El sentido de la muerte
y de la vida
El
ansia de un comportamiento noble es algo que ha sobrevivido a la desaparición de
la nobleza como cuerpo social. La actitud ante la muerte siempre distingue y
juzga a un hombre. La muerte voluntaria, atributo del Japón de los samuráis,
pude traducirse, de este modo, en alta aspiración al honor y a la
dignidad.
Hay,
por supuesto, suicidio y suicidio. El del escritor japonés Mishima, especie de
suicidio de protesta contra el estado de indignidad en el que había caído su
país, no tiene el mismo sentido que el suicidio desesperado de Stephan Zweig y
de su mujer en 1942. Sin embargo, el segundo inspira algo más que compasión. La
muerte es el término obligado de cualquier vida. Nadie se escapa. ¿De dónde
viene entonces que a menudo nos sintamos sobrecogidos de respeto cuando el que
muere se ha matado voluntariamente?
En
ciertas situaciones nuestra idea de la dignidad hasta convierte al suicidio en
una exigencia de honor. Es imposible no sentir estima por el almirante von
Friedeburg, último comandante en jefe de la Kriegsmarine, que se dio muerte
después de haber sido obligado a firmar la capitulación de 1945. Causa asombra,
en cambio, que en Diên Biên Phu el comandante que se había encerrado en el campo
no se hubiera suicidado en el momento de la rendición.
En
1945, la invasión de las tropas soviéticas en Pomerania y Prusia oriental
entrañó un número incalculable de suicidios en la población alemana. El
Diario de guerra de Erns Jünger, una figura de la oposición a Hitler, lo
ha descrito con toda claridad. […] «Los disparos resonaban en los
alrededores como en una batida de caza […] mientras se oía gritar a las mujeres
y veíamos la luz de las llamas. La dueña del castillo, una mujer de treinta
años, mató a toda su numerosa familia, a su anciano padre, así como a sus hijos
y luego se pegó un tiro en la cabeza. Estos sitios no llevan nombre, pues sitios
así los hay a millares». […]
En la
Alemania de aquellos años terribles sucedía como en el Japón de los samuráis.
«Hace falta prepararse a la muerte mañana y noche y día tras día», se
dice en el Hagakuré. ¿Por qué? Porque el miedo a la muerte le convierte a
uno en esclavo y le dispone a la esclavitud.
En
la tradición europea
En la
tradición europea el suicidio se honraba tanto como lo hacían los samuráis.
Releamos a Tácito. Cuando Catón de Útica, Séneca, Petronio y tanto más ponen
voluntariamente fin a sus días, son fieles a la filosofía estoica que enseña a
morir si ya no vale la pena vivir. Numerosos ejemplos femeninos, la legendaria
Lucrecia, Servilia, esposa de Lepidius, o Arria que animó a su marido Pætus
clavándose un puñal en el pecho (Pæte, non dolet) muestran que los
romanos tenían un sentido igual de vigoroso de la dignidad, del valor y del
deber.
Aunque
de forma menos constante, la Antigüedad griega también honraba la muerte
voluntaria. En primer término, en la persona de Aquiles, héroe por excelencia
que escogió, con conocimiento de causa, una vida breve y gloriosa antes que una
existencia larga y mediocre. Otro ejemplo para los griegos era Ajax, que borró
con su suicidio su deshonor. Se sabe que los celtas practicaban el suicidio al
igual que los romanos. Abundan los ejemplos en su historia: tanto el de Brennus
como el de los guerreros de Numancia que prefirieron darse la muerte antes que
sufrir la derrota y la cautividad, es decir, sufrir una vida
indigna.
La
condena del suicidio sólo se introdujo progresivamente en Occidente a partir de
san Agustín. Estando sometido a Dios, el hombre no podía disponer de su vida. En
Inglaterra, hasta 1870 se confiscaban los bienes de los suicidas. Quien fallaba
su suicidio era condenado a la cárcel: una pena leve frente a lo que se practicó
hasta el siglo XVII, en que el suicidado era arrastrado por un caballo y luego
colgado en la horca. En Francia, hasta la Revolución no se era tampoco mucho más
clemente: el cadáver de un suicidado era quemado sobre estiércol. Cuando se
trataba de un noble, se podía incendiar su castillo. Sin embargo, se introdujo
una cierta tolerancia a partir del Renacimiento, que permitió redescubrir el
estoicismo y los ejemplos romanos. Se meditaba a Plinio el Viejo, quien
recordaba que la superioridad de los hombres sobre los dioses consistía en
poderse morir. Lucas Cranach podía pintar su retrato de Lucrecia clavándose un
puñal en el pecho para escapar al deshonor. Se deberá esperar, sin embargo, la
llegada de la III República para que la enseñanza pública tribute homenaje a la
muerte voluntaria de Vatel, mayordomo del príncipe de Condé, que se creía
deshonrado.
La
muerte de Drieu, Montherlant y Saint-Exupéry
En
muchas ocasiones, el suicidio otorga una gracia ennoblecedora a una vida
amenazada por la indignidad. Se puede pensar en tres ejemplos contemporáneos,
que Jünger destaca en Jardines y senderos, la primera parte de su
Diario de guerra, los cuales fueron valerosos en la guerra —escribe— sin
por ello ceder al odio. Se trata de los
escritores Drieu la Rochelle, Montherlant y Saint-Exupéry. […] Decía el primero de ellos en su carta de despedida a
su hermano: “Considero una dicha poder mezclar mi sangre a mi
tinta y dar seriedad desde todos los
puntos de vista a la función de escribir”. […] Por su parte, Henry de Montherlant escribió: “Uno
se suicida por respeto hacia la vida cuando la vida ha dejado de ser digna de
uno. ¿Y qué hay más honroso que este respeto de la vida? Desde luego. En
estricta ética, el derecho al suicidio sólo se ve limitado por el dolor que se
puede infligir a los allegados o por la exigencia de un deber que impone seguir
viviendo, aun a costa de sufrir.
Aunque, en el caso de Saint-Exupéry, su muerte
voluntaria no se puede probar con la misma certeza absoluta que existe para
Drieu la Rochelle y Montherlant, todo permite suponer que tal fue el objetivo de
su última misión aérea sobre el Mediterráneo aquella mañana del 31 de julio de
1944. […] En su Carta al general X, escrita en 1943, ya declaraba su
aversión por el mundo que ante él se alzaba: «Odio mi época con todas mis
fuerzas […]. El hombre está castrado, cortado de sus resonancias originales».
En una carta escrita la víspera de su muerte decía: «Cuatro veces he
estado a punto de palmarla. Me resulta vertiginosamente indiferente. Ante el
peligro de la guerra estoy lo más desnudo, lo más desprovisto posible”.
[…]
Drieu
la Rochelle, Montherlant, Saint-Exupéry, tres destinos distintos, pero
magnificados por una muerte decidida. A partir del gesto que no tiene vuelta
atrás, grandeza y dignidad son sus blasones. En unos tiempos en que sólo
deambulan por ahí unas vidas que no son nada y no tienen otro objetivo que vivir
por vivir, cualquiera que sea su vacuidad, la muerte voluntaria es el acto sin
igual que restaura un sentido a la existencia. Constituye uno de los más
vigorosos mentís al nihilismo. Afirma otros valores que el disfrute y la
utilidad, y otros horizontes que el geriátrico. Restaura la nobleza del
desinterés y de la autenticidad. Proclama la soberanía que uno ejerce sobre sí
mismo. Su mero pensamiento, como decía Cioran, puede incluso impedir el
suicidio. La idea de recurrir a él es incitación a la excelencia.
DOMINIQUE VENNER
©
La Nouvelle Revue de’Histoire. Marzo-abril de 2008.
¡Presente!
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