Al margen del debate que ha provocado desplome de la nación en los sectores sociales más conscientes del país, queda por abordar la cuestión del Estado y, aún, de su supervivencia. Hablamos del vilipendiado, del despreciado, del odiado Estado español.
Partimos de la tesis de que fuera del Estado las libertades quedan a merced de las dentelladas de la ley de la selva. Esta es, para nosotros, una verdad axiomática. Sin Estado no hay servicios públicos, ni protección a los desvalidos, ni pensiones... Sin Estado no hay nación, sino un colectivo humano desnortado y a la deriva. Carne de derrota.
El Estado español se ha convertido en el blanco de las iras de todos aquellos que quieren liquidar y, al mismo tiempo, ridiculizar a la nación. Para todos ellos es una rémora, un obstáculo.
Los neoliberales, porque aspiran a un Estado liliputiense para mayor gloria de ese nuevo becerro de oro que es la iniciativa privada; esto es, el triunfo del capital a través del logro del máximo beneficio. Los neoliberales sólo precisan musculatura en dos cuestiones que les son vitales para seguir manteniendo las actuales estructuras de latrocinio: la recaudatoria y la policial.
Sobre los socialistas convendría previamente que nos dijeran a qué quieren jugar: si a seguir gestionando el capitalismo y, en consecuencia, a desarrollar políticas calcadas de los neoliberales o si, por contra, aspiran a un Estado fuerte y social. O mucho nos equivocamos, o la respuesta de los social-demócratas es irreversible y no deja lugar a dudas: lo que llaman socialismo democrático no es otra cosa que otra muleta al servicio del capitalismo.
Quedan, por último, grupos marginales que, en teoría, abogan por el rearme del Estado. Ocurre en muchos países del mundo que los herederos del leninismo siguen creyendo a pies juntillas en las bondades de un Estado fuerte y centralizador. Desgraciadamente, en este caso como en muchísimos otros, Spain is different. Y lo que en teoría podría ser una fuerza vertebradora es, de hecho, una energía disgregadora ya que la izquierda de la izquierda, desde hace décadas, va a rebufo de los nacionalismos burgueses de toda laya y condición. El postleninismo en España es un vector político confuso, deslavazado y, por ende, antinacional. No han sabido desasirse del dogmaultraburgués de la autodeterminación y, a lo sumo, aspiran puerilmente a la destrucción del Estado para, ulteriormente, tratar de dar forma, no se sabe muy bien cómo, a los escombros.
Quedan, por último, los grupos libertarios, en la periferia de la periferia, que, a estas alturas de la historia todavía siguen encantados con las rancias supercherías evacuadas en el siglo XIX y que abogan por la muerte del Estado, sin más, seguramente para regresar a una suerte de Arcadia paleolítica, cuyo diseño queda para un puñado de mentes privilegiadas que no son de este mundo.
Sobre los separatistas no insistiremos demasiado: su felicidad es directamente proporcional a la desgracia nacional.
¿Tiene el Estado en España quien lo quiera?
Desde nuestro punto de vista, el grado de afección es magro, lo que, entre otras cosas, ha sido una de las causas que han permitido el actual saqueo generado por la partitocracia y la monarquía. Pero lo peor de todo, no es que el Estado se deslice cuesta abajo, lo más inquietante es que los que, en teoría, debieran ser sus primeros defensores, los trabajadores y las clases más desfavorecidas el país, le han vuelto la espalda.
O los perdedores dan un giro de ciento ochenta grados con respecto al Estado, e incluso dan un paso más y se plantean su conquista, o el Estado se convertirá en su verdugo. Los ricos y los poderosos pueden permitirse el lujo de no tener nación ni Estado porque su patria es el dinero. Los trabajadores, por contra, tenemos la necesidad vital de recuperarlos.
Pero para dar ese paso de gigante, es necesario despertar, organizarse y pensar, antes de nada, en que en las reivindicaciones de corto radio y en la división reside buena parte de la fortaleza de los enemigos de España y de su futuro.
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