Acaba de aparecer en nuestro marginal universo editorial, el libro titulado «Ramiro de Maeztu. Del Regeneracionismo a la Contrarrevolución», de José Alsina Calvés (Ediciones Nueva Republica, Barcelona, 2014), prologado por nuestro colaborador Jesús J. Sebastián. Ofrecemos a nuestros lectores algunos extractos del prólogo, a modo de presentación, animándoles para intentar un acercamiento a la obra de un autor tan desconocido como denostado. Ya saben, en nuestro sistema-mundo liberal-capitalista no hay nada más efectivo para condenar a un autor al ostracismo que calificarle de fascista, cosa, por lo demás, que el muy tradicionalista Ramiro de Maeztu no era en modo alguno.
El tránsito del siglo XIX al XX se abre en España con una profunda crisis interna, que no es ajena a la que por entonces vivía Europa, y que afectará a todas las esferas de la vida, en especial, en un mundo intelectual y artístico caracterizado precisamente por la íntima conciencia de la “decadencia” y por los deseos de “regeneración”, esto es, renovación frente a la caduca modernización. Y en este mundo hay que destacar la figura de Ramiro de Maeztu, hijo de un tiempo polémico en el que se reflejaban las tensiones y contradicciones de una España finisecular que se debatía entre un regeneracionismo crítico y un pesimismo escéptico. Maeztu es, en este sentido, un buen retrato de la época, pues se nos muestra ya desde sus primeros escritos, en los que late una fuerte inspiración nietzscheana, como un defensor de los valores de la voluntad y de la acción, frente a los consecuencias de “la caída y el desastre” de la patria, la política, la literatura y la prensa, como lo demuestra su recopilación de artículos Hacia otra España.
El tránsito del siglo XIX al XX se abre en España con una profunda crisis interna, que no es ajena a la que por entonces vivía Europa, y que afectará a todas las esferas de la vida, en especial, en un mundo intelectual y artístico caracterizado precisamente por la íntima conciencia de la “decadencia” y por los deseos de “regeneración”, esto es, renovación frente a la caduca modernización. Y en este mundo hay que destacar la figura de Ramiro de Maeztu, hijo de un tiempo polémico en el que se reflejaban las tensiones y contradicciones de una España finisecular que se debatía entre un regeneracionismo crítico y un pesimismo escéptico. Maeztu es, en este sentido, un buen retrato de la época, pues se nos muestra ya desde sus primeros escritos, en los que late una fuerte inspiración nietzscheana, como un defensor de los valores de la voluntad y de la acción, frente a los consecuencias de “la caída y el desastre” de la patria, la política, la literatura y la prensa, como lo demuestra su recopilación de artículos Hacia otra España.
Maeztu quedó muy impresionado con la lectura de la spengleriana La Decadencia de Occidente, adoptando su cosmovisión organicista y cíclica de la historia y la sociedad. Pensaba el escritor vasco que la obra de Spengler había “determinado un movimiento tan intenso en las ciencias del espíritu como la teoría de Einstein en las de la naturaleza”. No obstante, rechazaba la morfología de las culturas y discrepaba de la visión spengleriana sobre el ocaso de la civilización occidental. Al final, incluso, Maeztu reprocharía a Spengler el no haber entendido el significado y la contribución de la Hispanidad para la historia universal.
Esa misma conciencia de decadencia y regeneración marcará sus relaciones con el modernismo literario, en una polémica caracterizada por la burla y la superficialidad, más que por una auténtica reflexión crítica. Y es que se ha etiquetado a Maeztu como un feroz antimodernista, postura no exenta, sin embargo, de la sensibilidad espiritual y estético de principios de siglo. De una simpatía inicial hacia el movimiento modernista, Maeztu pasará a recharlo abiertamente porque comprendió los riesgos que entrañaba para su proyecto regeneracionista.
Sin embargo, no podemos reducir un movimiento tan complejo como el modernista, fruto de una honda crisis espiritual y estética, al simple estilismo decadentista, porque en él también afloraban corrientes vitalistas caracterizadas de anhelos de originalidad y autenticidad, como las defendidas por Maeztu, repletas de reflexiones críticas sobre la pasión, el instinto y la lucha en conexión con su poderosa influencia nietzscheana de los primeros tiempos. La posición de Maeztu, que ya había sido anticipada por Baroja, será luego compartida por personalidades como Ortega y Unamuno. Por eso dirá Rubén Darío sobre el modernismo español: “No hay aquí, pues, tal modernismo, sino en lo que de reflexión puede traer la vecindad de una moda que no se comprende”.
Por otra parte, la obra La crisis del humanismo resulta una mezcla de darwinismo social spenceriano, vitalismo de inspiración nietzscheana y socialismo regeneracionista, convicciones propias del pensamiento contrarrevolucionario de la época que, sin embargo, no son fruto de una estética política sino de una literatura escapista, una realidad que no gusta, pese a la impotencia para cambiarla, pero que constituye la motivación para elaborar una realidad alternativa a través de la obra literaria y periodística. Este giro vital excluye a Maeztu, en cierta medida, del “núcleo duro” de la “generación del 98” y lo separa, al mismo tiempo, del regeneracionismo político de Costa, porque la propuesta de Maeztu es mucho más nacional, radical y social, presentándose como “antipolítica” y “antiestatista” (contra la Restauración y el Estado), porque su pretensión revolucionaria es elaborarla en contra del sistema político vigente y tomando como base la estructura de la sociedad española.
Una de las modulaciones del nacionalismo de Maeztu es, precisamente, esa actitud anti-estatal, puesto que ve el Estado como una gigantesca estructura parasitaria de la sociedad que, además, opera una especie de selección en sentido inverso al natural: en lugar de utilizar a los mejores, recluta a los mediocres, a los tullidos espirituales, a los protegidos del progresismo, para constituir una burocracia que se nutre del esfuerzo individual y de la actividad económica de la nación.
El único aspecto –paradójico contrapunto- que Maeztu rescata del estado español es su militarismo, ya que contempla al ejército como un intrumento que liga orgánicamente al gobierno estatal con la ciudadanía, a la cual considera, no obstante, como una masa desprovista de cultura a la que hay que inculcar un “ideal nacional”, misión que reclama de los intelectuales, no ya como hombres políticos, sino como pedagogos: “En nuestra España desventurada, por una lamentable derogación de las leyes dinámicas, por una inversión de las tablas de valores sociales, ha prevalecido, erigiéndose en directora y dominadora, la raza de los inútiles, de los ociosos, de los hombres de engaño y de discurso, sobre la de los hombres de acción, de pensamiento y de trabajo, que era precisamente la única de conservar la vida nacional y perpetuarla”.
Otro aspecto destacable de Maeztu es la influencia cultura del mundo anglosajón, pues a la sazón su madre era inglesa y se casó con otra inglesa, aunque su actitud ante el mundo anglosajón fue ambivalente, entre una sincera admiración y la conciencia histórica de que Inglaterra, primero, y Estados Unidos, después, habían sido los máximos enemigos de España y de la Hispanidad, en tanto que habían marcado sus peores derrotas y su decadencia como potencia europea. No obstante, como consideraba los peligros del casticismo, estaba convencido de la posibilidad de una regeneración española siguiendo el modelo de modernización anglosajón. Su retórica Defensa de la Hispanidad, sin embargo, es susceptible de integrarse en una línea de pensamiento mítico-reaccionario más próximo a los profetas de la contrarrevolución como Donoso Cortés o de Maistre, que a los modernos teóricos del nacionalismo conservador (Barrés) o del nacionalismo reaccionario (Maurras). En cualquier caso, no se vislumbra ninguna impronta anglosajona.
Además, en torno a la simbólica fecha de 1914, Maeztu comienza a mostrar interés por las ideas del sindicalismo corporativista que se difunde por los círculos intelectuales europeos. Según González Cuevas, su biógrafo, tanto los sindicalistas revolucionarios como los conservadores insistían en el carácter objetivo de las clases sociales como portadoras de intereses específicos, que los parlamentos demoliberales, profundamente individualistas, ignoraban e, incluso, marginaban. De esta guisa, el corporativismo podía servir como corrector del liberalismo, contribuyendo a la racionalización del pluralismo social. Para Maeztu esto suponía –como se lo manifestó a Ortega- un auténtico reto intelectual, en tanto no se encontraba todavía elaborado en el plano de la teoría: “El socialismo gremial tiene una ventaja y una desventaja. No está aún pensado. Hay que inventarlo”.
En el transcurso de la Gran Guerra europea, en la que Maeztu, a pesar de su admiración intelectual por Alemania, apoyó siempre a “su” Inglaterra, y en su condición de corresponsal en el frente, algunas de sus crónicas muestran un cierto entusiasmo por “el espectáculo de la guerra”: según González Cuevas, pensaba Maeztu “que las consecuencias sociales del conflicto podían ser, a la larga, positivas, porque la convivencia en las trincheras contribuiría poderosamente al establecimiento de vínculos permanentes entre las distintas clases sociales”. Se reproduce aquí uno de los lugares comunes de los revolucionario-conservadores europeos. La guerra, como elemento nietzscheano de rejuvenecimiento, podría ser, incluso, un factor de regeneración moral por la vía heroica, la recuperación del sentido de la sangre y de la aventura que hacen a uno mismo ser historia.
Impresionado por el desarrollo del conflicto, Maeztu escribió una serie de artículos, que posteriormente se publicarían bajo el título La crisis del humanismo, en los que el punto de partida era la dramática situación en la que se debatía la sociedad europea, cuyas causas eran “el subjetivismo y el relativismo característicos de la modernidad”. El siglo XIX había liberado el individualismo y la ética se relativizó, convirtiendo al hombre en “un esclavo de sus propias pasiones”. Y es aquí donde Maeztu encuentra la génesis de los dos errores característicos de la modernidad imperante: el liberalismo como culminación de la moral individual y el socialismo como sublimación de la arbitrariedad del Estado.
En definitiva, siguiendo al biógrafo de Maeztu, el pensador español «propugnaba la superación del relativismo inherente al proyecto de la modernidad, mediante el retorno al principio de la “objetividad de las cosas”. Continuando su evolución ideológica … Maeztu se decide por el intento de renovación de la vieja pretensión ontológica de entender el mundo bajo el signo de un idealismo objetivo y de volver a ensamblar metafísicamente los momentos de la razón disociados en la evolución cultural del mundo moderno, como medio para poner coto a la desintegración de la jerarquía de los valores comúnmente aceptados».