El escritor Ernst Jünger reflejó su paso por la Primera Guerra Mundial en el diario que llevó entre 1914 y 1918 y que ahora se edita en español. Gabriel Albiac traza la génesis de uno de los filósofos capitales del siglo XX
No iban a encontrarse hasta casi treinta años más tarde, pero en 1914 están cada uno a un lado de las trincheras. Ven lo mismo. Lo narran, como nadie había narrado antes. Louis-Ferdinand Céline y Ernst Jünger coinciden en una recepción del gobernador militar alemán en el París ocupado. Tratan de presentarlos como iguales: héroes de la Gran Guerra que revolucionaron la literatura. Jünger queda despavorido ante el salvajismo del tipo al cual dicen su igual en Francia: «Cuando habla tiene la mirada fija propia de los maníacos, una mirada que parece brillar desde el fondo de las cavernas».
Poseemos constancia de lo sucedido en aquel diciembre de 1941. Céline había llegado, como siempre, desaliñado y furioso. Se había ido de cabeza a por el dirigente alemán. Le había interpelado con la salvajada que deja helado a Jünger: «Céline ha manifestado su extrañeza, su asombro, por el hecho de que nosotros, los soldados alemanes, no exterminemos a los judíos: por el hecho de que alguien que tiene a su disposición una bayoneta no haga un uso ilimitado de ella».
Los jóvenes escritores que asisten a la recepción hablan de un Céline que ni siquiera aguarda respuesta, se da la vuelta y desaparece con la misma ausencia de cortesía con la que había entrado; lo disculpan ante el militar alemán: es Céline, ya se sabe, no se lo tome usted demasiado en serio. Y Jünger anota cómo, en esa mirada loca del Céline que sólo ansía el exterminio –por él exigido en «Les bagatelles pour une massacre»– de la población judía, ha percibido el destello de una debilidad que el alemán desprecia: el nihilismo.
Un antinazi instintivo
Todo Jünger cabe en esa paradoja, difícil de entender y, de hecho, no entendida: héroe de la primera guerra, militarista ascético, cantor de la épica combatiente, nada odia más Jünger que el nihilismo. Eso hará de él un antinazi instintivo. Como sucedió a tantos entre los militares alemanes de la Segunda Guerra Mundial. No participó directamente en el atentado de 1944 contra Hitler. Pero algunos de los implicados eran amigos suyos.
Para aquellos militares de carrera, como paraErnst Jünger, Hitler quintaesenciaba la locura plebeya que disparó los totalitarismos de entreguerras, del nacional-socialista como del bolchevique: a eso llaman «nihilismo». Y será uno de aquellos viejos conservadores, huido tras la depuración de las SA de Röhm, Hermann Rauschning, quien dará cuerpo teórico a tal rechazo en un libro de lectura indispensable para entender la tragedia alemana de entreguerras: «La revolución del nihilismo». Huirá Rauschning. El estricto sentido del deber militar impedirá a Jünger hacer lo mismo.
Era ya entonces el más prestigioso de los narradores alemanes. Sin contar con el aura de heroicidad con el que sus siete heridas en la guerra del 14 lo revestían. Eso le salvó la vida, sin duda. Aunque, en algún momento, la Gestapo lo mantuviera bajo estricta vigilancia. Pero Hitler se conmovía con la lectura de sus «Tormentas de acero». Y ni siquiera la verosímil burla del nazismo que era «Sobre los desfiladeros de mármol» lo hizo cambiar de opinión.
En la prodigiosa cabeza de Ernst Jünger
La movilización lo salvó de mayores quebraderos de cabeza. Capitán en el Estado Mayor alemán, al mando de Hans Speidel, Jünger, desde su despacho del Hotel Majestic, despliega su honda fascinación hacia París y hacia la cultura francesa. Ambos –París y la literatura y la pintura de Francia– le son tan amados cuanto detestados sus propios jefes políticos, esa insufrible plebe del Partido nazi y la Gestapo. En la prodigiosa cabeza de Ernst Jünger, el arte y la literatura han desplazado ya, a esas alturas de la vida, a la acción militar como lugar sobre el cual asienta el héroe su campamento. Solitario.
Pero el joven que se alista, apenas comenzada la Primera Guerra Mundial (entonces era sólo Gran Guerra, la vulgaridad de numerarlas no estaba todavía en uso), tiene 19 años. Aunque ya, dos años antes, ha huido del hogar paterno para alistarse en la Legión Extranjera francesa. No ha publicado aún nada: es un perfecto desconocido.
El «Diario de guerra», cuya traducción al español ve ahora la luz, no fue concebido como proyecto literario. Su autor no es todavía ese cuyas «Tempestades de acero» –para cuya elaboración estos diarios tanto han pesado– serán saludadas seis años más tarde por André Gide como «incontestablemente el más bello libro de guerra que he leído nunca, de una buena fe, de una honradez y de una veracidad perfectas».
Mapa de cicatrices
El estilista supremo que es, a partir de ese 1920, Ernst Jünger, en vano lo buscaríamos en estas anotaciones del día a día de un joven soldado que, en las trincheras, apostará por ser héroe, con una generosidad y un desapego hacia la propia vida que hielan la sangre. Y no sorprende que Gide vea en ese testimonio de la Guerra del 14 la forma suprema del relato militar. Louis-Fernand Céline, hablando de lo mismo –y escribiendo igual de bien, tal vez mejor, que el alemán– sólo ve mugre y casquería, y miedo, y una sordidez de la cual no es posible hablar más que por vía de hipérbole grotesca.
El libro de Jünger es ya –como lo será toda su obra– una apuesta de clasicismo: lo único en lo cual puede, en medio del fango y la sangre, dar voz al héroe. Puede que sólo Kipling, en su escalofriante «Una madona de las trincheras», haya sabido dar con un equivalente clasicismo para narrar esa desolación. En la reflexión teórica, lo hará Sigmund Freud en sus «Consideraciones sobre la guerra y la muerte».
Jünger dejará, en el aburrimiento de un hospital de campaña, la constancia de ese mapa de cicatricesde la Guerra del 14 que es su cuerpo: «Una vez me entretuve recapitulando mis heridas. Constaté que, salvo algunas pequeñeces como tiros de rebote y desgarros, en total había recibido al menos catorce impactos, a saber, cinco disparos de fusil, dos cascos de granada, un balín de ''shrapnel'', cuatro cascos de granada de mano y dos disparos con orificio de entrada y salida». Ernst Jünger murió en febrero de 1998. Tenía 102 años.
Fuente Gabriel Albiac
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