Hombres nuevos (II)
La democracia plantea un problema acaso irresoluble,
que es el de la representación política. A la gente se le dice que, a
través del voto, elige a sus gobernantes, que estarán obligados por un
mandato representativo a atender las peticiones de sus votantes.
Pero lo cierto es que tal representación política nunca ha sido plena;
y, en las democracias de nuestra época, puede decirse sin temor a la
hipérbole que tal representación es casi nula, pues los gobernantes
están al servicio del Dinero, que es el que les da las órdenes. Si la
gente cayese en la cuenta de que no existe representación política, se
podría desencadenar una revolución que aniquilase este contubernio del
poder político y el Dinero; y para que esto no ocurra, se arbitra
entonces una emplearemos la misma expresión que Platón utiliza en su
República «sublime mentira» que haga creer a la gente que su voluntad es
soberana y los gobernantes de desviven por atenderla.
Así se
crea el mito del hombre nuevo democrático, que, a diferencia del hombre
nuevo de los totalitarismos, no surge tras un periodo de violencia
revolucionaria, sino de manera pacífica, hasta alcanzar lo que Augusto
Comte llamaba el «estado positivo de la Humanidad», que a su juicio (¡y
tenía razón, el muy bellaco!) se lograría a través de la propaganda y la
educación. En esta misma idea abunda Marcuse, quien señala que
«la democracia consolida la dominación de manera más eficiente que el
absolutismo», sin necesidad de recurrir al «terror explícito».
En un artículo anterior señalábamos que el hombre nuevo democrático era
una mezcla del hombre-masa de Ortega, el hombre unidimensional del
mencionado Marcuse y el hombre programado de Skinner. Detallaremos
ahora un poco más el proceso que se sigue para lograr esta
metamorfosis, cuyo fin último no es otro sino crear por sugestión el
espejismo de que somos titulares del poder político, cuando en realidad
solo somos sus felpudos. Para que tamaña sugestión cale en la llamada
'conciencia colectiva', es preciso actuar primeramente sobre las mentes
humanas, logrando la desconexión plena entre sus estructuras
intelectivas superiores (allí donde residen las funciones específicas
del pensamiento, la capacidad de juicio y la responsabilidad) y los
impulsos vitales, de tal manera que estos dejen de estar controlados por
la inteligencia y se conviertan en meras expresiones de la voluntad. De
este modo, mediante la desconexión de inteligencia y voluntad, se logra
salvar el reparo fundamental que los partidarios de la aristocracia
han hecho a la democracia, pues como atinadamente observaba Donoso
Cortés, «si las inteligencias no son iguales todas, todas las voluntades
lo son. Solo así es posible la democracia».
Una vez
lograda esta desconexión, al hombre nuevo democrático se le infunde la
ilusión de que sus deseos e impulsos vitales, puesto que son la
expresión más 'auténtica' de su voluntad, deben ser atendidos por el
Estado. Pero no hay organización política que pueda atender
simultáneamente millones de deseos salidos de millones de voluntades:
por eso el gobernante recto no atiende deseos personales, sino que
procura atender el bien común; y por eso el gobernante degenerado, para
infundir la ilusión de que atiende deseos personales, necesita que todas
las personas deseen lo mismo, para lo que es preciso convertirlas en
masa gregaria.
Este proceso de masificación social, tan
crudamente animalesco, era realizado en los regímenes totalitarios con
métodos expeditivos y carentes de delicadeza, pero en las democracias se
realiza con métodos mucho más finolis y recatados, mediante la
exaltación de la igualdad, una golosina que a todos gusta, pues es el
homenaje que la democracia rinde a la envidia. Esta utilización espuria
de la igualdad como «camino hacia la esclavitud» o coartada para la
masificación y uniformización de los pueblos ya fue vislumbrada por
Tocqueville en La democracia en América: «Todo poder central que
sigue sus instintos naturales ama la igualdad y la favorece; pues la
igualdad facilita singularmente la acción de semejante poder, lo
extiende y lo asegura (...) Se puede decir, igualmente, que todo poder
central adora la uniformidad, pues la uniformidad le ahorra el examen de
una infinidad de detalles de los que debería ocuparse si hiciera las
reglas para los hombres, en lugar de hacer pasar indistintamente a todos
los hombres bajo la misma regla».
Fuente Juan Manuel de Prada
finanzas
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