Ernst Jünger
La emboscadura (1951)
La emboscadura (1951)
En la mitad matemática de este siglo, cuando su país
empieza a reconstruirse, Ernst Jünger (1895-1998) redacta un breve libro,
Der Waldgang, que aparece en francés al año siguiente con un título sugestivo:
Tratado del rebelde. Andrés Sánchez Pascual, a quien debemos la tardía
versión castellana (1988), demostró una vez más su competencia llamándolo
La emboscadura; en efecto, Waldgang es un compuesto de Wald (bosque) y
Gang (marcha, andadura). Abrumados por la derrota y la miseria, no menos
que por su responsabilidad en el Holocausto, los alemanes inauguraban
una democracia muy vigilada, escindidos en hermanos irreconciliables por
exigencias de la Guerra Fría. Y en ese clima –de terror, confusión, verguënza
y baño propagandístico- Jünger redacta un majestuoso himno a la dignidad
humana.
Desde los antípodas del ánimo patético y el victimismo, recuerda
que el tema de nuestra vida sigue siendo resistir a la opresión, sean
cualesquiera sus formas, y que de mantener dicha resistencia se derivan
innumerables alegrías y cumplimientos. Con todo, eso será cada vez más
ilusorio sin consolidar una “nueva respuesta de la libertad”. Como dicha
respuesta resulta ajena a las figuras hasta entonces preponderantes en
el drama histórico -el Trabajador y el Soldado Desconocido, puntas del
enorme iceberg representado por “las masas”-, recae ahora sobre una figura
que Jünger bautiza como el Emboscado, cuya esencia es “la persona singular
soberana”.
En contraste con el humano-masa, que huye del fantasmagórico
bosque para embarcarse en vapores de lujo tan seguros como el Titanic,
o rinde culto a Leviatán hacinándose en bloques presididos por antenas
que “semejan el cabello erizado” de terror, los emboscados ni se ocultan
la catástrofe ni aceptan su fatalismo. Independientes de fachadas y agrupaciones,
quieren introducir libertad en la evolución, y atienden para ello a lo
fundamental. “¿Es posible librar del miedo al ser humano? Tal cosa resulta
mucho más importante que proporcionarle armas o proveerle de medicamentos.
El poder y la salud están en quien no siente miedo.”
Quienes se esfuerzan
por confundir este temor con peligros puntuales, rodeándose de guardaespaldas,
galenos y enfermeros olvidan que “ni con las armas ni con los tesoros
se conjuran las amenazas”. La única defensa es el cultivo de nuestra libertad,
entendida como substancia que transforma el hado en historia, eligiendo
los azares de la autonomía a las seguridades de la servidumbre.
De hecho,
la libre acción es el único poder que vence al miedo, si bien sólo allí
donde además de resistencia al soborno o a la coacción es también “placer”,
disfrute de sí misma. La emboscadura examina diversas estrategias de guerrilla
para oponerse a lo intolerable -aliado primario del miedo-, llamándolo
“crueldad” o violencia gratuita. Pero funda esas emboscadas en la plenitud
que acompaña a la libertad como goce, ya que sin una dimensión de “patria,
paz y seguridad”, esencialmente intemporal, definida unas veces como Ser
y otras como Ser Humano, la propia crueldad se hace invisible, difuminada
en la niebla del temor inconcreto.
O, peor aún, alimenta una fascinación
por la pura violencia, articulada sobre el principio de que la propiedad
es un robo, suscitando renovados “repartos de la injusticia”. Básicamente,
se trata de saber que “los hombres libres son poderosos, aunque constituyan
únicamente una minoría pequeñísima”. Su fuerza les viene de que hay Bosque
por todas partes, y muy especialmente en la retaguardia del enemigo.
Sin paralizarse ante la ubicua muerte, ni convertirse en sus sicarios, a esos emboscados incumbe discernir lo cruel de lo inevitable en cada caso, las relaciones de poder pasajeras y las permanentes. El cimiento sobre el cual están instalados es ser “personas singulares concretas” en colectividades tentadas por la masificación y rendidas al miedo, donde el apoyo de una mayoría sigue pareciendo necesario para defender lo común.
Sin paralizarse ante la ubicua muerte, ni convertirse en sus sicarios, a esos emboscados incumbe discernir lo cruel de lo inevitable en cada caso, las relaciones de poder pasajeras y las permanentes. El cimiento sobre el cual están instalados es ser “personas singulares concretas” en colectividades tentadas por la masificación y rendidas al miedo, donde el apoyo de una mayoría sigue pareciendo necesario para defender lo común.
No obstante,
lo verdaderamente común es aquella “base de la cual irradian las individuaciones”,
y la minoría de personas soberanas es en realidad quien una y otra vez
“dispensa ayuda” al conjunto, recordando que no hay excusa para postergar
la humanitas, el respeto al prójimo y a uno mismo. De ahí que lucha y
aquiescencia no puedan disociarse. “En las esferas de la medicina, del
derecho y del empleo de las armas la decisión soberana corresponde al
emboscado, quien tampoco en moral actúa de acuerdo con doctrinas, y se
reserva la aceptación de las leyes [...] Él decide su propiedad y el modo
de afirmarla”.
Estas premisas son una declaración de guerra al gregarismo y a la propaganda, por no decir que una declaración de guerra a la autoridad coactiva en general. Pero resistir viene de que los emboscados se vacunaron contra el nihilismo –al expulsar de sus pechos el resentimiento ante la necesidad de morir-, y gracias a ello topan con fuentes de vida que ofrecen “manantiales de abundancia, veneros de poder cósmico”. Fuere cual fuere su suerte particular, “son conscientes de la inatacable profundidad [...] y la plenitud del mundo”. Eso funda en ellos ánimos de benevolencia, como funda el amor de los padres propia estima en los hijos.
Las líneas finales del libro, que resumen el paisaje deparado por el bosque, dicen así: “Lo grisáceo, lo polvoriento, se adhieren únicamente a la superficie. Quien cava más hondo alcanza en cualquier desierto el estrato donde se halla el manantial. Y con las aguas sube a la superficie una fecundidad nueva”.
Esta certeza arraiga en el sentimiento, y es la buena nueva que sigue a la más terrible de las guerras.
Medio siglo después de enunciarse, el
principio de la singularidad soberana forma e informa a nuestros hijos.
Coexistir en grupos que no tienen soberanos distintos de sus miembros
(siquiera sea nominalmente) es la ciudadanía, el “pueblo”, como único
origen de legitimidad política. Por otra parte, la soberanía lleva consigo
responsabilidad, conciencia del límite objetivo, y la propaganda sugiere
aplazar personalmente esa asunción, seguir delegando en profesionales
del mandato la articulación de cada yo con los otros cinco pronombres
del verbo.
Rodeado de ruinas, en 1950, Jünger escribe: “No hay duda alguna
de que existe una vía legal que en el fondo es aceptada por todos.” ¿Cómo?
¿Una vía legal sin malentendidos ya desde el principio? “Es evidente”
–añade de inmediato Jünger- “que estamos alejándonos de los estados nacionales
[...] y dirigiéndonos hacia unos órdenes planetarios [...] Hay ideas,
y hay también hechos, sobre los cuales es posible construir una gran paz”.
Sin embargo, no nos engañemos nosotros: la gran paz, la que sigue al retroceso
del miedo, sólo alcanza “a quien ascienda moralmente un nuevo piso en
el edificio del mundo”.
Antonio
Escohotado
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