Juan Eduardo Cirlot, entre el símbolo y la llama
Imaginemos a un jinete vestido de hierro, en un bosque oscuro por algún confín del norte de Europa. Errante en una tierra extraña, el caballero avanza entre árboles, pantanos y vestigios ignotos, y siente que sus verdades ceden ante otra realidad que se desvela con el poder de una experiencia visionaria. Imaginemos ahora a otro caballero muchos siglos después, vestido de traje y corbata, rodeado no de árboles sino de edificios de cemento, en un mundo tabulado donde, en vez de señales arcanas, se alza la civilización y sus reclamos gastados. Pero la llama interior que sostiene a este caballero es la misma, como los mismos son los misterios que proceden de la noche de los tiempos. La realidad sigue siendo una selva encantada que sólo se desvela para unos pocos. Como para el poeta, caballero medieval contemporáneo y aristócrata del espíritu Juan Eduardo Cirlot.
Durante mucho tiempo los poetas han sido predicadores, maestros, intelectuales comprometidos, consejeros sentimentales, estetas narcisistas o coleccionistas de filigranas. Juan Eduardo Cirlot fue un poeta de lo esencial. ¿Qué es lo esencial? Decía Jean Cau: “existe la guerra, la oración, el amor, el juego y la contemplación. Todo lo demás no son más que tristes necesidades”.
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En 1945, cuando Cirlot publicó dos libros fundamentales en su obra, En la llama y Canto de la vida muerta, Garcés ya había publicado Odas (1943), en el que incluyó la "Oda a Celtiberia" ("hay barrancos desnudos inundados de espadas").
En el mismo año, el 20 de febrero, publica en el periódico Solidaridad Nacional "Tres poemas a Numancia".
I
LA TIERRA
¡Oh, tierra!
Tierra, campos, rosas,
rosales de tierra desgarrada: de tierra de silencio y de amargura abierta a los puñales y los besos.
Aquí quiero cantar,
sobre tu pecho,
la inmensa soledad de tus llanuras, el oro calcinado de tu trigo, la noche de tu sombra y de tu pelo salvajemente ardiente.
Quiero llorar por
tus montes violetas,
por tus vientos helados, por tus surcos sembrados con metales y con huesos; porque pareces el fondo de un océano, colmado de naufragios.
¡Oh, tierra! Tierra
mía, tierra antigua,
durísima y paterna. |
II
EL ENEMIGO
Un ruido de cadenas
y caballos
se acerca por el valle.
Negras espadas,
tétricos arados
quieren tu espalda pura, ¡Oh rosa delgada! ¡Oh virgen campesina!
Lívidos tribunos,
altos centuriones,
vienen con rojas enseñas, vienen con tercas amapolas, y con palacios de lanzas resplandecientes.
Un ruido de
caballos y cadenas
se acerca por el valle.
¡Afilad las lanzas
y los dardos!
¡Reforzad las torres y los muros! que los romanos vienen con látigos de hierro enloquecido y lobos de basalto. |
III
LA CIUDAD
¡Numancia! Qué pena
dan tus cercados,
tus débiles violetas invadidas, tus sollozantes casas sin ventanas y aquel color tan triste de la lluvia sobre tus hombros muertos toma.
He de hablar con
dulzura absoluta
de tus pálidas trenzas de barro, del país traspasado que dominan tus canciones humildes, tus violentas canciones.
Y de la oscura
paciencia abandonada
con que estabas ahí, sentada en tu colina; cinco años, diez años, veinte años, esperando soldados y soldados, legiones y legiones, Cónsules y Cónsules crueles, con águilas rabiosas y tenaces armas, y suplicios, y murallas.
Quiero hablar de la
harina más triste,
de la carne más seca y solitaria, del invierno más lento, de la noche atada a un gran dolor más hondamente.
Y gemir por tus
ojos profundos,
por tus rosas quemadas, por el suelo, por tus blancas gavillas de ternura, por tus muertos sin cuna ni sepulcro, por la misma grandeza de tu nombre inextinguiblemente herido. |
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