Hombres nuevos (IV)
Afirmaba Ortega que lo más característico de la sociedad de masas es que las almas vulgares se sienten tan orgullosas de su vulgaridad. Para lograr este birlibirloque genial es preciso infundirles la creencia ilusoria de que piensan por sí solas, cuando en realidad están siendo dirigidas por otros. Tal ilusión se genera consiguiendo que los individuos que conforman la masa desarraigada 'internalicen' una serie de paradigmas culturales que el sistema les impone, para convertirlos en seres pasivos, conformistas y gregarios, sometidos a consignas que confunden con expresiones emanadas de su sacrosanta voluntad. No es, desde luego, un birlibirloque sencillo: para conseguir, por ejemplo, que un paria al que pagan un sueldo misérrimo no repare en que el sistema necesita que tenga pocos hijos o ninguno, para que no nazca en él un impulso natural de dar la vida por ellos (lo que lo llevaría a exigir un sueldo digno, por las buenas o por las malas), hay que borrarle de su cerebro hecho papilla la noción de los derechos derivados del trabajo (derecho a un salario digno, derecho a un trabajo estable, derecho a permanecer en su tierra, derecho a alimentar y educar a sus hijos) e imbuirle la creencia psicopática de que lo importante son los derechos de bragueta, de la anticoncepción al aborto; y no sólo esto, sino hacer creer al paria que tal cretinez no es un chip que han implantado en su cerebro destrozado, sino que es una conquista de su libertad.
Este birlibirloque genial se logra, como hacía notar Comte, a través de la educación y la propaganda. Y es que, como afirmaba Sartori en Homo videns, «la voluntad informada del pueblo puede ser también su voluntad menos auténtica». En efecto, las masas no piensan de forma autónoma, sino que asimilan cual rumiantes la alfalfa que se les suministra a través de los mass media, presentada siempre como si fuera su propio pensamiento. Para ello, la propaganda actúa con eslóganes y consignas sobre sentimientos, deseos y emociones, de tal modo que el pensamiento quede eludido (y, a la vez, paulatinamente atrofiado) y la voluntad sea más fácilmente doblegada (y, a la vez, exaltada). A medida que tales eslóganes y consignas logran entablar simbiosis con los sentimientos, deseos y emociones de las masas, su conocimiento de la realidad se empobrece y agosta; y llega un momento en que su libertad queda sometida a esa argamasa entre sentimental y doctrinaria, haciéndose dócil a los lugares comunes más apestosos, que los cerebros hechos papilla toman por ideas originalísimas. Tal proceso se percibe muy claramente en los teleadictos que creen pensar exactamente igual que tal o cual tertuliano (un lorito que repite las consignas que le suministra el negociado de derechas o izquierdas); o en esas masas cretinizadas que enarbolan pancartas con los mismos eslóganes diseñados por la fundación Rockefeller, que sin embargo creen salidos de sus caletres, para entonces convertidos en cementerios de neuronas.
Claro que, para conseguir tal sumisión de las masas a los lugares comunes impuestos por el sistema, es preciso alcanzar un nivel de control social que logre que «toda contradicción parezca irracional y toda oposición imposible», tal como establecía Marcuse. Es preciso que la propaganda actúe con tal eficacia que los individuos no puedan reconocer su naturaleza represiva, para lo cual crea «una dimensión única del pensamiento». Naturalmente, pretender escapar de esa dimensión única se percibe por el hombre nuevo democrático como una 'desviación' aberrante que debe ser condenada al ostracismo, como hacían los protagonistas del cuento de Wells El país de los ciegos con el protagonista vidente, al que sólo terminaban aceptando en sociedad después de que se resignara a que le arrancaran los ojos. El hombre nuevo democrático no necesita al poder que ha destrozado su cerebro y su alma para señalar y condenar a los disidentes; puede hacerlo muy orgullosamente él solito, y considerar además que lo hace por altruismo (y, ¡por supuesto!, de forma espontánea y no inducida).
De este modo, dejando que sea la propia masa la que vaya aniquilando o absorbiendo toda forma de oposición, se logra el hombre unidimensional que retrataba Marcuse, caracterizado «por su paranoia interiorizada por medio de los sistemas de comunicación masivos». Este hombre unidimensional, incapaz de exigir y de gozar cualquier progreso de su espíritu, satisfecho en su mundo prefabricado de prejuicios y de opiniones preconcebidas, aún deberá ser programado, sin embargo, para alcanzar el estadio de perfecto hombre nuevo democrático; pues así no sólo será un pelele, sino un pelele feliz.
Explicaremos este estadio último en la postrera entrega de nuestra serie.
Fuente Juan Manuel de Prada
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