Navidad y pobreza
No parece cuestión incidental que Cristo naciese en un pesebre, después de que negasen alojamiento a su familia en la posada. Tampoco parece cuestión menor que el acontecimiento de su nacimiento fuese anunciado antes que a nadie a unos pobres pastores, que así quedaron convertidos en los primeros evangelistas y en los primeros ciudadanos del Reino. De todo ello se desprende que Cristo quiso nacer pobre, haciendo ese regalo a los pobres, a los que desde el instante mismo de su nacimiento distinguió con su predilección; y, si la vida del cristiano se configura como una «imitatio Christi», hemos de concluir que Cristo, naciendo pobre, nos está invitando a amar la pobreza como prenda de su divinidad encarnada, como modo privilegiado de acercarnos a Dios, a través de quienes son pobres como Él.
No estamos sugiriendo que la pobreza de Cristo sea condición esencial del misterio que se realiza en una cueva de Belén y que habría podido realizarse igualmente en los salones de mármol de un palacio. Pero si tal acontecimiento no se produjo en un palacio, ni en un casa bien caldeada, ni siquiera en una humilde posada fue por algo: ciertamente, Cristo no habría nacido en un pesebre si unos tipejos inhospitalarios no hubiesen hecho uso de su libre albedrío, rechazando acoger a una mujer encinta; pero también es cierto que esa mujer no era de elevada alcurnia, lo que habría asegurado un nacimiento menos accidentado. Eligiendo a María, Dios eligió la pobreza, para subrayar su alianza con los hombres.
Es verdad que la pobreza ya había sido celebrada bajo diversas expresiones (austeridad, templanza, morigeración) por diversos filósofos y moralistas de la Antigüedad; y que el Eclesiastés nos advertía que «quien ama el oro no vivirá en la justicia». Pero es Cristo quien coloca la pobreza en el centro de la vida moral, haciéndose Él mismo pobre «por amor nuestro, para que fuésemos ricos por su pobreza», como señala San Pablo. Y toda su vida pública será una reafirmación de su predilección por los pobres, cuyo testimonio más nítido lo hallamos en las Bienaventuranzas. Nunca se cansó de condenar a quienes viven para atesorar bienes materiales, llegando a señalar explícitamente que «no se puede servir a Dios y al dinero»; y nunca dejó de exhortar a la práctica de la limosna. Al joven rico que quería convertirse en seguidor suyo le indicó que se desprendiera de sus riquezas y las entregara a los pobres; y en su narración sobre el Juicio Final nos advirtió que nuestra salvación dependerá del amor que hayamos dispensado a esos «pequeñuelos» que padecen necesidad. Cristo nunca condenó a los ricos, pero les advirtió que, si mostraban apego al dinero, su acceso al cielo sería tan difícil como el del camello a través del ojo de una aguja, que no parece precisamente símil de manga ancha.
Esta predilección de Cristo por la pobreza, abrazada desde el pesebre y proclamada sin ambages (de palabra y de obra) durante toda su vida pública, constituye un imperativo moral para todo seguidor suyo que no lo sea solo de boquilla. En una época en que la actividad económica se ha orientado obsesivamente hacia el crecimiento, olvidando que su finalidad fundamental no es el mero incremento de la producción, ni el beneficio, sino el servicio al bien común, la predilección de Cristo por los pobres nos exige denunciar las injusticias que fomentan la pobreza y luchar contra ellas en la medida de nuestras posibilidades; no al modo falsamente mesiánico que postulan las ideologías (y que, a la postre, solo consigue que la solicitud de bienes materiales que gangrena a tantos ricos se extienda a los pobres, hasta envenenarlos de resentimiento y afán de revancha), sino desde la certeza de que es una lacra fundada sobre una montaña de pecados que dificultan enormemente la salvación, tanto para quienes la padecen como para quienes la ocasionan o permiten.
Este compromiso con los pobres nos exige tratar de remediar sus necesidades, practicando la limosna (deber de caridad que en modo alguno debe suplir al deber de justicia, sino contribuir a hacerlo más visible ante las conciencias de quienes promueven la injusticia). También nos exige amar la pobreza, entendida como virtud que nos ayuda a desprendernos de los bienes materiales que creemos poseer (y que, en realidad, nos poseen, adueñándose de nuestra alma, como la célula cancerosa se adueña de nuestro organismo).
Deseo una muy feliz Navidad para todos mis lectores.
Fuente Juan Manuel de Prada
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