A la democracia se le
ha perdido el pueblo y no acierta a recobrarlo. Desde luego, la noción
de “pueblo” dista de ser unívoca. Aquí se utiliza el vocablo referido al
cuerpo cívico. No estrictamente como sinónimo de padrón electoral,
elenco de todos aquellos que, en una organización política determinada,
están habilitados como electores para votar por quienes se postulen como
candidatos a magistraturas públicas. Más precisamente, lo
consideraremos como el conjunto de hombres
libres que se dan entre sí el trato de ciudadanos y que pueden debatir y
decidir también libremente sobre los asuntos públicos. Es su más pura
acepción y, por otra parte, la más próxima a lo que se entendía por demos o populus en el mundo antiguo. Es, asimismo, la que se ha perdido en nuestro tiempo y nadie sabe dónde está.
El pueblo ausente
En
todo este proceso, el pueblo, tal como lo caracterizamos más arriba,
está ausente. Se lo ha convertido en la “gente”, esto es, en percentil
estadístico de los incesantes sondeos de opinión. Ha quedado reducido a
público del espectáculo político. Un público condenado a soportar la
reiteración de ese espectáculo monótono, atornillado a su sitio. Un
ejemplo notable de esta ausencia del pueblo y de que se procede en el
escenario político como si él llanamente no existiese, es la llamada
“constitución” de la Unión Europea (UE), que a lo sumo puede
considerarse un tratado al que se le asigna un valor constitucional. No
fue proyectada, discutida o aprobada por una convención constituyente en
regla elegida por los ciudadanos de la UE sino por un comité de
expertos bajo presidencia francesa, que se apresuró a sepultar en el
olvido el concepto de “poder constituyente” que los propios franceses
había redondeado más de doscientos años atrás. Porque el poder
constituyente originario podía y debía expresar la decisión de un pueblo
–el europeo, en este caso- acerca de la forma y modo de organizar su
vida política. Una decisión tal, que implica haber encontrado y
reconocer al sujeto político “pueblo” no es considerada, en nuestro
tiempo, correcta ni aceptable. Ratificado directamente en algunos países
de la UE, en otros, como en España, aquel texto, farragoso y difícil de
leer aun para los expertos, fue sometido a referéndum, al que concurrió
el 41,5% del electorado, y en el que fue aprobada por el 78,5% de los
votantes, es decir, el 32,6% del padrón. Parece comenzar así una era de
constituciones elaboradas por técnicos, para ser comprendidas sólo por
técnicos, y aplicadas por ellos al “vulgo municipal y espeso” de la masa
ciudadana.
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