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sábado, 5 de julio de 2014

LA NUEVA RELIGIÓN



¿Es nuestro mundo tal como lo vemos?

Más allá de las elecciones europeas, del gobierno de turno y de acontecimientos más mediáticos que históricos, existen ideas que conforman la manera en que entendemos el mundo.
Son referencias indiscutidas conforme a las cuales juzgamos lo que sucede alrededor. Establecer estas ideas confiere mucho poder porque con ellas se define lo que es correcto y lo que no, lo que puede estar en el debate y lo que se halla fuera de cuestión.Con el tiempo, esos referentes devienen dogmas incontestables y ponen de manifiesto que las iglesias son entidades comparativamente mucho menos dogmáticas que otras instancias sobre las que jamás se arroja la luz crítica del escepticismo. 

La defensa de esos dogmas se lleva a cabo de manera tajante y agresiva: al convertirse poco menos que en ideales sociales introducen paralelamente un sin-valor correlativo que pone automáticamente bajo sospecha a los críticos.
De ahí que con frecuencia se recurra a la indignación y al aspaviento moralizante en vez de a la argumentación, dentro de la tradición inaugurada por Karl Marx en su “Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel”, cuando decía que la oposición al estado de cosas en Alemania estaba tan justificada que no era necesario argumentar por qué, ya que “su pathos esencial es la indignación, su trabajo central la denuncia”. De ahí al clima de histeria hay solo un paso. Otro más a la persecución policial. 

Así se explica que muchos de los grandes referentes de la ideología dominante sigan incólumes en el olimpo universitario, en las redacciones de los periódicos y en las fundaciones políticas de todo signo.
Por ejemplo, Franz Boas, considerado como el padre de la antropología moderna, es también el inspirador principal de la poderosa idea conforme a la cual en la naturaleza humana no hay nada hecho y estable, y que cuanto vemos en ella de invariante es solo una apariencia de lo que es en realidad un “constructor social”. Como profesor de la Universidad de Columbia entre 1899 y 1942, Boas revolucionó la antropología y, hoy, de modo implícito, es uno de los padres de la moderna “ideología de género” y de la “teoría feminista”; todo ello precisamente por ser hostil a la idea de un hombre único e irrepetible, a la idea de un hombre autónomo en definitiva.
Si las personas nacemos como una hoja en blanco en la que los ideólogos y los ingenieros sociales pueden escribir sus teorías, ciertas ideas gozan de predicamento para reivindicar plena actualidad. No es de extrañar que Boas fuera un simpatizante del marxismo. Algunos de los discípulos a los que Boas formó llegaron lejos así mismo y ahondaron en el rumbo que el maestro había impreso al barco de la antropología.
Por ejemplo, Margaret Mead, con su “Coming of age in Samoa”, instituyó un canon del comportamiento sexual de las sociedades del Pacífico e informó de manera decisiva la revolución sexual de los años 60 en el mundo occidental. Que, entre otros autores, en 1998, el antropólogo neozelandes Derek Freeman demostrara la impostura del trabajo de Mead en “The fateful hoaxing of Margaret Mead: A historical analysis of her Samoan research” (Boulder: Westview Press, 1998) no ha significado gran cosa para unas ideas cuyas consecuencias apenas son puestas en duda.
Algo similar ha ocurrido con los críticos de otra gran superchería del siglo XX: el psicoanálisis freudiano. Autores como Richard Webster en “Why Freud Was Wrong: Sin, Science and Psychoanalysis” (Basic Books, 1995) o Hans J. Eysenck en “Decline and Fall of the Freudian empire” (Transaction Publishers, 1991) no han podido impedir que Freud siga siendo considerado un autor respetable en numerosas universidades sobre el que jamás caerá la acritud derramada sobre autores considerados “conservadores”, casi siempre “erradicados” de los curricula académicos.
¿A donde queremos llegar con ésto

Pues a desenmascarar una de esas supersticiones de la época: el cientifismo, que no es sino un disfraz más de la lucha de las ideas, camuflada con el oropel de la ciencia académica, hasta constituirse en la nueva religión de la época. A este respecto, ha escrito Jonathan Coppage un artículo en “The American Conservative” (29.4.2014) titulado “How Culture Wars Hijack Science Discussions” (Cómo las guerras culturales han secuestrado el debate científico).
Según expone el autor, un estudio de Dan Klein, de la “Yale Law School” (The Cultural Cognition Project), ha demostrado cómo las creencias sobre la ciencia mantenidas por nuestros contemporáneos son más bien el reflejo de su identidad cultural, antes que del conocimiento científico propiamente dicho. En el citado estudio, Klein ilustra su afirmación con cuestiones como la evolución o el cambio climático y demuestra que unos y otros no hacen sino manifestar sus ideas de tipo cultural y político. Coppage acaba el artículo pidiendo que unos y otros reconduzcan el debate honestamente al campo cultural y pide que “dejen de esconderse detrás de la ciencia”.
Dicho sea de paso, ni Coppage ni Klein indagan un paso más allá para analizar si este “secuestro” a manos de los prejuicios ideológicos alcanza a los propios científicos a la hora de formular sus teorías.
Como conclusión, y por todo lo expuesto anteriormente, dado el estado profundamente convulso del mundo contemporáneo es necesario que empiece a debatirse sin tapujos si los referentes sobre los que nos conducimos son efectivamente los mejores y más certeros o bien son precisamente la raíz de nuestros males.
De momento, los que nos mandan, los que encarnan la ideología dominante, dicen que, no es que nuestras bases sociales estén equivocadas, sino que no han podido ser totalmente implementadas. La medicina no es mala sino escasa. Ellos achacan todos nuestros males a la pervivencia de esas estructuras sociales y espirituales que los nuevos referentes han venido a subvertir. 

Pero los frutos de sus ideas ponen muy en cuestión la veracidad de lo que dicen. 

Fuente                                                       Eduardo Arroyo 

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