Un fragmento de “Sobre la violencia”, un texto de Hannah Arendt
Me propongo suscitar ahora la cuestión
de la violencia en el terreno político. No es fácil. Lo que Sorel
escribió hace sesenta años, “los problemas de la violencia siguen siendo
muy oscuros” es tan cierto ahora como lo era entonces. He mencionado la
repugnancia general a tratar a la violencia como a un fenómeno por
derecho propio y debo ahora precisar esta afirmación.
Si comenzamos una discusión sobre el
fenómeno del poder, descubrimos pronto que existe un acuerdo entre todos
los teóricos políticos, de la Izquierda a la Derecha, según el cual la
violencia no es sino la más flagrante manifestación de poder. “Toda la
política es una lucha por el poder; el último género de poder es la
violencia”, ha dicho C. Wright Mills, haciéndose eco de la definición
del Estado de Max Weber: “El dominio de los hombres sobre los hombres
basado en los medios de la violencia legitimada, es decir, supuestamente
legitimada”. Esta coincidencia resulta muy extraña, porque equiparar el
poder político con “la organización de la violencia” sólo tiene sentido
si uno acepta la idea marxista del Estado como instrumento de opresión
de la clase dominante. Vamos por eso a estudiar a los autores que no
creen que el cuerpo político, sus leyes e instituciones, sean
simplemente superestructuras coactivas, manifestaciones secundarias de
fuerzas subyacentes. Vamos a estudiar, por ejemplo, a Bertrand de
Touvenel, cuyo libro Sobre el poder es quizá el más prestigioso
y, en cualquier caso, el más interesante de los tratados recientes sobre
el tema. “Para quien —escribe— contempla el despliegue de las épocas la
guerra se presenta a sí misma como una actividad de los Estados que
pertenece a su esencia”. Esto puede inducirnos a preguntar si el final
de la actividad bélica significaría el final de los Estados. ¿Acarrearía
la desaparición de la violencia, en las relaciones entre los Estados,
el final del poder?
La respuesta, parece, dependerá de lo
que entendamos por poder. Y el poder resulta ser un instrumento de mando
mientras que el mando, nos han dicho, debe su existencia “al instinto
de dominación”. Recordamos inmediatamente lo que Sartre afirmaba sobre
la violencia cuando leemos en Jouvenel que “un hombre se siente
más hombre cuando se impone a sí mismo y convierte a otros en
instrumentos de su voluntad”, lo que le proporciona “incomparable
placer”. “El poder —decía Voltaire— consiste en hacer que otros actúen
como yo decida”; está presente cuando yo tengo la posibilidad “de
afirmar mi propia voluntad contra la resistencia” de los demás, dice Max
Weber, recordándonos la definición de Clausewitz de la guerra como “un
acto de violencia para obligar al oponente a hacer lo que queremos que
haga”. El término, como ha dicho Strausz-Hupé, significa “el poder del
hombre sobre el hombre”. Volviendo a Jouvenel, es “Mandar y ser
obedecido: sin lo cual no hay Poder, y no precisa de ningún otro
atributo para existir […] La cosa sin la cual no puede ser: que la
esencia es el mando”*. Si la esencia del poder es la eficacia del mando,
entonces no hay poder más grande que el que emana del cañón de un arma,
y sería difícil decir en “qué forma difiere la orden dada por un
policía de la orden dada por un pistolero”. (Son citas de la importante
obra The Notion of the State, de Alexandre Passerin d’Entréves,
el único autor que yo conozco que es consciente de la importancia de la
distinción entre violencia y poder. “Tenemos que decidir si, y en qué
sentido, puede el ‘poder’ distinguirse de la ‘fuerza’ para averiguar
cómo el hecho de utilizar la fuerza conforme a la ley cambia la calidad
de la fuerza en sí misma y nos presenta una imagen enteramente diferente
de las relaciones humanas”, dado que la “fuerza, por el simple hecho de
ser calificada, deja de ser fuerza”. Pero ni siquiera esta distinción,
con mucho la más compleja y meditada de las que caben hallarse sobre el
tema, alcanza a la raíz del tema.
El poder, en el concepto de Passerin
d’Entréves, es una fuerza “calificada” o “institucionalizada”. En otras
palabras, mientras los autores más arriba citados definen a la violencia
como la más flamante manifestación de poder, Passerin d’Entréves define
al poder como un tipo de violencia mitigada. En su análisis final llega
a los mismos resultados. ¿Deben coincidir todos los autores, de la
Derecha a la Izquierda, de Bertrand de Jouvenel a Mao Tse-Tung, en un
punto tan básico de la filosofía política como es la naturaleza del
poder?
En términos de nuestras tradiciones de
pensamiento político estas definiciones tienen mucho a su favor. No sólo
se derivan de la antigua noción del poder absoluto que acompañó a la
aparición de la Nación-Estado soberana europea, cuyos primeros y más
importantes portavoces fueron Jean Bodin, en la Francia del siglo XVI, y
Thomas Hobbes en la Inglaterra del siglo XVII, sino que también
coinciden con los términos empleados desde la antigüedad griega para
definir las formas de gobierno como el dominio del hombre sobre el
hombre —de uno o de unos pocos en la monarquía y en la oligarquía, de
los mejores o de muchos en la aristocracia y en la democracia—. Hoy
debemos añadir la última y quizá más formidable forma de semejante
dominio: la burocracia o dominio de un complejo sistema de oficinas en
donde no cabe hacer responsables a los hombres, ni a uno ni a los
mejores, ni a pocos ni a muchos, y que podría ser adecuadamente definida
como el dominio de Nadie. (Si, conforme el pensamiento político
tradicional, identificamos la tiranía como el Gobierno que no está
obligado a dar cuenta de sí mismo, el dominio de Nadie es claramente el
más tiránico de todos, pues no existe precisamente nadie al que pueda
preguntarse por lo que se está haciendo. Es este estado de cosas, que
hace imposible la localización de la responsabilidad y la identificación
del enemigo, una de las causas más poderosas de la actual y rebelde
intranquilidad difundida por todo el mundo, de su caótica naturaleza y
de su peligrosa tendencia a escapar a todo control, al enloquecimiento).
Además, este antiguo vocabulario es
extrañamente confirmado y fortificado por la adición de la tradición
hebreo-cristiana y de su “imperativo concepto de la ley”. Este concepto
no fue inventado por “políticos realistas” sino que es más bien el
resultado de una generalización muy anterior y casi automática de los
“Mandamientos” de Dios, según la cual “la simple relación del mando y de
la obediencia “bastaba para identificar la esencia de la ley.
Finalmente, convicciones científicas y filosóficas más modernas respecto
de la naturaleza del hombre han reforzado aún más estas tradiciones
legales y políticas. Los abundantes y recientes descubrimientos de un
instinto innato de dominación y de una innata agresividad del animal
humano fueron precedidos por declaraciones filosóficas muy similares.
Según John Stuart Mill, “la primera lección de civilización [es] la de
la obediencia”, y él habla de “los dos estados de inclinaciones […] una
es el deseo de ejercer poder sobre los demás; la otra […] la aversión a
que el poder sea ejercido sobre uno mismo”. Si confiáramos en nuestras
propias experiencias sobre estas cuestiones, deberíamos saber que el
instinto de sumisión, un ardiente deseo de obedecer y de ser dominado
por un hombre fuerte, es por lo menos tan prominente en la psicología
humana como el deseo de poder, y, políticamente, resulta quizá más
relevante.
El antiguo adagio “Cuan apto es para
mandar quien puede tan bien obedecer”, que en diferentes versiones ha
sido conocido en todos los siglos y en todas las naciones puede denotar
una verdad psicológica: la de que la voluntad de poder y la voluntad de
sumisión se hallan interconectadas. La “pronta sumisión a la tiranía”,
por emplear una vez más las palabras de Mili, no está en manera alguna
siempre causada por una “extremada pasividad”. Recíprocamente, una
fuerte aversión a obedecer viene acompañada a menudo por una aversión
igualmente fuerte a dominar y a mandar. Históricamente hablando, la
antigua institución de la economía de la esclavitud sería inexplicable
sobre la base de la psicología de Mili. Su fin expreso era liberar a los
ciudadanos de la carga de los asuntos domésticos y permitirles
participar en la vida pública de la comunidad, donde todos eran iguales;
si fuera cierto que nada es más agradable que dar órdenes y dominar a
otros, cada dueño de una casa jamás habría abandonado su hogar.
Sin embargo, existe otra tradición y
otro vocabulario, no menos antiguos y no menos acreditados por el
tiempo. Cuando la Ciudad-Estado ateniense llamó a su constitución una isonomía o cuando los romanos hablaban de la civitas
como de su forma de gobierno, pensaban en un concepto del poder y de la
ley cuya esencia no se basaba en la relación mando-obediencia. Hacia
estos ejemplos se volvieron los hombres de las revoluciones del siglo
XVIII cuando escudriñaron los archivos de la antigüedad y constituyeron
una forma de gobierno, una república, en la que el dominio de la ley,
basándose en el poder del pueblo, pondría fin al dominio del hombre
sobre el hombre, al que consideraron un “gobierno adecuado para
esclavos”. También ellos, desgraciadamente, continuaron hablando de
obediencia: obediencia a las leyes en vez de a los hombres; pero lo que
querían significar realmente era el apoyo a las leyes a las que la
ciudadanía había otorgado su consentimiento. Semejante apoyo nunca es
indiscutible y por lo que a su formalidad se refiere jamás puede
compararse con la “indiscutible obediencia” que puede exigir un acto de
violencia —la obediencia con la que puede contar un delincuente cuando
me arrebata la cartera con la ayuda de un cuchillo o cuando roba a un
banco con la ayuda de una pistola—. Es el apoyo del pueblo el que presta
poder a las instituciones de un país y este apoyo no es nada más que la
prolongación del asentimiento que, para empezar, determinó la
existencia de las leyes.
Se supone que bajo las condiciones de un
Gobierno representativo el pueblo domina a quienes le gobiernan. Todas
las instituciones políticas son manifestaciones y materializaciones de
poder; se petrifican y decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo
deja de apoyarlas. Esto es lo que Madison quería significar cuando decía
que “todos los Gobiernos descansan en la opinión” no menos cierta para
las diferentes formas de monarquía como para las democracias (“Suponer
que el dominio de la mayoría funciona sólo en la democracia es una
fantástica ilusión”, como señala Jouvenel: “El rey, que no es sino un
individuo solitario, se halla más necesitado del apoyo general de la
Sociedad que cualquier otra forma de Gobierno”. Incluso el tirano, el
que manda contra todos, necesita colaboradores en el asunto de la
violencia aunque su número pueda ser más bien reducido). Sin embargo, la
fuerza de la opinión, esto es, el poder del Gobierno, depende del
número; se halla “en proporción con el número de los que con él están
asociados” y la tiranía, como descubrió Montesquieu, es por eso la más
violenta y menos poderosa de las formas de Gobierno. Una de las
distinciones más obvias entre poder y violencia es que el poder siempre
precisa el número, mientras que 1a violencia, hasta cierto punto, puede
prescindir del número porque descansa en sus instrumentos. Un dominio
mayontario legalmente restringido, es decir, una democracia sin
constitución, puede resultar muy formidable en la supresión de los
derechos de las minorías y muy efectiva en el ahogo del disentimiento
sin empleo alguno de la violencia. Pero esto no significa que la
violencia y el poder sean iguales.
Fuente Hannah Arendt
* Escojo mis ejemplos al azar dado que
difícilmente importa el autor que se elija. Sólo ocasionalmente se puede
escuchar una voz que disiente. Así, R. M. Mclver declara: “El poder
coactivo es un criterio del Estado pero no constituye su esencia […] Es
cierto que no existe Estado allí donde no hay una fuerza abrumadora […]
Pero el ejercicio de la fuerza no hace un Estado” (en The Modern State,
Londres, 1926, pp. 222-225). Puede advertirse cuan fuerte es esta
tradición en los intentos de Rousseau para escapar a ella. Buscando un
Gobierno de no-dominación, no consigue nada mejor que “une forme de association […] par laquelle chacun s’unissantá tous nobéisse pourtant qu’á luitnéme”. El énfasis puesto en la obediencia, y por ello en el manilo, permanece inalterado.
***
Algunas de las referencias citadas en el texto:
– Georges Sorel, Reflections on Violence, “Introduction to the First Publication” (1906).
– Max Weber, Politics as a Vocation (1921).
– Bertrand de Jouvenel, Power: The Natural History of Its Growth (1945).
– Karl von Clausewitz, On War (1832)
– Alessandro Passerin d’Entrèves, The Notion of the State, An Introduction to Political Theory (1962) - Considerations on Representative Government (1861)
– Georges Sorel, Reflections on Violence, “Introduction to the First Publication” (1906).
– Max Weber, Politics as a Vocation (1921).
– Bertrand de Jouvenel, Power: The Natural History of Its Growth (1945).
– Karl von Clausewitz, On War (1832)
– Alessandro Passerin d’Entrèves, The Notion of the State, An Introduction to Political Theory (1962) - Considerations on Representative Government (1861)
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