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martes, 20 de enero de 2015

ARTÍCULO 47




Personas sin hogar: la forma más extrema de exclusión social

El rostro de la gente que duerme en la calle refleja la forma más extrema de pobreza y exclusión social. Se trata de personas que habitualmente viven y en ocasiones también mueren soportando la pasividad o el desprecio de la mayoría de quienes les rodean, y que hoy constituyen una realidad tan nueva como vieja, tan cercana como lejana y tan conocida como ignorada. Antes se les llamaba indigentes o vagabundos. Hoy se les denomina roofless o sintecho, pero siguen sufriendo el más alto nivel de marginación y su número no deja de crecer en los denominados Estados desarrollados –como España–, donde no existe un problema de escasez de viviendas capaz de explicar esta realidad.

Francisco es un hombre educado que disfrutaba de una “buena posición” y ahora, por “circunstancias de la vida” en las que le cuesta profundizar, duerme en un cajero automático del centro de Santander. La parisina Julie y el asturiano Fernando son pareja y se conocieron en las calles de Valencia, donde viven, piden limosna y reciben ropa y alimentos de vecinos que “entienden” su situación y además “pueden” ayudarles. José Joaquín, ex toxicómano, prefiere moverse de ciudad en ciudad y pasar el menor tiempo posible en la suya, “para evitar ser reconocido” por sus familiares. También duerme en la calle, aunque de vez en cuando acude a un albergue para poder ducharse.

Las organizaciones que ayudan a estas personas coinciden en que una política adecuada de vivienda podría identificar el problema, reducirlo a su mínima expresión e incluso acabar con él. El principal inconveniente en este sentido es que en España la política de vivienda es “prácticamente inexistente”, como denuncia el último Informe sobre exclusión y desarrollo social en España realizado en 2014 por la Fundación Foessa para Cáritas Española.

Es evidente que las clases bajas son mucho más vulnerables que las altas y que determinados perfiles individuales y familiares están mucho más expuestos a la exclusión residencial que otros, pero también es verdad que prácticamente nadie está absolutamente libre de poder acabar viviendo en la calle, donde la lucha por la supervivencia es extremadamente dura, sobre todo durante los meses de invierno, con largas noches de frío, viento y lluvia o nieve que aumentan el riesgo de enfermedades, daños y muerte. Basta con decir que la esperanza media de vida de estas personas es de veinte años menos que la del resto de la población, según datos de Cáritas, y que cada cinco días muere un sinhogar en España, según datos del Centro de Acogida Assís.

Daniel, trabajador social en un albergue de Madrid, destaca que en los últimos tiempos el perfil medio del demandante de una plaza para dormir bajo techo es el de un hombre de “bajo nivel cultural” y “poca cualificación profesional” que vivía en una pensión o en una habitación alquilada que ya no puede sostener porque se ha quedado sin un trabajo que suele estar relacionado con la construcción o la hostelería. Un hombre que accede al albergue “con ánimo y esperanza”, pero que a los tres meses puede descubrir que su situación laboral –y por lo tanto económica– no mejora, y empieza a sospechar que su falta de hogar no será temporal. “Entonces llegan la ansiedad, el estrés”… Un proceso que puede acabar deteriorando su estado físico y mental y empujándolo a la calle, lo que convierte a ese sinhogar en un sintecho al que cuanto más tiempo pase en su nueva situación, más difícil le resultará volver sobre sus pasos. Y es que no es fácil salir de la calle.

Es muy duro”, apunta Roberto, camionero en paro que se vio con el cielo arriba y la tierra abajo cuando se quedó sin prestación ni subsidio por desempleo, aunque él es de los que no han perdido la esperanza y sigue “buscando trabajo” y poniendo su experiencia laboral “a disposición de la gente” mientras pide limosna. Cuando puede, paga el alquiler diario de una habitación; cuando no, duerme en la calle, y por las tardes suele acercarse hasta un supermercado donde le dan “algo para comer”. Roberto recuerda las rutas internacionales que recorría al volante de su camión y sueña con volver a trabajar. Para cumplir ese sueño pretende trasladarse a Francia “en cuanto pueda”, convencido de que allí hay más empleo.

La exclusión residencial. 

Las personas sintecho son el eslabón más débil de la cadena de los sinhogar, formada por aquellos que “no pueden acceder o conservar un alojamiento adecuado –adaptado a su situación personal– permanente que les proporcione un marco estable de convivencia, ya sea por razones económicas u otras barreras sociales o porque presentan dificultades personales para llevar una vida autónoma”. Así los define FEANTSA, la federación europea de asociaciones nacionales que trabajan con personas sin hogar, que en 2005 desarrolló –y posteriormente ha revisado– una tipología europea del homelessness o sinhogarismo, que a día de hoy constituye la principal guía para abordar este fenómeno. La tipología, denominada ETHOS, distingue, de menor a mayor nivel de exclusión residencial, cuatro categorías de personas sin hogar: las que viven en una vivienda inadecuada, desde chabolas hasta viviendas masificadas; las que viven en una vivienda insegura, es decir sin título legal o afectada por una notificación de desahucio; las que viven sin vivienda, es decir en refugios o centros de acogida, y, finalmente, las que viven sin techo, es decir en espacios públicos, y a lo sumo pernoctan de vez en cuando en algún albergue.

Esta clasificación explica que en la Unión Europea haya 400.000 personas sin techo –según datos oficiales–, pero también que el número de personas sin hogar ascienda a millones. Y es que sólo en España el sinhogarismo afectaba ya en 2008 –cuando estalló la crisis económica– a un millón y medio de personas, según el informe ¿Quién duerme en la calle?, editado por la Obra Social de Caixa Catalunya.

En España. 

Cáritas estima que en España hay unas 40.000 personas sin techo. La más reciente Encuesta a las personas sin hogar del Instituto Nacional de Estadística (INE) data de 2012 y cuantifica las “personas sin hogar de 18 años o más que fueron usuarias de centros asistenciales de alojamiento y/o restauración ubicados en municipios de más de 20.000 habitantes”. Es decir que no incluye a todos los sintecho, y aun así la cifra asciende a 22.938 (71 de cada 100.000 habitantes), de los que el 80% son hombres y el 20% mujeres. Su media de edad se sitúa en los 43 años; el 58% tiene menos de 45 y el 4%, más de 64. El 54% son españoles y el 46%, extranjeros, de los que más de la mitad son africanos. La mitad de las personas sin hogar tienen hijos.

Las entidades que trabajan con estas personas destacan que en los últimos tiempos ha aumentado el número de jóvenes y mujeres atendidos, y se extiende la preocupación por el hecho de que las mujeres están llegando a la calle “más deterioradas” física y mentalmente que los hombres, lo que aumenta su situación de vulnerabilidad.

El informe del INE arroja que el 45% de estos sintecho lleva más de tres años en la calle y el 32%, menos de un año. El 89% duerme todas las noches en el mismo lugar. El 44% pernocta en alojamientos colectivos, es decir albergues/residencias, centros de acogida a mujeres maltratadas o centros de ayuda al refugiado; el 21%, en pisos o pensiones facilitados por ONG o similares, y el 35% restante lo hace al margen de la red asistencial existente, es decir en espacios públicos, pisos ocupados o alojamientos de fortuna, que pueden ir desde el hall de un inmueble hasta una cueva, pasando por un coche o una tienda de campaña. El 31% de esas personas tienen alguna enfermedad crónica y el 15%, alguna discapacidad reconocida. El 17% de esas enfermedades crónicas están relacionadas con trastornos mentales. El 51% de esas personas han sido víctimas de algún delito –siendo los más frecuentes los insultos y amenazas, los robos y las agresiones–, el 45% ha sido detenido o denunciado alguna vez, y la mitad de ellas han sido condenadas por los tribunales.

Detrás de estas cifras hay historias como la de Gheorghe, rumano que toca el acordeón en las calles de Valencia y quiere volver a su país porque lleva tiempo enfermo y porque cada vez gana menos dinero con su música, tanto es así que ya, afirma, “apenas me da para sobrevivir”. Como la de José, madrileño con más de diez años sin techo que un día decidió “abandonar” la capital de España y ahora pide limosna a la puerta de una iglesia en una capital de provincia. O la de Mihail, rumano que trabajó en un taller de chapa y pintura, duerme en la tienda de campaña que instala en un monte de Alicante y cada mañana se afeita y lava como puede en los servicios de un parking, porque “dormir en la calle no está reñido con ser aseado”. Todos los días acude a una cafetería en la que le invitan a tomar un café, y –como no ha perdido la esperanza de encontrar trabajo– repasa las ofertas de empleo de los periódicos en la biblioteca municipal, “que es gratis”.

También hay naves abandonadas y edificios a medio levantar –recuerdo de aquellos años en los que España construía más viviendas que Alemania, Francia y Reino Unido juntas– que ahora se utilizan como refugios improvisados. En las obras de un parking que nunca acabó de construirse duerme Pablo, que intenta ganarse la vida unas veces vendiendo latas de cerveza a turistas y otras como gorrilla, dos ocupaciones no exentas de riesgos, pues por un lado las latas pueden acabar “requisadas por la policía” y por otro lado ciertos grupos organizados de aparcacoches no son “muy amigos de la competencia”.

En fin, hay colas cada vez más nutridas en los comedores sociales. Hay pernoctaciones en cajeros automáticos en los que puede leerse: “Consulte las oportunidades inmobiliarias que ponemos a su disposición”. Y hay muchos dramas personales y familiares con enfermedades mentales y adicciones como telón de fondo.

Sin fuerzas para luchar.
 

Que todos los sintecho son enfermos mentales o adictos es sólo un mito. No obstante, cifras como las anteriores ayudan a comprender lo que los profesores universitarios Patrick Emmenegger, Silja Häusermann, Bruno Palier y Martin Seeleib-Kaiser explican en su reciente obra colectiva The Age of Dualization, estudio comparativo de referencia internacional: la amenaza de estas y otras personas en situación de pobreza extrema al orden social vigente “es escasa”, precisamente “por su fuerte componente autodestructivo”. Y es que la lucha por la supervivencia y el deterioro físico y mental de muchas de estas personas les incapacita para plantear demandas y organizarse para protestar por su situación o por las políticas que les afectan negativamente.

Unas políticas que van desde la vulneración del derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada –supuestamente garantizado por el artículo 47 de la Constitución española– hasta los pinchos antiindigentes que las autoridades de algunas ciudades llevan meses instalando para evitar que las personas sintecho puedan sentarse o tumbarse en determinados espacios. Ayuntamientos como los de Londres y Madrid son pioneros en la colocación de esas púas metálicas.

Los sintecho podrían evitar ésas y otras barreras legales y sociales –que van desde multas hasta palizas– acudiendo a dormir a albergues, el problema es que a muchas de estas personas, algunas de las cuales llevan años languideciendo en las calles –con todo lo que ello supone–, no les resulta fácil convivir en centros con normas muy estrictas, cada vez más masificados y en los que además muy raramente se permite permanecer más de unos días, unas semanas o unos meses.

Miguel Ángel, vallisoletano con más de medio siglo a sus espaldas y problemas de alcoholismo, es uno de los que prefieren pasar la noche en un cajero automático –el suyo se ubica en el centro de Santander– que en un albergue municipal. “Tiene calefacción y el director de la sucursal me deja dormir en él, porque cada mañana me levanto antes de que lleguen los empleados y lo dejo todo ordenado”, explica.

Desigualdad. 

Según datos de FEANTSA, el "sinhogarismo" ha aumentado en al menos 15 Estados miembros de la Unión Europea desde el estallido de la crisis, tanto que el Parlamento Europeo ha manifestado su preocupación por lo que constituye una “vulneración de derechos fundamentales”. España está entre esos Estados. “Se han alcanzado máximos históricos en desempleo y grandes aumentos de la desigualdad, mientras que los procesos de empobrecimiento y de inseguridad económica de los hogares españoles han llegado a un punto de difícil retorno”, advierte el informe Desigualdad y derechos sociales, de 2013, de Foessa para Cáritas.

En The Age of Dualization, sus autores advierten que la pobreza, la desigualdad y la exclusión social vuelven a estar en la agenda política de muchos de los Estados más ricos de Europa Occidental y América del Norte, y lo achacan a la crisis que estalló en 2008, pero también a una tendencia a profundizar en la desigualdad, que comenzó algún tiempo antes, de la mano de la globalización neoliberal. Además, auguran que el actual incremento y deterioro de estas situaciones tendrá “efectos muy negativos a largo plazo”, pues empuja peligrosamente a las sociedades hacia una mayor dualización entre los insiders y estos outsiders.

Pero en España el aumento del "sinhogarismo" también tiene causas particulares. El informe La vivienda en España en el siglo XXI. Diagnóstico del modelo residencial y propuestas para otra política de vivienda, elaborado en 2013 por Foessa, refleja que la aprobación y ejecución de las leyes de liberalización del suelo a partir de los años noventa del siglo pasado introdujeron un “fuerte carácter especulativo” en el sector inmobiliario español, a pesar de que el artículo 47 de la Constitución insta a los poderes públicos a hacer efectivo el derecho a la vivienda “regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”. El resultado es una gran cantidad de viviendas vacías, dificultades añadidas para acceder a una casa o mantenerse en ella y un espectacular aumento del número de desahucios; 38.961 familias perdieron su vivienda habitual en 2013, según datos oficiales. El informe de Cáritas destaca también “el papel ejercido por las entidades financieras que han hecho posible el endeudamiento de las familias”, amparadas por aquel dogma intencionadamente propagado que sostenía que “el precio de la vivienda nunca baja”.

Fuera de la sociedad. 

La última Encuesta de Condiciones de Vida del INE, correspondiente a 2013, reconoce que uno de cada cinco residentes en España vive por debajo del umbral de la pobreza. La pobreza no sitúa a los más pobres en la parte de abajo de una sociedad cada vez más dualizada. Los sitúa fuera de ella, algo que se hace especialmente patente en el caso de los sintecho, quienes, al dolor por la pérdida de los viejos vínculos, tienen que unir el esfuerzo por sobrevivir y establecer nuevos vínculos con otros sintecho, pero también con vecinos, hosteleros y comerciantes de la zona en la que se mueven, en una lucha por reconstruir, aunque sea de forma precaria, un sentido de pertenencia.

Existe una tendencia a pensar que las personas asumen con naturalidad su situación en la vida. Acercarse a quienes viven en la calle supone darse cuenta de que no es así. En la cabeza de muchos de ellos se mezclan sentimientos de aislamiento, de fracaso, de indignidad, de vergüenza e incluso de culpa, algo entendible en una sociedad construida en torno a “somos lo que tenemos” y “tenemos lo que merecemos”, aunque la Constitución reconozca en su artículo 35 que “todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo”, así como “a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia”. Con “la moral por los suelos”, las manos castigadas –José, de Albacete, apenas se quita los guantes, porque se pasa la jornada rebuscando dentro de contenedores de basura en busca de algo “de valor” para poder venderlo– y los ojos sin esperanza. Con pocas excepciones, las personas sin hogar han perdido hasta las ganas de sonreír.

Las organizaciones asisitenciales coinciden en que en el "sinhogarismo" convergen múltiples causas, tanto individuales como sociales, aunque resulta difícil establecer la frontera entre unas y otras. Entre las primeras destacan el alcoholismo, las toxicomanías y los problemas de salud –fundamentalmente de salud mental–, pero también las fracturas y quiebras en las relaciones familiares y sociales, un apoyo tradicional, especialmente en la Europa mediterránea, que se está viendo erosionado. Y es que la soledad es un importantísimo factor de vulnerabilidad. De hecho, la mayoría de los testimonios de personas sintecho arrojan que la pérdida de la familia o del contacto familiar suele ser el último paso –el primero a menudo es la pérdida del puesto de trabajo– antes de acabar en la calle.

Causas más sociales son la distribución de la riqueza en la sociedad y el paro y la precariedad en el empleo. Sin olvidar que ya no es necesario ser desempleado para acabar en la calle, pues cada vez son más las personas sin hogar que sí tienen empleo, pero éste está caracterizado por su temporalidad y por un sueldo que no da para pagar un alquiler modesto.

La carencia de una política social pública capaz de dar una respuesta suficiente e integral a estas personas contribuye a agravar y perpetuar un problema que cada día se hace más visible en las calles, mientras, paradójicamente, el outsider deja de ser Francisco, Julie, Fernando, José Joaquín, Roberto, Gheorghe, José, Mihail, Pablo o Miguel Ángel para convertirse en una sombra prácticamente invisible a los ojos del "insider".

Fuente                                        Javier Lezaola

                 Recuerda+ Artículo 47                          

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