La monarquía juancarlista entra en su última fase
Durante la transición, los franquistas recibieron, a cambio de aceptar la democracia de los partidos, el que España siguiera siendo monárquica. Todos contentos: la oposición democrática tenía legalizados a sus partidos y los franquistas creían que con el Rey seguía proyectándose la voluntad del aquel que reinstauró la monarquía en España, Franco. Sin embargo, hasta el 23-F, la monarquía no fue aceptada ni tomada en serio. Desde entonces ha llovido mucho. Hoy, la crisis política del régimen y la corrupción en el entorno de la Familia Real nos han situado en puertas de la sucesión.
Desde hace semanas se vienen produciendo algunos “movimientos” en torno a la imagen del rey que parecen indicar que nos encontramos al final de un ciclo y al principio de otro. La erosión física del monarca parece irreversible a pesar de sus 76 años, pero hay algo todavía más deteriorado: la imagen de la institución monárquica.
Corrupción en la cúspide del Estado
Hasta ahora, Juan Carlos había salido indemne de los muchos casos de corrupción que se habían producido en su entorno de amistades. Los nombres de Javier de la Rosa, Prado y Colón de Carvajal, Ruiz Mateos o Mario Conde, que en su momento mantuvieron una estrecha relación de amistad con el monarca, pasaron ante los juzgados, protagonizando sonados episodios de corrupción y/o mala gestión. Todos ellos confiaban en que la amistad con el monarca les crearía un entorno de invulnerabilidad, pero, a la hora de la verdad, se encontraron solos ante la justicia. La Casa Real tuvo la habilidad de minimizar la envergadura de estas amistades y el prestigio del Rey no se vio erosionado. Pero en el caso Urdangarín ha resultado mucho más difícil establecer un círculo defensivo.
La falta de prudencia, las ambiciones desmesuradas y la rapacidad en obtener rentabilidad a su situación matrimonial, así como una sensación de invulnerabilidad, hizo que Urdangarín se comprometiera en operaciones difícilmente justificables que entran de lleno, no solamente en el fraude fiscal sino también en la corrupción pura y dura y el tráfico de influencias. Pero en este viaje no estuvo solo: la firma de la infanta aparece en demasiadas ocasiones como para que todo pueda atribuirse al “amor” conyugal, tal como ha alegado su defensa. Por primera vez desde el inicio de la democracia, el entorno próximo –demasiado próximo– al Rey quedaba salpicado por un caso de corrupción.
Anteriormente, distintos deslices en materia sexual cometidos desde su juventud, habían ocasionado problemas a los asesores de imagen de la Casa Real, pero en esta ocasión no se trataba de las cartas enviadas por el entonces príncipe a un amor de juventud, por los papeles guardados por una estrella del destape, o por la tocata y fuga del Rey con una periodista suiza, mientras las leyes que debía revisar eran firmadas por un plotter, ni siquiera de una malhadada cacería ni de una princesa aventurera en el mundo de los negocios, era mucho peor: un verdadero caso de corrupción en el que alguien que no tenía necesidad de realizar estas prácticas –pues su futuro estaba asegurado por la fortuna familiar y por la parte de la herencia que le correspondería de su suegro– llegaba incluso a utilizar asociaciones de niños minusválidos para desviar fondos públicos, defraudar a Hacienda, justo en el momento en el que la crisis económica alcanzaba su nivel máximo y el paro superaba los cinco millones.
Solamente un rápido divorcio, la devolución de las cantidades sustraídas, un pago a Hacienda de las multas y las cantidades adeudadas y un reconocimiento público de las culpas, seguida de la aceptación de la sentencia y de la subsiguiente petición de indulto, hubieran resuelto la situación. Pero la Casa Real no se sintió con valor de realizar todo este recorrido, ni la infanta estuvo en ningún momento de acuerdo con el planteamiento.
Para colmo, Urdangarín adoptó la peor defensa posible: culpar a su socio, el cual vio procesada a su esposa, respondiendo violentamente: si caía su esposa, también caería la infanta. A partir de aquí se inició la filtración de emails privados que hacían inevitable la imputación de Doña Cristina de Borbón. La cacería real en África y la irrupción de la princesa Corina, junto con las noticias sobre la salud real y las sucesivas operaciones, terminaron por disolver todas las esperanzas de que Juan Carlos pudiera concluir airoso su reinado. La bochornosa disculpa pública (el “lo siendo, no se volverá a repetir”) contribuyó a hacer más patética aún la imagen de la monarquía.
Fue en este contexto en el que se inició la “operación abdicación” apoyada especialmente porLeticia Ortiz y por la reina Sofía, voluntariamente alejada en Londres. La parte más amable de la operación era preparar a Don Felipe para asumir la corona. Eso implicaba pasearlo por todo tipo de eventos por el territorio nacional, convertirlo en una figura conocida, habitual en los telediarios y familiarizarlo –al menos en teoría– con los problemas de los españoles. En el momento de escribir estas líneas, la pareja Felipe-Leticia prosiguen esa actividad a ritmo acelerado que incluyen desde reuniones con empresarios, visitas a Cataluña, hasta un cuidado extremo en cuestiones de imagen (operaciones de mandíbula de Leticia).
Pero todo esto no ha bastado: la operación fallaba precisamente por el eslabón más débil: Juan Carlos I, fiel a la tradición de su padre, no parece dispuesto a abdicar. En ese contexto, la publicación del libro de Pilar Urbano, “El precio del trono”, lanzado pocas horas después del fallecimiento de Adolfo Suárez, puede ser considerado como otra fase de la operación. Cabe recordar que la Urbano, miembro del Opus Dei, es también autora de varios libros de pura intoxicación (Mohamed Atta, sobre los atentados del 11-S, Con la venia, yo indagué el 23-F, Yo entré en el CESID…) diestros en el arte de sembrar pistas falsas, desviar las sospechas hacia callejones sin salida, crear confusión y sembrar pistas falsas.
Desde siempre habían corrido rumores sobre la implicación de Juan Carlos I en los episodios del 23-F. Si existió tal implicación, debió reducirse al comentario que realizó la reina Sofía al general Armada (“Alfonso, sólo tú puede salvarnos…”) y poco más. De la misma forma que la transición, contrariamente a lo que se suele difundir, no fue diseñada ni por Adolfo Suárez, ni mucho menos por el monarca, sino por las fuerzas económicas nacionales e internacionales que precisaban la integración de España en Europa y en el marco de la OTAN, el 23-F, en tanto que culminación de la transición, debió tener como autores intelectuales a los mismos promotores de la transición.
Hizo falta que muriera Adolfo Suárez para que el libro se pudiera publicar. Los funerales de Estado del antiguo presidente de UCD revitalizaron el recuerdo de la transición y de sus misterios y “alguien” aprovechó para lanzar una nueva andanada sobre Juan Carlos y sobre su trayectoria pasada. La andanada, no partía de sectores antimonárquicos, sino más bien, de ambientes conservadores en absoluto hostiles a la monarquía: el Opus Dei, el editor Lara, el entorno de la Reina…
La Casa Real recomendó al rey asumir la figura de Don Tancredo, un “no te muevas que es peor”, renunciando a realizar cualquier comentario sobre el libro y actuando como si no pasara nada. Y entonces vino un nuevo “aviso”: el jet real, inexplicablemente se averió por quinta vez en seis meses al tener que trasladar a Juan Carlos de su periplo por el Golfo Pérsico a la final de la Copa del Rey de fútbol. ¿Avería o advertencia? Cada cual es dueño de pensar lo que quiera a la vista de la delicada situación de la monarquía juancarlista.
Situando la crisis de la monarquía
Los pactos de la transición establecieron que el sistema político español sería una monarquía constitucional. Hasta ahora, dichos pactos se han respetado, pero en la actualidad la crisis económica ha terminado generando una crisis política, uno de cuyos frentes abiertos es precisamente el futuro de la institución monárquica. Por primera vez, incluso algunos monárquicos son conscientes de que la persistencia de Juan Carlos y su continuidad en el trono, puede aumentar el desprestigio de la institución monárquica e incluso generar el fin de la monarquía. Tales sectores –incluso una parte de la Casa Real– opinan que solamente la sucesión y los fastos que generará pueden suscitar un nuevo impulso de popularidad y un baño de masas para la misma que deje atrás la erosión que está sufriendo en estos últimos cuatro años.
Así pues, la crisis de la monarquía es una parte de la crisis política que vive España. La monarquía juancarlista se encuentra en estos momentos más que amortizada y parecería razonable que antes de que se desencadene la “tormenta catalana” (que alcanzará su máxima virulencia en el último trimestre de 2014), se produjera la sucesión monárquica sin más tensiones. Pero la lógica y el sentido común no siempre dirigen la actividad del monarca y en este caso, al igual que su padre, Don Juan de Borbón, Juan Carlos se niega a abdicar en beneficio de su hijo.
Hay que recordar que estos dos distintos entornos monárquicos están rodeados de una red de asesores, especialistas en imagen, analistas políticos, que sugerirán a cada parte, las mejores técnicas e iniciativas para imponerse a la otra. Los enfrentamientos entre Borbones no son una novedad en la historia de España desde que Fernando VII traicionara a su padre.Pero lo que se dirime aquí no es solamente el momento en el que tendrá lugar la sucesión, sino la existencia misma de la monarquía.
Parece difícil que el tiempo consiga mejorar la caída en picado de la imagen de Juan Carlos I que se ha producido en los últimos años. El escenario más peligroso es el instante de crisis centrifugadora combinado con la reivindicación de la República, con un rey incapaz de tomar la iniciativa y mermado físicamente. Escenario que tenemos a la vuelta de la esquina. Si se retrasa excesivamente la sucesión, lo que peligra es la misma institución monárquica.
Termine como termine el sainete catalán, parece evidente que en un plazo no mayor a cinco años va a ser necesaria una reforma constitucional. Tal reforma puede hacerse “a mínimos” (apenas unos retoques para reforzar el sistema basado en los dos partidos hasta ahora mayoritarios) o una reforma “a máximos” que puede acabar con la institución monárquica para siempre. Todo va a depender del tiempo que Juan Carlos siga manteniéndose en el trono.
Fuente Ernesto Milá