El cine como arma de control social
Las películas y otras producciones se
hacen no por amor al arte sino para obtener beneficio económico y, lo
que es más importante aún, para promover los intereses ideológicos.
El archicomentado Papa Francisco
ha hablado recientemente del relativismo moral que cunde en los “países
ricos”. Naturalmente, el Papa considera esta cuestión como una
enfermedad moral, en sintonía con lo que viene diciendo desde hace ya
mucho la Iglesia Católica.
A mi se me ocurre, que no es solo el
relativismo moral lo que nos enferma, sino la mentira pura y simple,
instrumentalizada a menudo como herramienta al servicio del poder y del
control social.
Precisamente, una de las herramientas más empleadas en
tan siniestra tarea es el cine. Por ejemplo, todos recordamos como una
parte de nuestras vidas el rugido del león de la Metro Goldwyn Mayer. En
la célebre secuencia que abre tantas y tantas películas, sobre el
animal aparece el lema “AGA”, iniciales de “Ars Gratia Artis”, que
significa “el Arte por amor al Arte”. En teoría, este lema pretende
indicar que las películas de Holywood están hechas – o al menos deberían
estarlo- exclusivamente por amor al arte y para promover la cultura.
Sin embargo, de hecho este lema
constituye una apabullante mentira. Las películas y otras producciones
para la televisión realizadas en Hollywood se hacen no por amor al arte
sino, en primer lugar, para obtener beneficio económico y, lo que es más
importante aún, para promover los intereses ideológicos y los objetivos
de aquellos que controlan Hollywood. El asunto adopta su aspecto más
siniestro cuando se considera que las películas y series de Hollywood
están pensadas para llegar al mayor número de personas y para abarcar
los mercados más grandes del mundo.
El resultado es que las mismas
mentiras llegan al mayor número de personas, con lo que Hollywood, por
tanto, consigue la popularización de modas, ideas y estereotipos como
jamás nadie consiguiera en la historia de la humanidad.
Hay muchos ejemplos de esto. A mi me viene a la memoria, por ejemplo, el caso de Exodo, una película épica sobre la creación del Estado de Israel, basada en la novela de un sionista radical, Leon Uris.
La música, la dirección y el guión son de una calidad extraordinaria y
tanto en la película como en el libro, los judíos son gente inteligente,
sensible y bondadosa, los británicos hipócritas e ignorantes y, por
último, los árabes son crueles, asesinos e injustos. El resultado es que
millones de personas en todo el mundo elaboraron su universo mental
sobre la creación del Estado de Israel y el conflicto de Oriente medio
con los parámetros de Exodo.
Quizás sea la creación de estereotipos en
el imaginario colectivo una de las especialidades con las que los amos
de Hollywood han conseguido distorsionar más las mentes de nuestros
contemporáneos. Su producción cinematrográfica está plagada de casos
similares: desde el “héroe” de la Guerra de España en Casablanca, hasta la mismísima escenificación de las tesis neoconservadoras del “Partido de la Guerra” en el oscarizado Argo –con el subsiguiente estereotipo del iraní, brutal y violento-, pasando por la glorificación de la venganza en Inglorious bastards o por la terrorista etarra simpática y comprensiva del último Chacal.
Esta distorsión no se ciñe, naturalmente,
a cuestiones políticas e históricas –si bien es esta historia
distorsionada sobre la que, a posteriori, se elaboran juicios morales y
políticos de alcance- sino también a personajes con un elevado grado de
simbolismo, especialmente dentro de la cultura occidental. Así, tenemos
la coproducción franco-estadounidense –esta vez con Columbia Pictures-
de Juana de Arco, para describir a la santa como una especie de loca que escuchaba voces, muy a distancia de la Juana de Arco dirigida por Victor Fleming y protagonizada por Ingrid Bergman, o La última tentación de Cristo de Martin Scorserse, que denigra la divinidad de Cristo, verdadero fundamento de la cultura occidental.
Todo esto son solo algunos ejemplos que
vienen a la memoria, pero sin duda hay muchísimos más que, curiosamente,
vienen a coincidir en sus contenidos con la agenda –pública y notoria-
del progresismo mundial y de su brazo armado: la corrección política.
No es de extrañar que el crítico de cine judeo-americano Michael Medved, en su libro Hollywood vs. America
(Harper Collins, 1992), explicara que, pese a los avances en la técnica
misma del cine, en forma de efectos especiales, de la propia filmación
en sí, etc, el principal problema de Hollywood sea lo que él llamó “una
enfermedad del alma” (p. 11).
Para Medved, el Hollywood
actual es una “máquina de envenenar” (p. 25) que ha creado un “patrón
dignificador de la fealdad” (p. 26) de enorme penetrancia.
El crítico
acusa en el citado libro a los “líderes más influyentes de la industria
del entretenimiento” de tener una “preferencia por lo perverso” y añade
que es “uno de los síntomas de la corrupción" y el colapso de nuestra
cultura popular, es la insistencia en que examinemos solo la superficie
de cada obra de entretenimiento.
La corrección política, una idea
propiamente liberal, es que no debemos nunca profundizar más y tampoco
considerar si una determinada obra es verdad, buena o espiritualmente
reconfortante, ni tampoco evaluar su impacto en la sociedad” (p. 21).
Sin embargo, entre las toneladas de
basura que destilan los EEUU al mundo y las que se producen en el más
reducido marco español, al menos las primeras tienen más estilo. A la
“preferencia por lo perverso” que diría Medved, en
España se añade invariablemente el gusto por lo cutre, un concepto a
veces difícil de definir, pero que podría explicarse por un plus de
degradación estética y vulgaridad allí donde ya hay un tipo humano o una
conducta perversa.
Conocedores del potencial de la industria del
entretenimiento, igual que se conoce en los EEUU, los militantes de lo
perverso en España –en realidad, el nihilismo esencial del progresismo
español- han asaltado dicha industria para constituirse en monopolio no
solo de lo que se hace en nuestro país sino de aquello que goza o no de
reputación a través de “premios” que se dan a sí mismos.
La guinda del pastel es que el crimen lo
perpetran con el dinero de todos. Así pues, no es como dicen los
liberales, siempre en pos de mayores cotas de estupidez, un problema de
con qué dinero se financia en España la industria del ocio, sino más
bien de los contenidos que se divulgan, muchos de los cuales asumen
ellos mismos.
El hecho de hacerlo con el dinero público
es una consecuencia colateral de pretender ejercer un monopolio sobre
la manera en que la gente se divierte, adquiere sus conocimientos
históricos, sociales, etc, y, en definitiva, construye su universo
mental conforme al cual juzga y decide en la vida.
Por todo ello, Steven Allen, destacado músico y escritor estadounidense pudo afirmar hace más de veinte años, en la propia contraportada del libro de Medved,
que “todo el mundo, en la derecha, la izquierda y el centro, sabe
perfectamente que estamos en un período de colapso cultural y moral.
Pero hay gente que no quiere admitir que los medios de comunicación
tienen parte de la responsabilidad”.
Posiblemente, en definitiva, más
que en los telediarios, habría que fijarse en lo que viene después.
Eduardo Arroyo
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