análisis y de la comprensión. Es precisamente porque la devoción domina, por lo que hoy no se refutan las ideas que se denuncian, sino que basta con declararlas inconvenientes o insoportables. La condena moral exime de un análisis de las hipótesis o de los principios bajo el prisma de lo verdadero o de lo falso. Ya no hay ideas justas o falsas, sino ideas apropiadas, en sintonía con el espíritu de nuestro tiempo, e ideas no conformes denunciadas como intolerables. 

Esta actitud se ve aún más reforzada por las obsesiones estratégicas de los actores del buen pensamiento. Poco importa también en este ámbito que una idea sea justa o falsa: lo importante es saber a qué estrategia puede servir, quién recurre a ella y con qué intención. Un libro puede por tanto ser denunciado, aunque su contenido se corresponda con la realidad, con la única excusa de que corre el riesgo de convertir en «aceptables» ideas consideradas intolerables o de favorecer a quienes se quiere hacer callar. Es la nueva versión de la vieja consigna: «¡Que no se desespere Billancourt!» [Exclamación con la que Sartre pretendía que había que camuflar la verdad, no fuese que los obreros de la Renault de Billancour se desesperasen y flaquearan sus ardores revoluiconarios. N. del Trad.]. Ni que decir tiene que, con este enfoque, el lugar donde nos expresamos es más relevante que lo que vayamos a decir: hay lugares autorizados y lugares «no recomendables». Toda crítica se presenta, pues, como una tentativa de descalificación que se obtiene recurriendo a palabras que, en vez de describir una realidad, funcionan como otros tantos signos u operadores de deslegitimación máxima. Nuestros singulares estrategas traicionan así su propio sistema mental, que sólo atribuye un valor a las ideas en la medida en que puedan ser manipuladas. 

En el pasado, este trabajo de deslegitimación se llevó a cabo en detrimento de las familias de pensamiento más diversas —pensemos por ejemplo, en las campañas grotescas en tiempos del macarthismo. Pero actualmente se efectúa sin duda alguna en una única dirección. Se trata de tachar de ilegítimo todo pensamiento, toda teoría, toda construcción intelectual que contradiga la filosofía de la Ilustración que, con todos los matices que se quiera, constituye el soporte en el que se legitiman las sociedades actuales. Para ello, el pensamiento políticamente correcto recurre esencialmente a dos imposturas: el antirracismo y el antifascismo. Diré al respecto algunas palabras.

El racismo es una ideología que postula la desigualdad entre razas o que pretende explicar toda la historia de la humanidad basándose únicamente en el factor racial. Esta ideología no tiene prácticamente ningún defensor hoy en día, pero fingimos creer que está omnipresente, asimilándola la a la xenofobia, a actitudes de rechazo o de desconfianza con respecto al Otro, e incluso a una simple preferencia por la endogamia y la homofiliación. El «racismo» es presentado como la categoría emblemática de un irracionalismo residual, enraizado en la superstición y en el prejuicio, lo que impediría el advenimiento de una sociedad transparente ante sí misma. Esta crítica del «racismo» como irracionalidad fundamental recicla simple y llanamente el cuento de hadas liberal de un mundo prerracional que es la fuente de todo mal social, como lo demostraron hace ya más de medio siglo Adorno y Horkheimer al decir que refleja la ineptitud de la modernidad para enfrentarse al Otro, es decir, a la diferencia y a la singularidad.

Denunciando el «racismo» como una pura irracionalidad, es decir, como categoría no negociable, la Nueva Clase traiciona al mismo tiempo su distanciamiento con respecto a las realidades, pero contribuye también a la neutralización y a la despolitización de los problemas sociales. En efecto, si el «racismo» es esencialmente una «locura» o una «opinión criminal», entonces la lucha contra el racismo tiene mucho que ver con los tribunales y los psiquiatras, pero en cambio no tiene ya nada que ver con la política. Esto permite a la Nueva Clase hacer olvidar que el racismo mismo es una ideología resultante de la modernidad por el triple sesgo del evolucionismo social, del positivismo cientificista y de la teoría del progreso.

El «antifascismo» es una categoría completamente obsoleta en la misma medida en que el «fascismo», al cual pretende oponerse, lo es. La palabra es hoy un cajón de sastre sin ningún contenido preciso. Es un concepto elástico, aplicable a cualquier cosa, empleado sin el menor rigor descriptivo, que llega a declinarse como «fascistizante» e incluso como «fascistoide», lo que permite adaptarlo a todos los casos. Leo Strauss hablaba ya de Reductio ad Hitlerum para calificar esta forma puramente polémica de desacreditar. La manera en la que hoy en día cualquier pensamiento no conforme es tachado de «fascista» por parte de censores que a duras penas podrían ellos mismos definir lo que entienden por ese término, forma parte de la misma estrategia discursiva.

«Hay una forma de political correctness típicamente europea que consiste en ver fascistas por todas partes», observa sobre este punto Alain Finkielkraut. «Se ha convertido en un procedimiento habitual, para una cohorte de plumíferos delatores —añade Jean-François Revel—, el arrojar al nazismo y al revisionismo a todo individuo al que quieren ensuciar la reputación.» Se pueden observar las consecuencias de ello todos los días. El más nimio incidente de la vida política francesa se juzga hoy bajo el prisma del «fascismo» o de la Ocupación. Vichy «se vuelve una referencia obsesiva» y se convierte en un fantasma que permite mantener un psicodrama permanente y, dado que se prefiere el «deber de memoria» al deber de verdad, se apela regularmente a esta memoria para justificar las comparaciones más dudosas o las asimilaciones más grotescas.

Esta sempiterna incriminación del fascismo –escribe Jean-François Revel-, cuya desmesura es tan chocante que ridiculiza a sus autores en lugar de desacreditar a sus víctimas, revela el móvil oculto de lo políticamente correcto. Esta perversión sirve de sustituto a los censores a los que dejó huérfanos la pérdida de ese incomparable instrumento de tiranía espiritual que era el evangelio marxista.

Revelador a estos efectos es el desencadenamiento de hostilidades provocado por la explotación de los archivos del Kremlin, la cual empezó a provocar el desmoronamiento de algunas estatuas de “héroes” legendarios. Igualmente revelador resulta observar de qué manera la simple constatación de que el sistema comunista acabó con la vida de más personas que ningún otro sistema de la historia —¡cien millones de muertos!— suscita hoy virtuosas indignaciones en los medios que «hacen todo por ocultar la magnitud de la catástrofe», como si dicha constatación equivaliera a banalizar los crímenes nazis que no son por definición comparables con nada, como si el horror de los crímenes del comunismo pudiera atenuarse por la supuesta pureza de sus intenciones primeras, como si los dos grandes sistemas totalitarios, cuya rivalidad-complementareidad caracterizó el siglo XX, no se inscribiesen en una relación fuera de la cual se convierten el uno y el otro en ininteligibles, como si, en definitiva, algunos muertos pesaran más que otros.

Pero hay que subrayar también que el «antifascismo» contemporáneo —que parafraseando a Joseph de Maistre podríamos calificar no como lo contrario al fascismo sino como el fascismo en sentido contrario— ha cambiado totalmente de naturaleza. En los años treinta, el tema del «antifascismo», explotado por Stalin al margen de la lucha auténtica contra el verdadero fascismo, servía a los partidos comunistas para cuestionar la sociedad capitalista burguesa, acusada de servir de caldo de cultivo al totalitarismo. Se trataba de mostrar entonces que las democracias liberales y los «social-traidores» eran objetivamente aliados potenciales del fascismo. Ahora bien, actualmente, es exactamente lo contrario. Hoy, el «antifascismo» sirve ante todo de coartada a los que se han sumado al pensamiento único y al sistema en vigor. Habiendo abandonado toda actitud crítica, habiendo sucumbido a las ventajas de una sociedad que les ofrecía prebendas y privilegios, quieren, abrazando la retórica «antifascista», dar la impresión (o hacerse ilusiones) de haber permanecido fieles a ellos mismos. En otros términos, la postura «antifascista» permite que el Arrepentido, figura central de nuestro tiempo, haga olvidar sus retractaciones empleando un eslogan comodín que no deja de ser un lugar común. Ayer, herramienta estratégica con la que se atacaba el capitalismo mercantilista, el «antifascismo» se ha convertido en un mero discurso a su servicio. Así, mientras que las fuerzas de contestación potenciales se movilizan prioritariamente contra un fascismo fantasma, la Nueva Clase que ejerce la realidad del poder puede dormir a pierna suelta. Haciendo referencia a un valor que no solamente no supone ya una amenaza para la sociedad vigente, sino que, al contrario, la afirma en lo que es, nuestros «antifascismos» modernos se han convertido en sus perros guardianes.

Es tan cierto que para los políticos la denuncia del «fascismo» es hoy día una excelente forma de rehacerse una reputación. Los más corruptos usan y abusan de ella para minimizar la importancia de sus malversaciones. Si el «fascismo» es el mal absoluto, y ellos lo denuncian, eso significa que no son totalmente malos. Facturas falsas, promesas electorales incumplidas, chanchullos y corrupciones de toda índole se convierten en faltas lamentables pero, en resumidas cuentas, secundarias en relación a lo peor. 

Pero no solamente la izquierda o los políticos necesitan un «fascismo» inexistente que encarna el mal absoluto. También toda la modernidad en declive necesita una bestia negra que le permita hacer aceptables las patologías sociales que ella misma ha engendrado, bajo el pretexto de que por muy mal que vayan hoy las cosas, nunca tendrán punto de comparación con las que acaecieron en el pasado.

La modernidad se legitima así por medio de un fantasma del que, paradójicamente, se nos dice a la vez que es «único» y que puede regresar en cualquier momento. Confrontada a su propio vacío, confrontada al fracaso trágico de su proyecto inicial de liberación humana, confrontada a la contra-productividad que genera por doquier, confrontada a la pérdida de referentes y de sinsentidos generalizados, confrontada al nihilismo, confrontada al hecho de que el hombre se vuelve cada vez más inútil a partir del momento en que se proclaman sus derechos en abstracto, a la modernidad no le queda otro recurso que desviar la atención, es decir, esgrimir peligros inexistentes para impedir que se tome conciencia de los verdaderos. El recurso al «mal absoluto» funciona entonces como un medio prodigioso de hacer aceptar los males a los cuales nuestros contemporáneos se enfrentan en su vida cotidiana, males que, en comparación a este mal absoluto, se convierten en contingentes, relativos y, en última instancia, accesorios. La oposición exacerbada a los totalitarismos de ayer, la interminable machaconería acerca del pasado, impiden analizar los males del presente y los peligros del futuro, al mismo tiempo que nos hacen entrar con una fuerte rémora en el siglo XXI, con un ojo fijado en el retrovisor.

Sería por tanto un error creer que el «antifascismo» actual no representa nada. Por el contrario, supone una legitimación negativa fundamental para una sociedad que no tiene ya nada positivo que incluir en su balance. El «antifascismo» crea la identidad de una Nueva Clase que no puede existir sino invocando el espantajo de lo peor para no ser reducida a su propia vacuidad. De la misma manera que algunos no encuentran su identidad más que en la denuncia de los emigrantes, la Nueva Clase únicamente encuentra la suya en la denuncia virtuosa de un mal absoluto, cuya sombra oculta su vacío ideológico, su ausencia de referentes, su indigencia intelectual, en definitiva, que simplemente, ya no tiene nada más que aportar, ni análisis originales, ni soluciones que proponer.

Por tanto, resulta vital para el núcleo duro de los biempensantes prohibir todo cuestionamiento de los principios fundamentales que constituyen su suporte de legitimidad. Para que las cosas fueran de otra manera sería necesario que la ideología dominante aceptara cuestionarse. Pero no lo consentirá, ya que comparte la convicción con la mayor parte de las grandes ideologías mesiánicas de que si las cosas van mal, si no se alcanza el éxito previsto, no es nunca porque los principios fueran malos, sino por el contrario, porque no han sido suficientemente aplicados. Ayer nos dijeron que si el comunismo no había alcanzado el paraíso en la tierra era porque aún no había eliminado un número suficiente de opositores. Hoy nos dicen que si el neoliberalismo está en crisis, si el proceso de mundialización conlleva desórdenes sociales, es porque todavía existen demasiadas trabas que obstaculizan el buen funcionamiento del mercado.

Para explicar el fracaso del proyecto —o para alcanzar el objetivo buscado—, hace falta pues un chivo expiatorio. Hace falta que haya oposito-res no conformes, elementos desviados o disidentes: ayer, los judíos, los masones, los leprosos o los jesuitas. Hoy los supuestos «fascistas» o «racistas». Estos desviados son percibidos como elementos perturbadores, molestos, que obstaculizan el advenimiento de una sociedad racional de la que es preciso purgar el cuerpo social por medio de una acción profiláctica apropiada. Si por ejemplo existe hoy en Francia xenofobia, no es debida en ningún caso a una política de inmigración mal controlada, sino a la existencia de «racismo» en el cuerpo social. En una sociedad cuyos componentes son cada vez más heterogéneos, se hace esencial establecer una especie de religión civil designando un chivo expiatorio. La execración compartida sirve entonces de nexo, mientras que la lucha contra un enemigo, aunque sólo sea un mero espejismo, permite mantener una apariencia de unidad.

Pero existe además otra ventaja de la denuncia moral. Y es que contra el «mal absoluto», todos los medios son válidos. La demonización, en efecto, no tiene solamente como consecuencia la despolitización de los conflictos, sino que ocasiona, asimismo, la criminalización del adversario. Éste se convierte en un enemigo absoluto al que hay que erradicar por todos los medios existentes. Se entra entonces en una especie de guerra total —y tanto es así, que se pretende llevarla a cabo en nombre de la humanidad. Luchar en nombre de la humanidad lleva a colocar a sus adversarios fuera de la humanidad, es decir, a practicar la negación de la humanidad. Desde esta perspectiva, la apología del asesinato y el llamamiento al linchamiento se encuentran también justificados.

Por último, lo que hay que señalar, es que las etiquetas descalificadoras manejadas hoy día en nombre de lo políticamente correcto no son nunca etiquetas reivindicadas, sino etiquetas atribuidas. Contrariamente a lo que sucedía en los años treinta, cuando los comunistas y los fascistas reivindicaban abiertamente sus respectivas denominaciones, hoy nadie reivindica los calificativos de “fascista” y de “racista”. Su adscripción no tiene pues un valor objetivo, informativo o descriptivo, sino un valor puramente subjetivo, estratégico o polémico. El problema que se plantea es saber cuál es la legitimidad de su atribución. Como esta legitimación está siempre por probar, se deduce que la “prueba” se deriva de la posibilidad misma de la atribución.

La psicoanalista Fethi Benslama escribió que “hoy día el fascismo ya no es un bloque, una entidad fácilmente identificable encarnada en un sistema, en un discurso, en una organización que se puede delimitar” sino que “más bien reviste formas fragmentarias y difusas dentro del conjunto de la sociedad [...], de forma tal que nadie está al amparo de una concepción del mundo, al resguardo de esta desfiguración del otro que lo hace surgir como un cuerpo bullicioso, gozoso, expandido secretamente por todas partes”. Tales declaraciones son reveladoras: si el fascismo está “secretamente expandido por todas partes”, el “antifascismo” puede evidentemente acusar a cualquiera. El problema es que la idea según la cual el mal está por todas partes es la premisa de toda inquisición y, asimismo, la premisa sobre la que se sostiene la paranoia conspirativa tal como inspiró en el pasado las cazas de brujas y las apologías de los Protocolos de los Sabios de Sión. Así como los antisemitas ven judíos por todas partes, los nuevos inquisidores ven «fascistas» por todas partes. Y como la máxima astucia del diablo es hacer creer que no existe, las protestas nunca son escuchadas. Como colofón, un psicoanalista de pacotilla se permite interpretar la negación o el rechazo indignado al intento de endosarnos el uniforme que con tanta complacencia nos ofrecen, como tantas otras confirmaciones suplementarias: el rechazo a confesar es la mejor prueba de que se es culpable. 

«Un hombre no es lo que esconde, sino lo que hace», decía André Malraux. Creyendo que el «fascismo» está por todas partes, es decir en ninguna parte, la nueva inquisición afirma por el contrario que los hombres son ante todo lo que esconden —y que pretende descubrirlo. Se vanagloria de ver más allá de las apariencias y de leer entre líneas, para mejor «confundir» y «desenmascarar». De manera que la presunción de culpabilidad no conoce ningún límite. Se descifra, se descodifica, se detecta lo no dicho. Hablando claro, se denuncia a los autores, no tanto por lo que escriben, sino por lo que no han escrito y que se supone pretendieron escribir. No se boicotea el contenido de sus libros, contenido que nunca es tomado en consideración, sino las intenciones que se cree adivinar. La policía de las ideas se convierte entonces en la policía de las segundas intenciones.


Fuente                                     Alain de Benoist
elmanifiesto

                Leer+ ELEMENTOS Nº 88

jueves, 19 de febrero de 2015

LA TERCERA FUERZA POLÍTICA GRIEGA



Los 389.000 motivos de la clase obrera griega para votar a Amanecer Dorado


Amanecer Dorado no pierde ocasión para demostrar poder de convocatoria. El sábado, unas 2.000 personas respondieron a su llamada para conmemorar en el centro de Atenas el decimonoveno aniversario del incidente de Imia. Se trata de una roca en medio del mar Egeo ­sin categoría de isla y deshabitada, pero reclamada como propia por griegos y turcos, donde murieron tres soldados helenos en 1996 durante una misión de reconocimiento mientras identificaban una embarcación turca.
En Grecia, los nacionalistas siguen manteniendo que fue el ejército enemigo el que derribó la aeronave, aunque la verdad es que los hechos nunca llegaron a aclararse. Sigue siendo un asunto sensible. Sin ir más lejos, el nuevo ministro de Defensa, el líder de Griegos Independientes, Panos Kammenos, se acercó a la isla a lanzar una corona de flores hace unos días.
Pero los hay más radicales, como los concentrados el sábado por el partido de extrema derecha, que no dudan en calificar al Gobierno de entonces (­que decidió dar carpetazo al asunto para evitar una crisis diplomática o una guerra)­ como "traidor" a la patria.
Ha sido la primera salida a la calle de Amanecer Dorado tras su éxito en las elecciones de hace una semana. Consiguió 389.000 votos, un 6,28% del censo, y, lo que es más importante, se convirtió en la tercera fuerza política del país. Quizá por eso se personaron representantes de partidos del mismo signo procedentes de diversos puntos de Europa: el NPD alemán, el Frente Nacional francés y el italiano Liga Norte, entre otros. La derecha extrema, que vive sin duda un momento dulce en todo el continente, tiene en este país un ejemplo de resiliencia. 
Además de la demonización por parte del resto de partidos y el ostracismo en los medios, Amanecer Dorado se enfrentaba a un problema añadido para hacer campaña de cara al 25 de enero: la mayor parte de su cúpula está en prisión, acusada de pertenencia a banda criminal.
Campaña desde la cárcel
El exmilitar Nikos Mijaloiakos, líder máximo del partido, consiguió filtrar un mensaje telefónico desde el penal el día después de las elecciones. Corrió como la pólvora en las redes sociales y desembocó en los medios. Básicamente se jactaba: "Nos han intentado detener, pero no lo han conseguido, somos el tercer partido". 
Mijaloiakos, como otras preeminentes figuras de Amanecer Dorado, lleva encerrado desde 2013 y ha resultado reelegido en estos comicios. Una mezcla de proteccionismo, anticapitalismo, racismo y nacionalismo atrae, tras siete años de crisis, a muchos votantes, que han hecho que 17 de los miembros de la fuerza de extrema derecha se sienten en el Parlamento. 
Ya se sentaba en él y tiene mandato renovado Ilías Kasidiaris, considerado el "ala joven" del partido, con un innegable carisma entre sus  seguidores. También él se encuentra, como su jefe, en Koridialós, la más simbólica de las prisiones griegas y donde durante muchos años cumplieron condena, además de presos comunes, los condenados por terrorismo. También Kasidiaris consiguió grabar un mensaje durante la campaña que fue reproducido en un mitin en el este de Atenas: "Amanecer Dorado está escribiendo la historia moderna de Grecia y seremos los vencedores. Patria, Honor, Amanecer Dorado", se podía oír por los altavoces.
Déspina Sveroni, una de las candidatas, hablaba ayer de las encarcelaciones de sus compañeros en entrevista con El Confidencial. "Hay una falta de liderazgo político, antes y ahora. Por eso los dirigentes han encerrado a los diputados de Amanecer Dorado, que son la única voz de la resistencia". Los miembros de Amanecer Dorado se enfrentan a cargos que van desde la organización de redadas violentas contra inmigrantes hasta la responsabilidad indirecta en el asesinato del rapero Pavlos Fyssas en septiembre de 2013, apuñalado en el corazón por un simpatizante del partido. 

La conmoción social por esta muerte dio lugar a un cerco policial y del Estado contra Amanecer Dorado. La ley metió entre rejas a los dirigentes, pero no detuvo los votos. Si finalmente fueran absueltos, se podrían encontrar en los pasillos con los dirigentes de Nueva Democracia, a los que acusan de lo que califican como "caza de brujas".
El apoyo a Amanecer Dorado empieza a nivel local
¿Cómo una fuerza como esta construye una red de apoyo y se convierte en la tercera más importante del panorama político? Una respuesta la hayamos a nivel de los barrios. En el centro de Atenas, por ejemplo, hay jubilados ­reticentes y temerosos ante la llegada masiva de inmigrantes­ llaman a las oficinas del partido pidiendo una “patrulla” que les acompañe al cajero a retirar su pensión
Un par de fornidos miembros del partido escoltarán al anciano a recoger su dinero. Esta confrontación griegos contra extranjeros es una bendición para Amanecer Dorado. Kasidiaris, que tiene entre otros símbolos una esvástica tatuada en el cuerpo, obtuvo un sorprendente 12,6% de los votos en las elecciones para alcalde de Atenas. 
En el cuarto distrito de la capital, Amanecer Dorado obtuvo un 20,6% de los votos, fue el primer partido. En el sexto distrito fue segundo. Tanto el cuarto como el sexto distritos agrupan barrios muy humildes y muy envejecidos. Y por lo barato de la vivienda allí, barrios que atraen mucha inmigración. Aunque también es cierto que el acomodado Kolonaki dio a Amanecer Dorado un 13,7% de los votos. 
La extrema derecha obtuvo en las últimas elecciones locales 26 consejeros regionales en 12 regiones y 14 concejales en nueve ciudades, incluidos cuatro en Atenas. La plaza de Omonia es uno de esos lugares céntricos de alta inmigración, caladero de votos de Amanecer Dorado. Gina Dimopulu, candidata en el primer distrito, vive allí "desde siempre" y es votante del partido desde cuando apenas tenía apoyo. 
Acepta hablar a cambio de no entrar en temas de ideario de partido: "Conocía Amanecer Dorado desde antes de que creciera tanto. He estado en mítines del partido desde hace diez años. Me emocionaba el interés de algunas personas, por su amor a su país, su la religión y a la familia". “Nación, religión y familia” era el lema de la dictadura de los coroneles, que cayó en 1974 con la restauración de la democracia, pero ella evita hacer alusiones.
El partido por el que es candidata “ha puesto al ciudadano griego y a sus problemas cotidianos como una prioridad, como un asunto nacional", asegura. "Estos mítines me llenaban como ciudadana", dice. "Y en este momento el centro de Atenas está muerto. El gran problema empezó un año y medio después de los Juegos Olímpicos (2005) y creo que las posiciones de Amanecer Dorado para resolver los problemas son las correctas", concluye.
Entre el programa del partido se encuentra una lista de doce puntos que van desde la "purificación política" al fin del memorándum, pasando por la bajada de impuestos y un subsidio a las familias numerosas. También, por supuesto, la expulsión de los inmigrantes ilegales y la implantación de la doctrina de "los griegos primero".
Preguntamos a Dimopulu por qué decidió dar el paso y presentarse a las elecciones: "Es lo menos que podía hacer para apoyar como podía el esfuerzo de Amanecer Dorado. Creo que fue un honor estar en sus listas. Nuestros problemas son fundamentalmente la inmigración y la política interior y exterior, no creo que este Gobierno pueda resolverlos porque las posiciones de Syriza, especialmente en inmigración, son muy conocidas". 
Syriza propone una serie de regulaciones controladas de inmigrantes. Algunos de estos, a pesar de haber nacido en Grecia, no poseen la nacionalidad. Aunque el alcance de estas medidas que el recién formado Ejecutivo lleva en su  programa sólo se conocerá una vez plasmadas en el papel.
El lado anticapitalista que seduce a la clase obrera
Uno de los tabúes que atenaza a la izquierda europea es el indudable poder de seducción de la extrema derecha entre los trabajadores. En Francia, el Frente Nacional lucha con el Frente de Izquierda por el voto obrero. En Grecia el aumento constante en número de votos de Amanecer Dorado desde las elecciones nacionales de 2012 pasando por las europeas no se explica sin la crisis y el enorme paro que deja a tantas familias trabajadoras en la precariedad. 
El apoyo que cosecha, sobre todo en las zonas de clase obrera, ha sido imparable, aunque ahora ha quedado frenado por el ascenso de Syriza. ¿Puede un votante de Syriza pasar a Amanecer Dorado y viceversa? La respuesta es que, a pesar del abismo que les separa en temas sociales, Amanecer Dorado apoya medidas anticapitalistas como el fin de las privatizaciones iniciado por Tsipras y el acercamiento con Rusia y China como el que ha esbozado Syriza. 
Esto último, de hecho, Amanecer Dorado lo lleva escrito en su programa de este modo: "Giro geoestratégico hacia Rusia y China, apertura a los mercados de los dos países". El partido ultraderechista se apoya en los movimientos de base como en el reparto de alimentos "sólo para griegos" al que acudía fundamentalmente gente humilde
Con ello consiguieron aumentar su base electoral entre un electorado que se sentía de izquierda, pero también abandonado por los partidos de su sensibilidad. Ante la despreocupación de los grandes, Mijaloiakos consiguió atraer a un perfil de votante que, si las condiciones económicas fueran mejores, no les apoyaría.
Idolatría al fascismo que resistió al fascismo
La simbología céltica de Amanecer Dorado, el aire marcial de sus marchas con un aire a las de Núremberg, la rigidez de los discursos de sus dirigentes, la estética “cabeza rapada” de algunos de sus miembros más agresivos... son una mezcla de los regímenes autoritarios del pasado y los movimientos antisistema. El escudo del partido se parece a una esvástica nazi, aunque los miembros intenten desmentir cualquier similitud de ese tipo. 

Pero, al mismo tiempo, reclaman una compensación a "los tiburones alemanes" resultado de la ocupación del Eje­ durante la Segunda Guerra Mundial, una indemnización que calculan en torno a los 500.000 millones de euros y que "solamente un Gobierno nacionalista tendría agallas de reclamar". La petición de una compensación por la ocupación, por cierto, también se pide desde las filas de Syriza.

¿Estética fascista y reclamación por la ocupación fascista

Sí, Amanecer Dorado trata de cuadrar el círculo reclamando este dinero y al mismo tiempo copiando el ideario nacionalsocialista que admira. ¿Cómo es posible? Por su historia, Grecia podría parecer un lugar inmune a la eclosión de un movimiento o partido similar. La ocupación fue brutal, especialmente en la zona alemana, y esto debería crear un rechazo automático a cualquiera que agitara una bandera remotamente similar a la nacionalsocialista. 
Pero la realidad es más compleja. En 1941, cuando los alemanes desplegaron su temida blitzkrieg para ayudar a los italianos de Mussolini (­que habían fracasado en sus operaciones de conquista ante el Ejército griego),­ lo que derrocaron no fue una democracia, sino un Gobierno fascista, el del militar Ioannis Metaxás. Por tanto, la ultraderecha griega vive actualmente con la admiración a la resistencia contra la ocupación de los nazis y a la ideología fascista a la vez. 
Las masacres llevadas a cabo por los alemanes en territorio heleno, ­entre ellas la tristemente célebre operación de deportación y asesinato de judíos en Salónica, son una herida permanente en la historia de Grecia, aunque una herida que miles de personas están dispuestas a olvidar tras siete años de crisis en los que han visto cómo su orgullo nacional se devaluaba al ritmo marcado por las agencias de calificación, los mercados y la troika.

Fuente                                           Oscar Valero
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