Si
analizásemos los procesos históricos modernos desde la Revolución
Francesa hasta nuestros días, descubriríamos una idea motriz común,
presentada bajo diversos ropajes. Tal idea (por supuesto demencial, pero
expuesta siempre con ardor desmelenado y fatua convicción) postula que
se puede romper drástica y radicalmente con el pasado, fundando una
nueva época que cristaliza en hombres nuevos, proyectados hacia un
futuro esplendente a lomos del progreso. Esta idea, tan optimista como
mentecata, de refundación de la Historia y regeneración humana está en
la médula del espíritu revolucionario y se resume en la frase del
genocida Jean-Baptiste Carrier, que después de encerrar a miles de
antirrevolucionarios en barcos que hizo hundir exclamó exultante:
«Convertiremos Francia en un cementerio si no podemos regenerarla a
nuestro modo». Todos los movimientos políticos de los dos últimos siglos
han hecho propio este desiderátum psicopático, cuyos orígenes debemos
buscar en Descartes.
En su
celebérrimo Discurso del método, Descartes propone una visión
mecanicista de la naturaleza que, aplicada a la sociedad, inspiraría
esta funesta idea de 'resetear' el mundo, empezando naturalmente por el
hombre. Una vez que el mundo es concebido como una suerte de teorema
matemático, resulta inevitable que tarde o temprano surja el deseo de
fabricar un mundo más perfecto, habitado por hombres que se hayan
despojado de las cargas y gravámenes antiguos (¡el odioso pecado
original!), para convertirse en una raza de dioses que imponen su
sacrosanta voluntad sobre la realidad, remodelándola, negándola,
refutándola y, en caso de que tales técnicas se revelen estériles (como
suele ocurrir, porque la realidad es muy tozuda), haciendo como si no
existiese. Este voluntarismo vesánico (y a la vez irrisorio) daría lugar
a una serie de deformaciones racionalistas que ahora no tenemos tiempo
de analizar: revisionismos históricos, idealismos filosóficos y
constructivismos antropológicos de toda índole, con frecuencia
aberrantes y casi siempre desquiciados.
Naturalmente,
al mecanicismo cartesiano se sumarían luego otras corrientes de
pensamiento que contribuyeron a esta tarea de regeneración humana. El
naturalismo de Rousseau propiciaría el advenimiento del primer 'hombre
nuevo' con nombre propio, el 'ciudadano', que puede guiarse por su
voluntad benéfica e infalible, autónoma y soberana. Las hipótesis de
Darwin, por su parte, servirían para soñar con una raza de hombres mejor
dotados, tanto en el carácter como en la constitución biológica,
capaces de desarrollar un sentido ético (y étnico) superior. Al
modernismo religioso, por su parte, no le bastó con que la Redención
hubiese beneficiado espiritualmente al hombre caído, sino que imaginó al
ser humano en un perenne estado de perfectibilidad que lo llevaría
(según la alucinada escatología de Teilhard de Chardin) a fundirse con
Dios, en un afrodisiaco punto G (perdón, quería decir punto Omega).
Este mito
de la perfectibilidad humana es el motor (con carburante adulterado) de
todas las utopías, que resucitaron el sueño de una Edad de Oro,
despojada de la grandeza con que se revestía en las viejas mitologías
paganas y acondicionada a la vulgaridad con olor a berza cocida y estufa
mal purgada de las ideologías, que han ido evolucionando desde las
orgullosas proclamas del racionalismo más infatuado al vómito
balbuciente y sentimental de la razón hecha trizas (según aquel
infalible principio mecánico y biológico que nos enseña que todo lo que
sube baja). Sobre los quiméricos 'hombres nuevos' soñados por el
comunismo, el fascismo o el nazismo nada diremos, pues ya han sido
sobradamente diseccionados y hasta vulgarizados por el cine de Hollywood
y los tertulianos más analfabetos. Mucho más interesante se nos antoja
la figura del 'hombre nuevo' democrático, que en parte es el hombre-masa
de Ortega (un hombre orgulloso de su vulgaridad, engolosinado en su
bienestar, que sólo se guía por sus apetitos, mientras cree aseguradas
la estabilidad política y la seguridad económica), en parte el hombre
unidimensional de Marcuse (dedicado únicamente a producir y consumir e
idiotizado por los mass media) y en parte el hombre programado de
Skinner (un producto de la ingeniería social cuya conducta y pensamiento
están inducidos, incluso determinados por el medioambiente, lo cual lo
hace felicísimo).
La
democracia plantea un problema acaso irresoluble, que es el de la
representación política. A la gente se le dice que, a través del voto,
elige a sus gobernantes, que estarán obligados por un mandato
representativo a atender las peticiones de sus votantes. Pero
lo cierto es que tal representación política nunca ha sido plena; y, en
las democracias de nuestra época, puede decirse sin temor a la hipérbole
que tal representación es casi nula, pues los gobernantes están al
servicio del Dinero, que es el que les da las órdenes. Si la gente
cayese en la cuenta de que no existe representación política, se podría
desencadenar una revolución que aniquilase este contubernio del poder
político y el Dinero; y para que esto no ocurra, se arbitra entonces una
emplearemos la misma expresión que Platón utiliza en su República
«sublime mentira» que haga creer a la gente que su voluntad es soberana y
los gobernantes de desviven por atenderla. Así se crea el mito
del hombre nuevo democrático, que, a diferencia del hombre nuevo de los
totalitarismos, no surge tras un periodo de violencia revolucionaria,
sino de manera pacífica, hasta alcanzar lo que Augusto Comte llamaba el
«estado positivo de la Humanidad», que a su juicio (¡y tenía razón, el
muy bellaco!) se lograría a través de la propaganda y la educación. En
esta misma idea abunda Marcuse, quien señala que «la democracia
consolida la dominación de manera más eficiente que el absolutismo», sin
necesidad de recurrir al «terror explícito».
En
un artículo anterior señalábamos que el hombre nuevo democrático era
una mezcla del hombre-masa de Ortega, el hombre unidimensional del
mencionado Marcuse y el hombre programado de Skinner. Detallaremos
ahora un poco más el proceso que se sigue para lograr esta
metamorfosis, cuyo fin último no es otro sino crear por sugestión el
espejismo de que somos titulares del poder político, cuando en realidad
solo somos sus felpudos. Para que tamaña sugestión cale en la llamada
'conciencia colectiva', es preciso actuar primeramente sobre las mentes
humanas, logrando la desconexión plena entre sus estructuras
intelectivas superiores (allí donde residen las funciones específicas
del pensamiento, la capacidad de juicio y la responsabilidad) y los
impulsos vitales, de tal manera que estos dejen de estar controlados por
la inteligencia y se conviertan en meras expresiones de la voluntad. De
este modo, mediante la desconexión de inteligencia y voluntad, se logra
salvar el reparo fundamental que los partidarios de la aristocracia
han hecho a la democracia, pues como atinadamente observaba Donoso
Cortés, «si las inteligencias no son iguales todas, todas las voluntades
lo son. Solo así es posible la democracia».
Una vez
lograda esta desconexión, al hombre nuevo democrático se le infunde la
ilusión de que sus deseos e impulsos vitales, puesto que son la
expresión más 'auténtica' de su voluntad, deben ser atendidos por el
Estado. Pero no hay organización política que pueda atender
simultáneamente millones de deseos salidos de millones de voluntades:
por eso el gobernante recto no atiende deseos personales, sino que
procura atender el bien común; y por eso el gobernante degenerado, para
infundir la ilusión de que atiende deseos personales, necesita que todas
las personas deseen lo mismo, para lo que es preciso convertirlas en
masa gregaria. Este proceso de masificación social, tan
crudamente animalesco, era realizado en los regímenes totalitarios con
métodos expeditivos y carentes de delicadeza, pero en las democracias se
realiza con métodos mucho más finolis y recatados, mediante la
exaltación de la igualdad, una golosina que a todos gusta, pues es el
homenaje que la democracia rinde a la envidia. Esta utilización espuria
de la igualdad como «camino hacia la esclavitud» o coartada para la
masificación y uniformización de los pueblos ya fue vislumbrada por
Tocqueville en La democracia en América: «Todo poder central que
sigue sus instintos naturales ama la igualdad y la favorece; pues la
igualdad facilita singularmente la acción de semejante poder, lo
extiende y lo asegura (...) Se puede decir, igualmente, que todo poder
central adora la uniformidad, pues la uniformidad le ahorra el examen de
una infinidad de detalles de los que debería ocuparse si hiciera las
reglas para los hombres, en lugar de hacer pasar indistintamente a todos
los hombres bajo la misma regla».
Pero ¿cómo se consigue «hacer pasar indistintamente a todos los hombres bajo una misma regla»? ¿Cómo se alcanza la masificación social, requisito previo para crear el hombre nuevo democrático? Trataremos de explicarlo en un artículo próximo.
Fuente Juan Manuel de Prada
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