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lunes, 29 de abril de 2013

EL CAMINO DEL DEBER




UNA GIGANTESCA OLA

Una gigantesca ola de pesimismo anega España. Este es el sentimiento general que inunda la sociedad; como los sonidos, las ondas, los temblores que anunciaran un maremoto de consecuencias imprevisibles. Las conversaciones de la gente sobre el asunto, sobre la situación y el estado de esta nación convergen en un desaliento general.

Se torna palpable la creencia extensa de que esto no tiene remedio y la salida es ignota y por tanto temible.

Quienes, escapándose de ese pesimismo masivo, buscan respuestas a una crisis gigantesca con confluencia de causas negativas, ven entre éstas el crepúsculo de los valores que hasta ahora han servido de guía y luz a la sociedad. No es que ésta haya sido nunca perfecta -la edad dorada fue un sueño cervantino acunado en la mente de un ilustre loco; justo y bueno-, como no lo será nunca por la naturaleza precaria de los individuos que la componen; pero en el horizonte, en el orto y en el ocaso, estaban luminosamente escritos los principios y valores que como tablas de una ley universal mostraban el camino del deber.

Hoy esas tablas y sus principios inscritos en ellas se han opacado hasta el extremo de hacerse casi invisibles; como si se diluyeran en el horizonte.

Las nuevas generaciones, salvo las minorías que son en todas las épocas la excepción a la regla y la esperanza siempre de regeneración ante el desaliento, viven como si hubieran perdido el contacto conesos valores o no hubieran recibido la herencia secular que la civilización construyó y trasmitió de una a otra generación.

El sentido del honor, la honradez, la solidaridad, la elegancia en el fondo y en las formas, la identificación de mi yo con el del otro en que consiste la comprensión –lo que se conoce como empatía-; la igualdad como base de la dignidad humana, que no el igualitarismo, pobre y rencorosa ambición de los mediocres; el reconocimiento de la sabiduría y bondad ajenas; el profundo respeto a las creencias y el enfrentamiento a la fanatización de éstas; la igualdad de sexos, con el respetuoso y comprensivo silencio para quienes la naturaleza ha distinguido con una disociación entre el ser y la forma…En definitiva, la más profunda consideración a la dignidad del ser humano sin distinción de razas ni colores.


Si toda esa herencia de valores y principios se evapora, se diluye, la sociedad se retrotrae a estadios primitivos, como la horda.

Alguna semejanza tienen con esto las algaradas sociales en las calles de hoy; a pesar de las muchas causas justas que justifican el malestar e irritación de la gente. Sobre estos movimientos informes se levantan oscuros y desnaturalizados liderazgos de personajes inducidos, procedentes de grupos irracionales, incluso criminales, o iluminados redentores.

Esta especie de anarquía y desgobierno en la base social tiene su correlato y paralelismo en la conducta de los estratos superiores, los de la clase gobernante, devenida en una verdadera casta, anegada de mediocres, amorales, ambiciosos sin causa y con una ética a la altura de un mercachifle.

Si hay algo que pueda debilitar la cohesión de una sociedad, de toda una nación, hasta su ruptura y desintegración, es la conducta inmoral de sus gobernantes; porque éstos son el espejo, representan la norma de conducta, el decálogo social cuyos mandamientos deben ser los primeros en cumplir para ejemplo y pauta de la ciudadanía.

Estamos hablando en democracia y de Democracia. Este sistema de libertades cuya consistencia es tan frágil como el vidrio. Cuando se debilita por la suciedad en la conducta de sus gobernantes, y este es el caso de España hoy, corre y prevalece esa filosofía de vida y conducta chabacana que se concreta en una frase pedestre y vulgar: “Hago lo que me da la gana; para eso estamos en democracia”.

Si un gobernante, si los gobernantes no tienen un proceder a la altura de sus responsabilidades, ¿cuáles y cuántas de estas responsabilidades pueden exigir a los gobernados? 

Ninguna. Es más, hay que afirmar rotundamente, aunque con ello se dé entrada al desorden, que no tienen ni un solo derecho, cuando su conducta pública es tan nefanda, a exigir, a ordenar, a castigar el incumplimiento de las leyes y deberes por la ciudadanía.

Un gobernante basa su fuerza en la conducta; en su autoridad moral.

Podrá errar en sus decisiones, como todo ser humano, pero sí aquélla, la conducta, es honrada, decente y ejemplar, nadie, ningún ciudadano podrá resistirse al cumplimiento de la ley. No podrá tener como recurso ni alegato la mala conducta del que manda. Nadie podrá justificar la transgresión de aquélla por la deshonra de éste. Lo contrario, sí. Un político desvergonzado no tiene fuerza ni autoridad moral para imponer el mandato de las leyes que él mismo desacredita con sus ruines y detestables actos.


El uso de la democracia como coartada de la libertad no puede justificar el caos ni el desgobierno. España es hoy un ejemplo de esto. 

Grupos de todos los colores y signos: separatistas, falsos sindicalistas, pancarteros o simplemente profesionales de la algarada, están poniendo en evidencia esa relación causa-efecto entre la tórpida conducta de los gobernantes y su falta de autoridad para atajar la barbarie de esas minorías; algunas, como las separatistas, fortalecidas y tan experimentadas como para haber logrado velar sus métodos sanguinarios con actuales patentes pseudodemocráticas; hasta el extremo de estar empotrados en las instituciones como si hubieran sido demócratas de toda la vida y ése fuera para siempre su ideal de sistema político.

Toda una hábil y artificiosa trampa.

España no estaría en este estado de postración y en riesgo de ruptura si muchos de sus gobernantes, durante el ya extenso período de esta democracia, hubieran tenido la entidad y altura de hombres de Estado; e inseparable de ello, la conducta de hombres de honor.

Éste, el honor, es el aval inatacable y la fortaleza invencible de un hombre público, de un político.
 
 Fuente                                                                 Pedro Conde Soladana
agorahispanica.es

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