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sábado, 11 de abril de 2015

LAS CAMARADAS




Los Tercios de Flandes: Origen de la camaradería

Camaradería puede ser una de las palabras más recurridas de la historia y, como tantas otras aquilatadas en lances de armas, también ésta es española. El término que designa universalmente la fraternidad entre soldados, nace como institución única y ejemplar hace cuatro siglos: “las camaradas” de los Tercios Viejos.

A diferencia del “contubernio” romano --al que no dejaban de emular-- las camaradas carecían de carácter orgánico, pero sin la ligazón transversal de estas agrupaciones para hacer rancho común sin más criterio que el azar o el paisanaje, aquella infantería nunca hubiera llegado a funcionar con la eficacia y combatividad que la hizo legendaria.

Las camaradas fueron un poderosísimo factor de cohesión interna que diferenciaba a nuestros Tercios de otros ejércitos de la época. No respondían a ningún requisito de formación o destino y su dimensión era antes emocional que táctica, pues llegarían a significar mucho más que un mero acuerdo de logística gregaria, prevaleciendo su legado hasta nuestros días. Ocho o diez compañeros de armas compartían la misma “cámara” o habitación alquilada, contribuyendo a los gastos comunes. En campaña, la camarada se mantenía adaptándose a las nuevas circunstancias desde el esfuerzo solidario de cada uno de sus miembros, estableciéndose cometidos de interés: uno hacía de despensero, otro tesorero, otro buscaba leña, otro cocinaba, otro trapicheaba…etc.

Así daba cuenta a su respectiva “Signoria” un embajador veneciano informando, a principios del XVII, de una de las razones de la fortaleza de los Tercios Viejos.
“Hacen la “camareta”, esto es, se unen ocho o diez para vivir juntos dándose entre ellos fé y juramento de sustentarse en la necesidad y en la enfermedad como hermanos. Ponen en esa camareta las pagas reunidas y proveyendo primero a su vivir y después se van vistiendo con el mismo tenor, el cual da satisfacción y lustre a toda la compañía”

Cuando era necesario distribuir paño, víveres o cualquier otro socorro o pertrecho que asistiera la penuria de las tropas, sargentos y sargentos mayores de compañía daban la instrucción “repártase por camaradas” para que fuera ecuánime. Ante las camaradas no cabían argucias de acaparadores… por la cuenta que a estos traía. No obstante las situaciones de campaña, en el contexto general de nomadismo militar en el que debe entenderse el despliegue de los Tercios, ya fuera a lo largo del Camino Español, en las galeras del Mediterráneo o en las plazas fuertes, fortalezas y presidios que jalonaban las fronteras de los Habsburgo, mayoritariamente los soldados no estaban acuartelados, sino que vivían en “régimen de camaradas”.

De la raigambre de la institución da idea el que oficiales y Maestres de Campo tenían también sus propias camaradas. La del capitán, formada por soldados viejos bien acreditados y poco pendencieros, añadía la ventaja de mantenerle al tanto de la moral y estado de ánimo de la tropa al mando de la compañía. La del alférez actuaba como una suerte de guarda privada que le protegía de los muchos peligros que implicaba su cometido de portar la enseña durante el combate. Los más modernos estudios de psicología del combate coinciden en que la motivación profunda del soldado, más allá de los espacios comunes de la patria, los grandes ideales o incluso la bandera, vinculan la implicación en la lucha y la aceptación de los sufrimientos y penalidades a algo mucho más tangible y próximo. En este sentido las camaradas refrendaban a cada combatiente la convicción, constatada en la práctica, de formar parte de algo más grande que ellos mismos.

Las camaradas podían asumir también un carácter benéfico o, más en terminología de nuestros tiempos, de “protección social”. Así se “sugería” que los oficiales asumieran en sus camaradas aquellos soldados con menos posibles para que recuperar sus maltrechas haciendas o completar su equipo con el dinero que ahorraban, siendo relevados de la mesa por otros compañeros necesitados una vez superado el mal momento. Todo un ejemplo de solidaridad para aquellos para aquellos soldados profesionales, sin el que resulta impensable concebir situaciones como las que cita Quatrefages en la carta que los soldados de Flandes dirigen a los amotinados de Alost pidiéndoles que, pese a haberse salido de disciplina por el prolongadísimo impago de haberes y otras penurias acumuladas, retomasen las armas para socorrer a los sitiados en Gante por los herejes:

"Siendo como somos… en la afición propios de hermanos… prometemos como Españoles y juramos como cristianos… de morir por ellos… porque Españoles pelear tienen por gloria y vencer por costumbre. Pues vamos señores por amor de Díos a socorrer el castillo de Gante donde están nuestros amigos y hermanos.”

Ni que decir tiene que a los amotinados les faltó tiempo para tomar toledanas, vizcaínas, picas y arcabuces partiendo con la mayor diligencia en socorro de Gante para, una vez liberada la plaza, tornar a su amotinamiento en reivindicación de haberes y compromisos incumplidos. Esta situación habría sido absolutamente impensable –lo es aún hoy en día, o quizá más hoy en día - en otra Infantería que no fuera la Española de aquellos siglos terribles y maravillosos.

Pues esto es, señores, lo que eran y deberían seguir siendo “las camaradas”, como forja y crisol de lo que hoy entendemos por camaradería. Más allá del preciso origen y significado de ambos términos, a todos consta que han sido asimilados por fuerzas armadas de muchos otros países y aún como jerga de aproximación en partidos políticos, sindicatos, y regímenes afines. Huelga decir que toda semejanza de estas acepciones con la camaradería inspirada por nuestros antepasados españoles en la profesión de las armas, no es tanto mera coincidencia como oportunista y espuria apropiación indebida.

Así les ruego que tengan todo esto muy en consideración, tanto por el homenaje a nuestros antepasados como por honrar el contenido profundo de tan hermosa palabra para que sea administrada conforme a su dignidad, reservándola así para quienes realmente sean merecedores de ella.


Fuente                                             Miguel Ortego
pueblodigital                                       Suboficial del Ejército de Tierra

viernes, 10 de abril de 2015

¿EXISTIÓ KONSERVATIVE REVOLUTION EN ESPAÑA?



Ortega y Gasset y las generaciones de combate
 
Si en algo están de acuerdo los cronistas que han escrito sobre la Konservative Revolution –como Mohler, Locchi, Steuckers, Pauwels o Romualdi, entre otros- es que aquel movimiento espiritual e intelectual manifestado a través de las ideas-imágenes (Leitbild) y expresado por el oxímoron “revolución - conservación” (fórmula poco afortunada pero con arraigo) no fue exclusivamente un fenómeno alemán, sino que también registrará diversos ritmos e impulsos –siempre de forma individual, nunca organizada- por todo el viejo continente europeo.
 
Así que, a poco que estemos dispuestos a escarbar en el frágil tejido europeo de entreguerras, siempre encontraremos algún nuevo autor que encaja con los parámetros generales que han sido descritos para los “revolucionario conservadores”: nunca llegará a ser como la lista de integrantes del movimiento alemán estudiada por Mohler, pero esta labor de investigación nos trasladaría a países como Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Suecia, Rumanía e, incluso, Rusia.
 
En su famoso “manual” sobre la Konservative Revolution en Alemania (inédito en español), Armin Mohler avala la tesis según la cual la “revolución conservadora” no habría sido un movimiento exclusivamente alemán, sino un fenómeno político que abarca a toda Europa. En un breve recorrido por los países europeos apunta varios nombres (Dostoyevski, Sorel, Barrés, Pareto, Lawrence, por citar algunos de ellos). ¿Y en España? Al filósofo, político y escritor Miguel de Unamuno y, una generación después, a Ortega y Gasset. Unamuno se movía en un terreno ideológico que fue compartido, por ejemplo, por otros intelectuales de la época como Ganivet, Baroja, Azorín o Maeztu: el rechazo espiritual (irracionalista) de las corrientes materialistas decimonónicas, esto es, el nacionalismo centralizador e imperialista, el socialismo deshumanizante, la democracia, el liberalismo, el progresismo, el cientifismo y la industrialización.
 
Transversalizando las ideas y las imágenes de este grupo de pensadores, con la recepción global –pero nunca homogénea ni uniforme- de la filosofía nietzscheana, comprobamos cómo triunfa en todos ellos el recurso a una palangenesis de renacimiento o “regeneración española y europea” que tenía como precursor a Donoso Cortés y, posteriormente a esta generación, a Ortega y Gasset como pensador y propagador. Y precisamente por él comenzaremos este estudio, después de unas consideraciones generales para situacionar el contexto histórico y político del fenómeno “revolucionario-conservador” y “euro-regeneracionista” español.
 
Si hubo algo parecido en España a la Konservative Revolution alemana, este movimiento/pensamiento de lo ideo-imaginario” –por el valor otorgado a las imágenes- debió surgir necesariamente a partir de la crisis generacional de 1898. Pensemos que 1900 es el año de la muerte de Nietzsche y unos diez años antes de esta fecha es el momento que puede tomarse como punto de partida en la recepción de su pensamiento por una corriente filosófica espiritualista y culturalista que transversaliza toda Europa (también en 1900 se traduce el primer libro de Nietzsche al español). En palabras de Julián Marías, el mejor conocedor de la obra de Ortega, “una época intelectual de espléndida y admirable porosidad”.
 
No hay que esperar, pues, a 1918 –fin del primer acto de la guerra civil europea- como hace Armin Mohler, para encajarla en la catástrofe weimariana, ni tampoco a la implementación nietzscheana de Heidegger. Volviendo a España, los representantes más interesantes de esta corriente, como ya se podido intuir, son Unamuno, Baroja, y Maeztu, con la continuidad otorgada por Ortega y la radicalidad estética de Giménez Caballero.
 
El libro de Marcigiliano I Figli di Don Chisciotte realiza un aceptable estudio sobre las referencias ideológicas de la Revolución Conservadora española: de Ortega y Gasset, Menéndez Pelayo, Unamuno, junto a otros ideólogos más politizados como Giménez Caballero o Ledesma Ramos, o los historiadores Menéndez Pidal, Américo Castro y Sánchez Albornoz. En cualquier caso, los únicos estudios sobre la influencia europea en estos autores españoles apuntan, especialmente, al protagonismo, por ejemplo, de Maurras y Barrès, más que a los “revolucionario-conservadores” alemanes.
 
Y, desde luego, este “singular” conservadurismo revolucionario ibérico tendrá, como es lógico, unas notas definitorias que lo separan del resto de fenómenos europeos: la ausencia del sentimiento de catástrofe tras la primera guerra mundial (sustituido por el desastre de 1898 por la pérdida del imperio colonial tras la guerra contra los norteamericanos), la trascendencia otorgada al catolicismo tradicionalista, si bien en forma de agonismo como Unamuno o de agnosticismo como Ortega (frente al luteranismo, el paganismo o el retorno a la religión indoeuropea, incluso frente a ciertas desviaciones del misticismo y del esoterismo, tan extendido en centroeuropa) y, finalmente, el pan-hispanismo iberoamericano (junto al europeismo como retorno español al continente).
 
Resulta, por otra parte, muy significativo que Alain de Benoist , líder intelectual de la Nouvelle Droite francesa y asiduo visitante de los autores y lugares comunes de la Konservative Revolution alemana (efectuando una necesaria revisión, reinterpretación y actualización), no haya prestado especial atención al pensamiento revolucionario-conservador español , excepto –eso sí, en una posición relevante- a Ortega y Gasset, del que publicó la versión francesa de La rebelión de las masas, a Bosch Gimpera por sus estudios sobre El problema indoeuropeo, y a Donoso Cortés (Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo), seguramente por su crítica del liberalismo y la modernidad desde una contrarrevolucionaria perspectiva teológico-política y su interpretación europea efectuada por Carl Schmitt, cuya obra fue introducida en España por Eugenio D´Ors.
 
En opinión de Carlos Martínez-Cava, nuestra “generación del 98” fue una avanzada en el tiempo a lo que en la Europa de entreguerras, en el período 1919-1933, significaron las conocidas "Revoluciones Conservadoras" europeas en sus distintas y variadas manifestaciones culturales. Se pueden encontrar puntos en común, incluso de origen. Tanto en España, como en la “Revolución Conservadora” alemana, se parte de un desastre militar y de una situación sociopolítica interna caótica. Y en ambos casos, los regímenes y conflictos posteriores llegaron incluso a dar con la cárcel o muerte de sus componentes. Recordemos en España a Maeztu o a Machado, y en Alemania a Niekisch o Jünger.
 
Martínez-Cava formula un análisis comparativo entre la filosofía de la “generación del 98” y la RC alemana, afirmando que, del mismo modo que dentro de ambas corrientes no existió la homogeneidad, al existir diversas tendencias, la comparación entre ambas tampoco es unívoca, pero sí permite establecer puntos de conexión en común que las une para el proyecto colectivo de la resurrección de Europa como potencia y rectora de la civilización. 
 
A saber:
 
En primer lugar, el eterno retorno y el mito. En ambas corrientes se percibe la historia desde una perspectiva cíclica (Evola, Spengler) o esférica (Nietzsche, Jünger, Mohler), por oposición a la concepción lineal común propia del cristianismo y el liberalismo.
 
En segundo lugar, el nihilismo y la regeneración. Se tiene la consideración de vivir en un interregno, de que el viejo orden se ha hundido con todos sus caducos valores, pero los principios del nuevo todavía no son visibles y se hace necesaria una elaboración doctrinal que los ponga de relieve.
 
En tercer lugar, la creencia en el individuo, si bien como parte indisoluble de una comunidad popular y no en el sentido igualitario de la revolución francesa, que lleva a propugnar un sobrehumanismo aristocrático y una concepción jerárquica de la sociedad humana e, incluso, de las civilizaciones.
 
En cuarto lugar, la renovación religiosa. La “Revolución Conservadora” alemana tuvo un carácter marcadamente pagano (espiritualismo contra el igualitarismo cristiano). Esta religiosidad no fue ajena a España, como pueden ser los casos de Azorín y Baroja. Y de signo diferente, agónicamente católica, en los casos de Unamuno y Maeztu, o agnóstica en el de Ortega. En cualquier caso, representaban una “salida de la religión”, es decir, la incapacidad de las confesiones para estructurar la sociedad.
 
En quinto lugar, la lucha contra el decadente espíritu burgués. Las adversas condiciones bélicas, el frío mercantilismo y la gran corrupción administrativa provocaron, como reacción, el nacimiento de un espíritu aguerrido y combativo para barrer las caducas morales.
 
En sexto lugar, el comunitarismo orgánico. Se buscaba una referencia en la historia popular para dar vida a nuevas formas de convivencia. Esa comunidad del pueblo no obedecería a principios constitucionales clásicos, ni mecanicistas, ni de competitividad, sino a leyes orgánicas naturales.
 
En séptimo lugar, la búsqueda de nuevas formas de Estado. Alemanes y españoles, igual que el resto de europeos, con diferencias en el tiempo, rechazaron las formas políticas al uso y propugnaron un decisionismo y el establecimiento de la soberanía económica en grandes espacios autocentrados o autárquicos como garantía de la efectiva libertad nacional.
 
Y en último lugar, el reencuentro con un europeísmo enraizado en las tradiciones de nuestros antepasados (los indoeuropeos), no enfrentado a los nacionalismos de los países históricos ni a las regiones étnicas, y planteado como una aspiración ideal de convivencia futura, con independencia de la forma institucional que pudiese adquirir.

 
Fuente                                                 Sebastian J. Lorenz

jueves, 9 de abril de 2015

FRATERNIDAD Y NO ODIO



Ángel Pestaña y el sindicalismo moderno


Fue un anarquista contra la radicalización de la sociedad española que desembocaría en la Guerra Civil

Los años de la República fueron tan fértiles en ofrecer horizontes de esperanza en España como para frustrar las expectativas de los hombres y mujeres que podían haberlos encarnado. Al republicanismo moderado de Lerroux y al socialismo realista de Prieto debe sumarse el sindicalismo libertario de Ángel Pestaña, un ideal obrero moderno, una utopía razonada, que se estrelló contra la deriva de la CNT, el insurreccionalismo de la FAI y las servidumbres ministeriales de la UGT, y, sobre todo, contra la radicalización de la sociedad española que desembocaría en la Guerra Civil.

Pestaña es un hombre que despierta de inmediato la simpatía de los que se acercan a su trayectoria personal y sindical. Su trabajo durísimo en las minas del Norte desde los 10 años, su orfandad temprana, su inteligencia labrada en la experiencia reivindicativa y en las horas robadas al descanso nos ofrecen la materia prima de la forja de un rebelde. Pero, además, su lucidez táctica, su reproche a los anarquistas iluminados, su condena de toda violencia, su idea de una sociedad libre basada en las convicciones y nunca en la coerción, definen a un hombre para quien la injusticia nunca había de responderse con los métodos dictatoriales del bolchevismo o la brutalidad exhibida por amplios sectores del anarquismo.

En 1931, cuando ostentaba el cargo de secretario de la CNT, firmó con Joan Peiró y otros compañeros el Manifiesto de los Treinta, que fracasó no solo en su deseo de apartar al sindicato libertario de los caprichos insurreccionales de la FAI, sino también en el de constituir un sindicalismo moderno, defensor de la autonomía los trabajadores y desligado de las servidumbres tácticas de los partidos políticos. Lejos de los dictados de un reformismo al servicio del PSOE y más lejos aún de la enloquecida «gimnasia revolucionaria» del cenetismo faísta, los firmantes pretendían cerrar el paso a los que confundían la revolución con «jugar al motín, a la algarada». Urgían a depurar la CNT de todos los que, en sus sueños revolucionarios, daban la espalda al «hondo sentir del pueblo», para seguir en sus movimientos a unos individuos que «se convertirían en dictadores al día siguiente de su triunfo».

Calumniado por Montseny

Las verdades como puños del documento, junto con los esfuerzos de moderación desplegados por Pestaña, llevaron a sus firmantes a la expulsión. Aquel extenso y precioso patrimonio del obrerismo español fue capturado por una secta sin escrúpulos. Federica Montseny se permitió, incluso, calificar de delincuentes, de traidores comprados por la patronal y de lindezas por el estilo a quienes habían dedicado muchos más horas que ella a levantar la CNT. Todo porque los que, de verdad, se habían partido el pecho por crear un sindicato de libre asociación de los trabajadores no estaban dispuestos a sacrificarlo en el altar de la chulería pistolera y la soberbia elitista que lo llevarían a la inoperancia y el descrédito, hasta el punto de quebrar para siempre la fuerza de la tradición libertaria en España. Lo que podía haber sido cuna de un sindicalismo de acción directa, sin interferencia ministerial, independiente de intereses partidistas y liberado de los arrogantes criterios de una elite revolucionaria, se frustró en las agitaciones sociales que llevaron a la tragedia de 1936.

Pestaña ni siquiera logró el acuerdo con algunos de los compañeros del Manifiesto, en especial Joan Peiró, uno de los sindicalistas más inteligentes y honestos que la CNT proporcionó a la historia universal del movimiento obrero. Su proyecto de una organización política laborista a la española, el Partido Sindicalista, no consiguió agrupar más que a algunas figuras secundarias de los grupos opuestos a la FAI a comienzos de 1934. Tampoco el debut de la nueva formación sirvió para abrir un debate entre la tradición apolítica libertaria y los partidarios de crear un espacio de intervención institucional que pudiera compensar el monopolio del socialismo marxista. Bien que habrían de lamentarlo, después, quienes consideraron una de las mayores debilidades del Frente Popular la ausencia de una representación disciplinada de trabajadores sin ataduras al PSOE o el PCE. La cultura obrera con mayor arraigo en la España del primer tercio del siglo XX quedó al margen de la dirección gubernamental de la zona republicana durante la Guerra Civil y en perpetuo estado de ambigüedad, que ni siquiera evitaría a los exquisitos ortodoxos del anarquismo de 1931 vestir la púrpura ministerial en 1936.

Fraternidad y no odio

Año y medio después del estallido de la Guerra Civil, la posibilidad de que Pestaña pudiera influir de nuevo en la CNT se malograría por el agravamiento de su delicada salud y por una muerte prematura. En sus últimos meses de vida hizo ingentes llamamientos a la unidad de los trabajadores y a la lucha contra la influencia del comunismo. Los hizo, también, a la necesidad de proteger a las clases medias, en cuyo maltrato veía una de las causas del ascenso del fascismo en Alemania. No sabemos si habría logrado recuperar alguna influencia en la CNT o si la muerte le ahorró la agonía de contemplar, impotente, su desguace y envilecimiento. Lo que sí sabemos, lo que podemos recoger en este largo examen sobre la idea de España, es lo que Pestaña escribió en 1933 en «Lo que aprendí en la vida», uno de los testimonios más conmovedores sobre la peripecia vital de un obrero entregado a la suerte de los humildes sin asomo de rencor ni brizna de jactancia : «La dictadura proletaria nos conduciría a caer en los mismos vicios que año tras año venimos combatiendo. Porque no es el odio quien debe guiar nuestro pensamiento, sino la fraternidad. Y a los que trabajamos por una sociedad mejor ha de guiar nuestro pensamiento la idea de justicia y de equidad, y no la idea de imposición o de la fuerza brutal que somete, pero que no convence».


Fuente                               Fernando García de Cortázar
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miércoles, 8 de abril de 2015

REPENSAR LA IZQUIERDA ANTICAPITALISTA




Salir del callejón «Adam Smith»

«En nuestros días no solamente ocurre que el hombre de la calle no se siente socialista, sino que es activamente hostil al socialismo. Esto es debido a una propaganda errónea. Esto significa que el socialismo, tal y como nos lo presentan actualmente, tiene algo intrínsecamente antipático». 

                                                         George Orwell

La propaganda desplegada a diario sobre las pantallas de televisión del mundo moderno, descasa invariablemente sobre dos ideas-fuerza, difícilmente conciliables entre sí. Por un lado, como en cualquier tiempo de guerra, los partes de victoria que se suceden a un ritmo vertiginoso. Los prodigiosos avances de la tecnología moderna, que proclama a los cuatro vientos el "Ministerio de la Verdad", nos han permitido crear, por primera vez en la Historia, la base material de un Futuro Radiante y la llegada inminente de su Reinado sobre la Tierra. Esta Buena Nueva (que debemos evidentemente al espíritu de empresa y de innovación que se enmarca en nuestra incomparable sociedad liberal) no solo anuncia, efectivamente, una era de abundancia y de riquezas ilimitadas. Como a todas horas nos recuerda esta bienaventurada propaganda, confiere igualmente al hombre moderno, un poder inédito sobre sus condiciones de existencia, que aquellos que tuvieron la desgracia de vivir antes que ellos, apenas tuvieron la oportunidad de llegar a imaginar realmente. De la producción industrial de todos los objetos concebibles en nuestro horizonte abierto por "las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación", son efectivamente los medios prácticos de cambiar la vida y de hacerla feliz para todos, y que se acumulan en un grado y velocidad desconocidos para todas las sociedades anteriores. Parece, en definitiva, que hemos estado esperando este momento de la historia (que es al mismo tiempo su fin) que toda la humanidad ha soñado, con un Sony para quien lo desee o se disponga a desearlo.

Mientras tanto, y volviendo a los asuntos serios –es decir, en general, cuando el Pueblo, lógicamente seducido por estos sermones tan prometedores, evoca no menos coherentemente, la cuestión de los beneficios reales que podría sacar de todos estos increíbles progresos– el tono del "Ministerio de la Verdad" se vuelve serio, y la retórica entusiasta de Hugo da paso ahora a los acentos gélidos de Malthus. Es aquí donde el sólido saber de los economistas –nos afirman– será el encargado de demostrar, de forma indiscutible, que la humanidad moderna ha dilapidado sus recursos, que los años gloriosos ya han pasado, y que es necesario meternos en la cabeza que hemos estado viviendo, hasta ahora, por encima de nuestras posibilidades. 

Ahora que se anuncian negros nubarrones, las reivindicaciones más modestas toman la forma de un lujo más que inaccesible; la simple exigencia de conservar un empleo relativamente estable y digno en un ambiente más o menos humano, de disponer de ingresos decentes, de una vejez protegida, de algunos sueños cumplidos, incluso de algunas plazas de reposo merecido –todo esto, se nos dice, constituyen una serie de caprichos inaceptables, porque son contrarios a las leyes de la Economía. Tal y como resume Claude Bébéar, antiguo directivo del grupo Axa, con la brutal franqueza de los que han nacido para mandar sobre sus iguales, es esta acumulación extraordinaria de progreso material y tecnológico la que no puede tener, para la gran mayoría, más que una sola consecuencia: "es evidente que habrá que trabajar más y por más tiempo". En definitiva, si hemos entendido bien hasta aquí, lo que la propaganda oficial nos está haciendo creer, es que la humanidad, gracias a su tecnología prometeica y su espíritu de invención sin fin, aumenta las posibilidades de disminuir el esfuerzo humano y de modificar el curso de los acontecimientos, pero que deberá resignarse a admitir que la dirección de su destino histórico ya no le pertenece; en otras palabras, que es la gran cantidad de medios de los que se dispone actualmente lo que explica la escasez de resultados concretos a los que se puede esperar cumplimiento.
No es necesario, creo yo, tener un talante particularmente susceptible o pesimista, para concluir que un sistema social que nos hace creer en estos cuentos de hadas para legitimar sus métodos de funcionamiento reales, es, en su mismo principio, injusto e ineficaz; y que nos llama, en este punto, a una crítica radical, es decir, conforme a su etimología, una crítica que analice el mal desde su raíz y pretenda combatirlo en consecuencia.
Todo el problema, así expuesto, está en comprender por qué misterio un sistema bajo toda evidencia tan poco racional, puede convertirse, al cabo de unos decenios, en algo que engloba ya todo el planeta, sin encontrar la oposición seria de aquellos a los que desestabiliza su existencia y mutila su fuerza vital; sin suscitar,  digámoslo ya, una resistencia colectiva a la medida de los daños y los efectos reales que provoca. Este problema puede ser formulado desde otra perspectiva. Desde hace más de un siglo, todos, adversarios como partidarios, han acordado en llamar bajo el nombre de Izquierda, al amplio movimiento político e intelectual que se opone oficialmente al sistema capitalista y todos los perjuicios que causa. ¿Cómo es posible que un movimiento de esta amplitud (y cuyas ideas son dominantes en la cultura contemporánea) no haya jamás conseguido romper en la práctica con la organización capitalista de la vida, para sustituirla a esta última por una sociedad verdaderamente humana, es decir, libre, igualitaria y decente?. 

Este tipo de planteamientos no son nuevos. En 1936, al término de su encuesta en las minas de Wigan Pier, George Orwell lo exponía en estos términos:

"El hecho es que el socialismo pierde terreno exactamente donde debería ganarlo. Con tantos argumentos en su favor –y recordemos que todo estómago vacío es un argumento en favor del socialismo– la idea del socialismo es hoy menos aceptada que hace diez años. En nuestros días, no solamente ocurre que el hombre de la calle no se siente socialista, sino que es activamente hostil al socialismo. Esto es debido a una propaganda errónea. Esto significa que el socialismo, tal y como nos lo presentan actualmente, tiene algo intrínsecamente antipático."

Esta "propaganda errónea", Orwell la resumía en estos principios:

"El tipo de personas que actualmente se siente más dispuesta a aceptar el socialismo es también la que considera el progreso mecánico, en si, con entusiasmo. Como también es totalmente cierto que los socialistas son de habitual incapaces de comprender que la opinión contraria existe. En general, el argumento más convincente que les viene a la cabeza consiste en decirte que la presente mecanización del mundo no es nada en comparación de la que nos prepara el socialismo. Donde ahora vemos un avión, ¡mañana veremos cincuenta!. Todo el trabajo actualmente llevado a cabo manualmente será próximamente realizado por máquinas. Todo lo que actualmente está hecho en cuero, en madera o en piedra, lo estará hecho en plástico, en cristal o en acero. Ya no habrá más revueltas, imperfecciones, desiertos, animales salvajes, malas hierbas, enfermedades, pobreza, sufrimiento y este tipo de cosas. El mundo socialista es ante todo un mundo ordenado y eficaz. Pero es precisamente esta visión de futuro centelleante a lo Wells contra el que se revuelven los espíritus más dotados de sensibilidad. Considerad que esta representación del "progreso", elaborada por estómagos agradecidos, no pertenece a la doctrina  socialista. Pero hemos acabado por pensar que este es el caso, lo que nos lleva a observar como el conservadurismo aglutinador de toda clase de gentes se moviliza tan fácilmente contra el socialismo."

Mi objetivo no es otro que desarrollar estos comentarios de Orwell. Lo podemos analizar en dos partes importantes. Por un lado, me interesa subrayar, y como lo reconoce Orwell al final de la cita, que el culto del Progreso y de la Modernidad, que es el centro de gravedad de todas las propagandas de izquierda, es profundamente extraño a las versiones originales de Socialismo, tal y como se constituyeron, en Inglaterra y Francia, a comienzos del siglo XIX. 

Por el otro lado, y esta es la crítica más importante, es imposible continuar creyendo que este tipo de discurso es síntoma de una "propaganda errónea", que un Partido de Izquierda (e incluso, de Extrema Izquierda) puede abandonar o modificar a su antojo, o al vaivén, pongamos, de las fluctuaciones de su electorado. Me parece, muy al contrario, que el elogio sistemático del "Progreso" y de la "Modernización" pertenece al núcleo duro del programa metafísico de toda Izquierda posible, programa al que no podría renunciar, incluso parcialmente, sin a la vez renunciar a su esencia. La razón es fácil de entender. 

La Izquierda, desde sus comienzos históricos, se ha presentado siempre, y con razón, como la única y legítima heredera de la filosofía de la Ilustración; es decir, ciñéndonos a las definiciones más clásicas, como el Partido del Movimiento (firmemente opuesto a los partidos del Orden) y el lugar de encuentro natural de todas "las fuerzas de Progreso" y de todos los partidarios "del Cambio". Solo de esta forma, evidentemente, ha podido conducirse, o atraerse hacia su campo, a lo largo de los dos últimos siglos, un número incalculable de combates emancipadores, tan legítimos como indispensables, contra las diferentes fuerzas del Antiguo Régimen (empezando por las de la Iglesia y la Nobleza terrateniente) y contra los privilegios y prejuicios inaceptables, sobre los que las fuerzas tradicionales fundaban su dominación.
El problema es que en la historia de las ideas, un vagón esconde el siguiente, y que los hombres se encuentran habitualmente colocados delante de situaciones de las que no habían ni imaginado la posibilidad, pero se empeñan en seguir defendiendo las premisas de inicio con el mayor de los ardores. 

Aplicado a la filosofía de la Ilustración, es decir desde el punto de vista del comienzo de nuestra Modernidad, esta forma de lectura me ha conducido a la hipótesis siguiente: no existe, en mi opinión, más que una sola posibilidad de seguir desarrollando, de manera integral y coherente la ambigua axiomática de la Ilustración: es mediante el individualismo liberal. Y la traducción política, en si más radical y más lógica de esta última, se encuentra en el discurso de Economía Política del que "La Riqueza de las Naciones" de Adam Smith representa la primera versión acabada. Esto es tanto como decir, que lo que llamamos, aun hoy en día, la Izquierda, se nutre exactamente de la misma fuente filosófica que el liberalismo moderno (y no sería, después de todo, ningún absurdo, considerar a Turgot y Adam Smith, para su época, hombres de la Izquierda). Es la existencia de esta matriz original, común al pensamiento de Izquierda y al Liberalismo de la Ilustración, que explica, para mí, las razones que siempre han conducido a la primera a validar el espíritu de la segunda en lo fundamental, aunque siempre le apetece (y le apetecerá siempre) pretender arreglar (o regular) sobre tal o cual detalle en particular. 

Estas razones no se fundan tampoco de la psicología singular de la mayor parte de los jefes de este movimiento (su amor propio característico del poder y el sentido de la traición que implica). Son pues razones fundamentalmente "ontológicas", es decir, que van a la naturaleza intrínseca de la Izquierda en sí. Visto desde esta perspectiva, la idea de un "anticapitalismo" de Izquierda (o de Extrema Izquierda), nos puede llegar a parecer tan improbable como el de un catolicismo renovado, o "refundado", que se saltara la naturaleza divina de Cristo y la inmortalidad del alma. Son en consecuencia, las exigencias mismas de un combate coherente contra la utopía liberal y contra la sociedad crecientemente clasista que necesariamente engendra (entendiendo por tal un tipo de sociedad donde la riqueza y el poder indecente de unos tiene por condición mayor la explotación y el desprecio de los otros) que hacen actualmente políticamente necesario una ruptura radical con el imaginario intelectual de la Izquierda.

Comprendemos perfectamente que la idea de tal ruptura nos plantea muchos problemas, algunos de carácter psicológico, puesto que la Izquierda, desde el siglo XIX, ha funcionado sobre todo como religión de reemplazamiento (la religión del "Progreso"); y sabemos que todas las religiones tienen por primera función la de conferir a sus fieles una identidad, y la de garantizar la paz consigo mismo. Imagino que muchos de quienes lean esto interpretarán esta forma de oponer radicalmente el proyecto filosófico del Socialismo original y los diferentes programas de la Izquierda y de la Extrema Izquierda existentes, como una paradoja inútil, e incluso como una provocación aberrante y peligrosa, para hacer el juego a todos los enemigos del género humano. 

Yo estimo, por el contrario, que esta manera de verlo es la única que nos da un sentido lógico al ciclo de sucesivos fracasos y derrotas históricas, que ha marcado al siglo recién terminado; y para el que aun hoy su comprensión continua oscura para muchos, en una situación tan extraña como la que nos ha tocado vivir. De todas formas, es poco más que la única posibilidad no explorada que tenemos, si queremos realmente ayudar a la humanidad a salir, mientras nos quede tiempo, del callejón de Adam Smith.


Fuente                                        Jean-Claude Michéa
elmanifiesto 

martes, 7 de abril de 2015

ESCUELA DE VERDAD




Jean-Claude Michéa: "La escuela de la ignorancia"

Cómo nos troquelan mediante el Sistema Educativo.

Con el sugerente título de "La escuela de la ignorancia", Jean-Claude Michéa, profesor de Filosofía en Montpellier, nos sumerge en uno de los temas de discusión más controvertidos de nuestro tiempo: la educación. Los discursos oficialistas tienden a correlacionar problemas educativos con “falta de presupuesto”. Sin embargo, el problema es más profundo, más insidioso, más molesto de reconocer. No se trata de dinero, ni siquiera es válido el insustancial discurso de una “pérdida de valores” que nadie sabe qué significa. El problema de la educación, según Michéa, es una cuestión de diseño social, de decisión política consciente para evitar una Escuela de verdad.

Aplicar un nuevo sistema educativo

La pregunta que se hacen los más críticos en Francia es por qué se ha aplicado el sistema educativo norteamericano en Europa cuando, después de veinte años de experiencia, se tenía la certeza de su resultado nefasto. ¿Qué lleva a la elite política europea a condenar a sus jóvenes a sufrir un sistema educativo deficiente e ineficaz? ¿Qué se nos ha pasado por alto? Las respuestas no siempre agradan.

Si revisamos los textos e informes menos accesibles de la Comisión Europea, la OCDE o la European Round Table (uno de los lobbies europeos más discretos y eficaces), se descubren las primeras pistas. El capitalismo posmoderno ha iniciado el ajuste necesario entre la productividad y la educación. Todos los informes de los expertos señalan que la nueva economía exigirá pocos especialistas técnicos; la tecnología permite que unos pocos especialistas desarrollen los sistemas necesarios para el funcionamiento de la empresa. Por otra parte, los procesos de fusión empresarial reducen las ofertas de altos ejecutivos. Con otras palabras, cada vez más harán falta mejores profesionales, pero en cantidad más reducida.

A la larga, el sistema económico no podrá absorber una masa de ciudadanos bien preparados. La escuela de calidad es necesaria, pero para unos pocos. El resto del sistema educativo es mejor que no funcione. La conflictividad derivada de un sistema educativo generalizado y de alta calidad no podría ser soportada por el sistema económico, donde muchos individuos bien preparados deberían competir por muy pocos puestos de trabajo. Mejor dejarlo todo en manos del darviniano sistema de selección natural y que de un sistema educativo mediocre emerjan por sí mismos los pocos ejemplares excelentes que necesitará el sistema. La educación universal y de calidad no es un objetivo político. Estos argumentos no son política ficción, antes bien se desprenden de los documentos antes mencionados y corresponden a las elites económico-políticas de la globalización.

La lógica de estos objetivos es aplastante. Una de las consecuencias de “una escuela de la ignorancia” es la producción sistemática de consumidores inmaduros, otro de los engranajes necesarios para que la rueda de la globalización siga avanzando.


Fuente                                            Javier Barraycoa
grupotortuga
                                   Profesor del Centro Universitario Abat Oliba CEU

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lunes, 6 de abril de 2015

POR CONSENSO





Consenso: artefacto y artificio

El consenso ha generado en la gente una falsa percepción de entendimiento social, cuando no constituye, en el fondo, más que otro artefacto político tan vano como tramposo.

La noción de consenso —así como el resto de la familia lingüística a la que pertenece en el vocabulario político: pacto, contrato social, convenio, diálogo, etcétera— ha impactado poderosamente en el imaginario, pero también en la praxis, de gran parte de las sociedades modernas, poniendo a ciudadanos e instituciones en situaciones muy comprometidas: materialmente, entre la espada y la pared. Hoy, a pesar del atractivo envoltorio (corrección política, empatía, pensamiento único…) en que suele exhibirse, representa, en realidad, un artificio político, un subterfugio, una amenaza para las democracias, al tiempo que un instrumento de intimidación velada, que acaba provocando corrupción, bloqueo y quiebra institucional.

Sucede que, más que una garantía democrática, el consenso comporta una rémora para las sociedades libres, desde el momento en que ha sido elevado a la categoría de fetiche o talismán, de instrumento privilegiado y totalizador en el que se confía, cada vez más a menudo, la resolución de conflictos, y, en última instancia, la organización y el destino de las relaciones sociales, políticas y jurídicas de un país.

Lejos de garantizar la plena organización y ordenación de lo público —lo que ya supondría en sí mismo una inquietante perspectiva—, el consenso se ha convertido en otra forma «carísima de organizar la irresponsabilidad», en una institución que devalúa la abierta negociación y la regla de la mayoría, siendo sustituida por el diálogo sin fin que se alimenta a sí mismo, una especie de feedback diabólico/dialógico, en un río revuelto para ganancia de astutos, leguleyos y grupos de presión: «la búsqueda del consenso es como beber agua salada. Cuanto más se intenta aplacar la sed con ella, más sed se tiene» (Thomas Darnstädt, La trampa del consenso, pág. 148).

El consenso constituye una excusa perfecta, una coartada, con la que el gobernante elude la acción de gobierno y su inexcusable acción y responsabilidad, para transformarse en mero árbitro o mediador, en una especie de relaciones públicas, un maestro de ceremonias, un simple «animador político» que reúne y pone de armonía —o no— a las partes contrapuestas. Para la oposición política sagaz, el consenso supone una forma de gobernar de facto, de modo indirecto o —como dicen ahora— transversal... En cualquier caso, poco importa. Con acuerdo consensuado o sin él, no hay problema ni apremio: nueva ronda de reuniones y volver a empezar. Esto sucede en España y en muchos otros países de nuestro entorno. La ONU sería el epítome del caso.

El consenso, concebido como supremo artificio con poderes constitucionales de decisión, con atributos cuasi-mágicos, destinado a la resolución/disolución de conflictos, ha instituido de hecho una especie de democracia deliberativa y «negociadora», asamblearia y populista, que socava severamente las bases tradicionales de la democracia representativa y parlamentaria, quedando las mayorías numéricas a merced de minorías activistas, ruidosas, rapaces y manipuladoras.

La teoría y práctica del consenso es heredera del ideal contractualista, para el cual el orden social queda fundado y sostenido merced a un pacto entre partes en liza que conduce felizmente a un entendimiento. Pero también al sacrificio de posiciones de partida, alguna de ellas esencial para el conjunto que las vertebra. Esto último no siempre lo publicitan con claridad sus patrocinadores (de ahí que haya llegado a hablarse de «la trampa del consenso»), para quienes toda negociación es positiva y valiosa, pues todos resultan ganadores y poco falta para creer que la cosa sale gratis.

La fábula del consenso ha crecido hasta llegar a delinear algo así como un ¡ábrete, sésamo! o un ¡ale-hop! del arte procedimental de la política y la discusión pública que dulcifica y purifica lo que toca: con diálogo y consenso, viene a sostener el conjuro, el problema o conflicto termina solucionándose («hablando se entiende la gente»), sea un componenda sobre las cargas fiscales y el reparto de cargos públicos, los convenios colectivos en el ámbito laboral, el fin del terrorismo, sea el futuro de la nación.

El rito del diálogo sin límite, el mito del consenso, el sueño de la razón deliberativa, genera monstruos; también un rumoroso leviatán mucho más complicado de gobernar y confuso de entender de lo que se cree y dice a menudo. Implanta, de cualquier manera, un entramado endemoniado de intereses inconfesados, de deudas pendientes, de ajuste de cuentas, de oscuros propósitos. Instaura, a poco que uno se confíe, un aparatoso montaje que erosiona sensiblemente el sistema democrático liberal —basado en contratos libres e individuales, no en «contratos sociales»—, aunque a primera vista la opinión pública lo perciba como cosa simpática, deslumbrante y balsámica; de ahí, su sentido embaucador y aun estafador.

He aquí un asunto que debería de preocupar seriamente a los ciudadanos. La trama/trampa del consenso resulta particularmente crítica para una nación como España, la cual es víctima de procesos de ingeniería social, de convulsión ciudadana y aun de experimentación —por no decir de conspiración— federalista, tras cuyo embrujo cree insertarse así en el corazón de Europa, aunque más bien la conduce a una nación sin futuro, a un país de nunca jamás.

El consenso no sale gratis, sino que tiene un alto precio, y suele cobrarse no pocas víctimas como resultado de su puesta en escena en la arena política. Por lo general, paga la «mayoría silenciosa», el «agente social» menos rápido y perspicaz, o, simplemente, el menos pillo. De tal suerte, la democracia moderna parece dar un paso hacia atrás. Su principal riesgo, según advirtió, entre otros, Alexis de Tocqueville, ya no sería la tiranía de las mayorías sino la tiranía de las minorías artificiales, simuladas y sobrevenidas, de los grupos organizados de presión, de las sectas federadas, de las turbas indignadas, de los eternos descontentos, de gremios y feudos acantonados, de quienes más veces aparecen en las pantallas del televisor...

Escribía Thomas Hobbes en el Leviatán que los pactos sin espada no son (nada) más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Esto decía uno de los principales teóricos del contractualismo social. Hoy, más de trescientos años después, el consenso resulta ser algo más serio que una linda palabra: se ha convertido en espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas, sobre las democracias modernas, con peligro de perderlas, a menos que nos percatemos de su trampa y seamos capaces de neutralizar su poder de atracción y de dominación.

Fuente                        Fernando Rodríguez Genovés
nodulo.org

Versión corregida y actualizada de la reseña del libro de Thomas Darnstädt, La trampa del consenso (Trotta, Madrid, 2005), publicada inicialmente en Cuadernos de Pensamiento Político, Fundación FAES, Madrid, Nº 8, Octubre/Diciembre 2005, págs. 205-209.

domingo, 5 de abril de 2015

A LA CONQUISTA DE CHINA




Así eran los planes del Imperio español para conquistar China con 15.000 soldados

La colaboración de Japón se antojaba imprescindible para derrocar a la dinastía Ming. El desastre de «la Armada Invencible» obligó a abandonar para siempre el proyecto militar

En varios momentos del reinado de Felipe II la maquinaria imperial se planteó seriamente la invasión de China para hacerse con la supremacía comercial en la zona. A pesar de las grandes dimensiones del Imperio Celeste, los consejeros militares del Rey estimaban que el número de soldados necesario para acometer la campaña sería de unos 15.000 hombres reclutados por todos los rincones de la Monarquía hispánica, más unos 6.000 soldados japoneses. Por supuesto, los tercios castellanos tenían reservado un papel protagonista en las operaciones, donde la tecnología europea y sus tácticas militares debían suplir la desventaja numérica.

Desde la conquista de Filipinas por los españoles surgieron distintas expediciones para bordear los límites de China y analizar si era posible acometer una invasión a gran escala. En 1572, la Corte madrileña ordenó al virrey de Nueva España, quien se encargaba de coordinar el tráfico comercial llegado de Filipinas (el célebre «Galeón de Manila»), que enviase una expedición para recabar el máximo de información posible sobre China. El capitán Juan de la Isla fue el encargado de dirigir una expedición de tres galeones que, además de trazar una cartografía precaria de las costas de China, dio permiso a una decena de barcos chinos para comerciar con Filipinas a modo de gesto de buena voluntad.

La muerte de Juan de la Isla y la falta de recursos del gobernador de Filipinas, Guido de Lavezares, hizo que el interés de Felipe II por China quedara aparcado durante una temporada, junto a la larga lista de planes rocambolescos del imperio. Y en realidad poco se sabía sobre China como plantearse una operación militar. Como ejemplo del desconocimiento sobre las auténticas dimensiones del país, Juan Pablo Carrión, uno de los conquistadores de Filipinas, planteó que con cuatro barcos bien armados se podría realizar un ataque de envergadura, pidiendo a cambio ser nombrado «Almirante del mar del sur». Evidentemente se necesitaba mucho más para someter al gigante asiático que un puñado de barcos.

El Imperio portugués, que más tarde sería anexionado por Felipe II, mantenía abiertos puertos comerciales desde principios de siglo XVI en puntos lejanos como Goa, Malaca, las islas Molucas, Macao, y Nagasaki y había enviado embajadas a varios países de la zona; al contrario que la Monarquía hispánica que no inició conversaciones diplomáticas con China hasta 1574. En esas fechas, las autoridades de la provincia de Fujian establecieron contactos con el gobernador de Filipinas reclamando la entrega del pirata Ling Feng, que no dejaba de hostigar las costas chinas, a cambio de abrir el comercio entre ambas regiones. La fuga del pirata cuando iba a ser entregado y la muerte del gobernador Guido de Lavezares enterraron bruscamente las conversaciones.

El nuevo gobernador, Francisco de Sande, era más partidario de la vía armada para extender el cristianismo por el país y propuso un plan de invasión directa. En una carta dirigida al Consejo de Indias en 1576, Sande pedía un contingente de 5.000 hombres reclutados entre los miles de aventureros que deambulaban por Perú y Nueva España en busca de los tesoros que se suponían escondidos por el Nuevo Mundo. El gobernador consideraba que la población china era incapaz de organizar una defensa firme para proteger las amplias reservas de metales que supuestamente guardaba el interior del país. No obstante, el Rey pospuso este proyecto a la espera de recabar mayor información de China, para lo cual recomendaba, por el momento, el estrechamiento de lazos comerciales.

La anexión de Portugal impulsa el proyecto

El acceso de Felipe II al trono de Portugal en el año 1580 volvió a poner sobre la mesa la posibilidad de invadir China usando la plaza portuguesa de Macao, a solo tres días de navegación de Manila. Si bien la presencia lusa en Asia había abierto la puerta a los misioneros españoles para evangelizar China, también permitió que las autoridades chinas se hicieran con armas europeas vendidas por los portugueses. La anexión de Portugal dio un fuerte impulso a los planes imperiales y terminó con el intercambio de material militar.

Gonzalo Ronquillo –sucesor del gobernador Sande– presentó un plan mucho más realista para llevar a cabo la conquista que se alimentaba de la información recabada por una embajada encabezada por el jesuita Alonso Sánchez que fue retenida por las autoridades cantonesas cansadas de las intromisiones españolas en su país. El jesuita elevaba el número de soldados necesarios hasta los 15.000 e insistía en los muchos recursos que se podían sacar de la campaña Por su parte, el primer obispo de Manila, Domingo de Salazar, justificaba el uso de las armas contra China por los numerosos agravios provocados por el Imperio Celeste.


Mientras los castellanos debían acometer un ataque a través de Fujian, los soldados portugueses lo harían por la provincia de Guangdong. Además de la fuerza hispanolusa, se contaba con el apoyo de unos 6.000 nativos filipinos y el reclutamiento de 6.000 japoneses, un país históricamente enemistado con China que había ofrecido tropas para la ocasión.

Pero este plan para invadir China nunca abandonó el escritorio de Felipe II, puesto que el respeto a los intereses portugueses se impuso y la orden nunca fue aprobada. El desastre de la llamada «Armada Invencible» acabó definitivamente con el proyecto, salvo por alguna vaga propuesta en tiempos de Felipe III, y obligó al Imperio español a conformarse con mantener relaciones comerciales con el gigante asiático. Lo cual no era poco.

El comercio entre Macao y Manila se intensificó, aunque oficialmente estaba prohibido, y productos como la seda, tejidos, ámbar, alfombras, etc. comenzaron a llegar al Parián de Manila. A su vez, la influencia china en la sociedad de Manila creció y sus puertos se llenaron de habitantes procedentes de este país. Coincidiendo con la llegada de los portugueses y los españoles, la escasez de plata en China empujó a sus habitantes a incrementar en esos años los contactos comerciales con los europeos e incluso con Japón.


Fuente                                      César Cervera
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