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domingo, 16 de junio de 2013

REVOLUCIONARIO Y CONSERVADOR



Cuando un viejo mundo se hunde... y otro nuevo aún no surge
Quien no se atreva a mirar hacia atrás no logrará avanzar por camino derecho.» Con estas palabras empieza Armin Mohler (autor del célebre tratado La Revolución conservadora en Alemania – 1918-1933, nunca publicado en español) la exposición de una serie de corrientes del pensamiento dispersas en libros, revistas, novelas, doctrinas filosóficas o actuaciones políticas coincidentes en un signo común de discrepancia con aquellos otros modos de pensar traídos al mundo por la Revolución francesa.

La Revolución conservadora sería el paradójico nombre de este movimiento si de tal quisiera calificarse lo que se caracteriza, ante todo, por su falta de aptitud para cristalizar en ningún tipo de organización visible y material. Círculos literarios íntimos, suscripciones de revistas, contactos de determinadas "élites" al margen de toda publicidad; órdenes secretas o asociaciones aparentemente encaminadas a fines de poca monta constituyen las manifestaciones preferidas del fenómeno en cuestión, que ni siquiera ha llegado nunca a condensarse en un "sistema" determinado.

Lo revolucionario-conservador se define únicamente por su actitud en la vida, su estilo, y no por un programa o doctrina cualquiera sobre los problemas concretos planteados ante la moral o el derecho, el Estado o la sociedad, la economía o la cultura.En ello reside precisamente la debilidad de su posición, al no poder aspirar a conquistar a las masas, más fácilmente atraídas por los brillantes oropeles de las doctrinas progresistas. 

Pero tampoco es la conquista del poder el objetivo fundamental de la Revolución Conservadora. Y por eso, mientras los partidos de masas que se proponen exclusivamente tal objetivo tienen tantas veces que traicionar sus ideas para alcanzarlo, permanece en la oposición la Revolución Conservadora, atenta sólo a conquistar nuevos mundos espirituales, lo que induce a algunos, como Georg Quabbe, a afirmar que el legítimo conservatismo sólo puede adoptar la forma de una doctrina secreta en estos tiempos en que las clases cultivadas quieren argumentos rápidamente comprensibles, y las masas, sensaciones.


Aun así, es evidente la influencia que puede ejercer un cuadro de minorías dispuestas a no dejarse adulterar para dejar de serlo. Ésta es exclusivamente la hora del pequeño número, capaz de renunciar a logros inmediatos en favor de una total transformación espiritual, aún lejana, ya que el punto de partida de esta concepción es que nos encontramos en un interregno. Un mundo se ha hundido y otro nuevo no ha surgido aún. Por eso lo principal es estar atento a la llamada que viene de lo lejos, sin extraviarnos entre los restos de la vieja construcción derruida.

De lo dicho se infiere que no es este complejo ningún fenómeno exclusivo de Alemania, aunque allí, dada la innata tendencia germana hacia las especulaciones metafísicas, haya tenido su manifestación más acusada, llegando a constituir una de las principales corrientes ideológicas de que se nutrió el nacionalsocialismo: no, sin embargo, la única, en forma que indujera a considerar a este último como el desemboque obligado de la Revolución Conservadora. En realidad habrían concurrido en la génesis del movimiento nacionalsocialista dos corrientes distintas que se entrecruzaron: una, de tipo indiscutiblemente revolucionario-conservadora; otra, integrada por influencias democráticas e incluso marxistas, exigencias de circunstancias históricas o situaciones geográficas y hasta de concesiones a las masas con sus tendencias dictatoriales.

Aunque la Revolución Conservadora ha permanecido, pues, hasta ahora en el campo de las ideas puras, sin descender a la práctica, la influencia que ejerció en la génesis del nacionalsocialismo induce a Mohler a plantear la cuestión del grado hasta el cual puede hacerse responsable a una teoría de las deformaciones y aberraciones que puede sufrir en sus intentos de realización histórica. […]

Es, en cualquier caso, obligado reconocer el paulatino desencanto de los revolucionario-conservadores y su consecuente alejamiento respecto del nacionalsocialismo, a medida que éste fue definiendo su actitud. Con mayor precisión podría señalarse el año y medio que transcurre entre la entrega de la Cancillería a Hitler, en enero de 1933, y la muerte de Hindenburg, en agosto de 1934, como el período en que se gestan las decisiones más trascendentales para la vida de Alemania y empiezan a deslindarse los campos revolucionario-conservador y nacional-socialista.

Desde este momento, los hombres de la Revolución Conservadora vienen a constituir algo así como los "trotskistas del nacionalsocialismo". A semejanza de lo sucedido en el otro gran movimiento revolucionario que desemboca en el bolchevismo ruso, se van separando aquí también del partido pequeños grupos de rebeldes contra la ortodoxia triunfante. El fenómeno obedece sin duda a una constante histórica. Para ganar a las masas y articularlas en un todo homogéneo, la doctrina oficial se tiene que ir acomodando al promedio: pierde vuelos, al tiempo que se hace dogmática y exige una disciplina cada vez más rigurosa. Paulatinamente, las tesis impuestas se van haciendo insoportables a los espíritus inquietos y estallan por doquier las herejías. 

Recíprocamente se acusan unos a otros de traición: al partido, al movimiento o a la "idea". Cuando al fin el partido de masas alcanza el poder, empiezan las persecuciones o "depuraciones" contra los disidentes, considerados tanto más peligrosos cuanto más afines fueron antes. .
Pero ¿qué es, en definitiva, esta Revolución Conservadora que constituyó, al menos, una de las corrientes de que se nutrió el nacionalsocialismo y se volvió contra él tan pronto corno éste alcanzó el poder, contribuyendo en gran parte a su caída? Mohler la empieza definiendo como la "antirrevolución francesa". Después depura más el concepto por exclusión. A la Revolución francesa le salieron enemigos en su propio campo: el anarquismo y el marxismo, por ejemplo, que continuaron su trayectoria, aunque estén hoy fuera del repertorio de sus ideas; a los cuales se deben añadir, por supuesto, los conservadores puros o reaccionarios, que quieren simplemente detener la historia o darle marcha atrás. 
Ninguno de estos elementos pertenece a la Revolución Conservadora, perfilada fundamentalmente por tres rasgos en contraste con los de su adversaria: la Revolución francesa disgrega la sociedad en individuos, la conservadora aspira a restablecer la unidad del conjunto; la Revolución francesa proclama la soberanía de la razón, desarticulando el mundo para aprehenderlo en conceptos; la conservadora trata de intuir su sentido en imágenes; la Revolución francesa cree en el progreso indefinido, en una marcha "lineal", la conservadora retorna a la idea del ciclo donde los retrocesos compensan los avances y en el total nada se gana ni se pierde.
Resultan sorprendentes, a primera vista, los dos términos del nombre elegido para calificar esta compleja doctrina, tanto por su aparente antinomia como por no guardar relación ninguno de ambos con el contenido acabado de exponer. Conviene por ello precisar que ni la "conservación" se refiere aquí al intento de defender forma alguna ya caduca de vida, ni la "revolución" al propósito de acelerar el proceso evolutivo para incorporar algo nuevo y mejor al presente. Aquello es conservadurismo en el viejo sentido o reacción; esto, creencia en el progreso. 
Pero la idea central de la Revolución Conservadora es la de la inalterabilidad del conjunto a través de la sucesión de las formas, y, por tanto, sus adeptos no viven ni en el pasado, como los reaccionarios, ni en el futuro, como los progresistas, sino en el presente —un presente absoluto en el que se unen pasado y futuro. Ello no impide que se ayude a derribar lo individual, cuya hora ha sonado, porque más vale corte rápido que putrefacción lenta; pero sin creer por ello que nada va a variar en esencia ni que el mañana puede ser mejor que el hoy, ya que los hombres, con otros trajes y distintas costumbres, serán siempre los mismos, con idéntica inclinación hacia el bien y el mal.
Tampoco hay que atribuir a esta Revolución Conservadora sentido "reformador" de ninguna especie. Aparte de que la "reforma" evoca la idea de algo incruento, mientras que nuestra doctrina no se escandaliza de que los nacimientos se paguen con muertes, parece que en la "reforma" hay el propósito de añadir algo nuevo a lo existente. Para el conservador, en cambio, todo está ya ahí, y la revolución sólo puede conducir a una nueva articulación de lo conocido. 

Se trata, pues, de una revolución sin meta, sin la contemplación de un futuro reino mesiánico y sin el propósito, por tanto, de dirigir por propia iniciativa la historia. Una revolución, en suma, escéptica y pasiva.
El primero que popularizó el nombre de Revolución Conservadora fue Hofmannsthal en 1927, aunque ya Tomás Mann lo había usado en 1921 y probablemente sería conocido con anterioridad: "El proceso de que hablo no es otro que una Revolución Conservadora de un alcance como no lo ha conocido la historia europea". Tras estas palabras señaló Hofmannsthal como rasgos fundamentales de esta doctrina los dos siguientes: un anhelo de cohesión en vez de un anhelo de libertad, y un anhelo de unidad en sustitución de todas las disgregaciones y movimientos centrífugos.
En realidad, este deseo de apretar las filas y estrechar los contactos, invirtiendo el proceso desintegrador desarrollado durante todo el siglo XIX, ha estado siempre latente en Alemania. En este sentido, la Revolución Conservadora puede considerarse como una etapa de un movimiento mucho más amplio, el llamado "movimiento alemán", que comprendería las cuatro siguientes fases: desde la Revolución francesa y la caída del antiguo Imperio hasta 1870, la primera; de 1871 a 1918, la segunda; de 1918 a 1932, la tercera, y de 1955 a 1943, la cuarta. Sólo que en el tercero de estos períodos, a consecuencia quizá de la primera gran guerra, con su tremenda repercusión sobre los espíritus, adquiere caracteres mucho más acusados y definidos, lo que determina su progresiva decantación frente a otras corrientes afines.
Los primeros años de la entonces llamada postguerra son años de una intensa agitación en Alemania. Por doquier surgen agrupaciones, partidos y asociaciones que dirigen llamamientos al país, defienden doctrinas, reclutan adeptos y chocan violentamente entre sí. Durante cinco años se vive en permanente guerra civil. 
En 1925 lanza Moeller van den Bruck su consigna del “III Reich” en un libro que lleva este mismo título. El Sacro Romano Imperio y el II Imperio de Bismarck van a tener desde ahora una continuación, en la cual quedarán absorbidos los contrastes de nacionalismo y socialismo, de derechas e izquierdas. La tesis y la antítesis llegarán a su síntesis. 
Progresivamente se irá perfilando la Revolución Conservadora, depurándose de deformaciones e imperfecciones existentes; tanto en el pasado como en el presente constituido por el huero conservadurismo de la época guillermina, con su culto de las apariencias y sus fachadas retóricas, con su amalgama de monarquía por la gracia de Dios y de monarquía constitucional, con su mezcla de uniformes medievales y de modernos acorazados, al igual que en el desordenado impulso de nuevas tendencias carentes del suficiente arraigo histórico. Se tienen que rechazar hasta tres sucesivas oleadas de un nacionalbolchevismo que es fruto de la exasperación producida por la ceguera de las potencias occidentales ante las exigencias de la hora, de igual modo que se tienen que reprimir otros alzamientos dentro del propio Ejército. Para contar con un elemento que ofrezca una garantía de estabilidad dentro de la revuelta agitación del momento, el general Seeckt sienta las premisas que han de conducir a un completo apartamiento y neutralización del Ejército en las luchas políticas, medida que ha de ejercer una evidente repercusión en muchos de los acontecimientos ulteriormente desarrollados. 
Al mismo tiempo se va definiendo la Revolución Conservadora por su contenido positivo. No de una manera abierta y sistemática —esto sería precisamente lo contrario de uno de sus rasgos más distintivos—, sino latiendo bajo una serie de predicaciones y actuaciones dispersas, a modo de común diapasón de todas ellas.
Es bien sabido que una de las diferencias más características entre el espíritu germánico y el francés consiste en la falta de sentido de aquél para las construcciones metódicas y racionales, que en cambio adora el segundo. La realidad, opinan los alemanes, no se deja reflejar en conceptos hermosos y redondeados, por mucho que éstos halaguen el gusto. Gerhard Nebel establece un parangón entre lo que llama los dos instrumentos metafísicos del hombre, el concepto y la imagen, para hacer resaltar la superioridad del segundo:
"El concepto es improductivo, ya que se limita a ordenar lo presente, lo descubierto, lo disponible, mientras que la imagen crea realidad espiritual y le arranca al ser trozos hasta entonces ocultos. El concepto establece minuciosas distinciones y agrupaciones dentro de hechos concluidos; la imagen se proyecta audaz y desembarazada hacia la lejanía sin límites. El concepto vive de la angustia; la imagen, de la alegría triunfante del descubrimiento. El concepto, cuando no empieza ya a operar sobre cadáveres, tiene que matar a su presa; la imagen conserva la espumante vida. El concepto excluye el misterio; la imagen es una paradójica unidad de los contrarios, respetando e iluminando a un tiempo la oscuridad. El concepto es decrépito; la imagen, siempre fresca y joven. El concepto es víctima del tiempo y envejece pronto; la imagen está más allá del tiempo. El concepto está supeditado al progreso; la imagen pertenece al instante vivido. El concepto es ahorro; la imagen, exuberancia. El concepto es lo que es; la imagen, siempre más de lo que parece. El concepto apela a la cabeza; la imagen, al corazón. El concepto sólo se mueve sobre una capa periférica; la imagen, sobre la totalidad o, al menos, sobre el núcleo de la existencia. El concepto es finito; la imagen, infinita. El concepto simplifica, la imagen respeta la variedad. El concepto toma partido, la imagen se abstiene de juzgar".
Tal actitud es la que engendra la sustitución de !a filosofía por la Weltanschauung, por la concepción del mundo en la que no hay que ver una especie de filosofía menos elaborada o de menos valor, sino algo sustancialmente distinto. La filosofía, dentro de tal tesis, habría sido lo propio de la vieja mentalidad occidental, hoy en crisis, engendrada por las dos corrientes de Grecia y del cristianismo. La Weltanschauung, lo propio de una nueva actitud ante el mundo. 
En la filosofía, los distintos aspectos de la realidad eran objeto de investigaciones claramente delimitadas. No se confundían, como hoy, el pensar, el sentir y el querer. La filosofía sabía cuál era su terreno y no pretendía invadir el de la teología, por ejemplo, o el de otras especialidades. Cada filósofo, por otra parte, se sentía miembro de una cadena continua y se apoyaba sobre la serie de sus predecesores para dar un nuevo avance con sus propias meditaciones. Pero hoy día se ha derrumbado aquel majestuoso edificio de la cultura occidental y no ha surgido otro nuevo. Estamos en un "interregno".
 La Revolución Conservadora vive bajo este signo, tratando de hacernos alcanzar la otra orilla, de restablecer una nueva unidad dentro del espacio sin contornos en que se mueven los trozos dispersos del pasado

La Weltanschauung sería la forma espiritual característica de este "interregno". En ella no hay ya claras separaciones ni ordenaciones. Su tipo representativo es el de un literato-pensador, que usa un lenguaje medio científico, medio simbólico, inventando unas veces nuevos términos, como Heidegger, por ser insuficientes los elaborados por la filosofía clásica para expresar las nuevas intuiciones; o saltando desde aquélla al teatro, como Sartre; o utilizando la novela o el diario para exponer sus doctrinas y juicios, como Dostoievsky o Ernst Jünger, y estando siempre dispuesto a traducir sus visiones en hechos, consagrando su vida al servicio de su ideal.
"Conozco mi destino. Algún día se unirá mi nombre al recuerdo de algo tremendo, a una crisis como no la hubo sobre la tierra, al más hondo conflicto de conciencia, a una decisión pronunciada contra todo lo que hasta ahora ha sido creído, exigido, reverenciado." En estas palabras de Nietzsche hay que buscar uno de los primeros avisos del cambio. A partir de entonces el tema resonará sin tregua. "Estamos en el tránsito de dos épocas —dirá Ernst Jünger—, de una significación análoga a la del advenimiento de la época del metal después de la de piedra." Otros se remontarán incluso a imágenes cósmicas, como Kurt van Emsen, que habla del tránsito del eón de Piscis al de Sagitario. […]
Todo este ambiente en que se mueve la Revolución Conservadora está, como se advertirá, hondamente impregnado de metafísica. Y más todavía en lo que, según Armin Mohler, constituye su rasgo esencial: su adherencia al principio cíclico del eterno retorno, en que cada momento lo abarca todo, pasado, presente y futuro, y no a uno lineal, en que las cosas marchan en procesos irreversibles, siendo efímero, por consiguiente, cada instante.  
La creencia de que la cantidad total de felicidad sobre la tierra es siempre la misma, de que no puede incrementarse el conjunto de valores (como cree el progresista), dado que, inevitablemente, cada ganancia se tiene que compensar con una pérdida y viceversa, presta una singular serenidad para resistir las mayores adversidades, para aceptar con impasibilidad el más duro destino, que tendrá siempre su sentido dentro del proceso total y del que, en todo caso, es inútil intentar evadirse. En un espíritu débil podrá tal creencia favorecer una tendencia a la inercia. En el alemán está harto demostrado que le infunde, por el contrario, aliento al sentirse instrumento de un más alto e inescrutable poder. […]
La Revolución Conservadora, sin embargo, le da otra interpretación mucho más rigurosa al principio cíclico, haciendo naufragar en él todo vestigio de valor individual humano. Según ella, el pensamiento cristiano coincide con el progresista en atribuir un valor absoluto a la moral. Para el cristianismo, la naturaleza humana está corrompida por el pecado original, pero es redimible por la gracia de Dios. Para el progresismo, el hombre es naturalmente bueno y está sólo corrompido por circunstancias externas, superadas las cuales alcanzará sobre esta tierra la perfección. 

Para la creencia conservadora, esta distinción entre bueno y malo no tiene sentido: el hombre individual no es ni una cosa ni otra, sino imperfecto en cuanto sólo es parte del total, en el que únicamente puede residir la perfección.
"Estética", por contraposición a "moral"; es la expresión que mejor definiría esta actitud, para la que todo acontecimiento encuentra su exacto sentido contemplado desde el conjunto, y cuya clave dio Nietzsche en su Amor fati: amor al mundo tal como es, con su eterna alternativa de nacimiento y destrucción; al mundo tal como es ahora, sin esperanza de que mejore ni aquí ni en el más allá; al mundo como siempre fue y siempre será. Es la actitud que el propio Nietzsche calificó de "visión trágica del mundo", y Ernst Jünger de "realismo heroico", queriendo significar que en ella se enfrenta uno con la dura realidad, no con ánimo de mejorarla, sino de afirmarla tal cual es. […]

Fuente                                                   Marqués de Valdeiglesias

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