Mujeres en la cárcel de hielo
Las narraciones de la vida en los campos de trabajo en la Unión Soviética.
Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn y Los cuentos de Kolimá de Varlam Shalámov figuran entre los relatos más célebres de supervivientes del Gulag. Por lo general, las memorias de las mujeres prisioneras son menos conocidas, pero ofrecen al lector una mirada nueva e inolvidable sobre una época histórica aterradora.
Además de los numerosos horrores hay también historias sorprendentes e inspiradoras de amor y amistad, resistencia e ingenio. Estos extremos se muestran con todo lujo de detalles, vívidos e inolvidables, en los libros escritos por mujeres que sobrevivieron a los campos de trabajo.
“La página más sangrienta de nuestra historia”
GULAG era en un principio un acrónimo que significaba Dirección General de Campos de Trabajo, pero llegó a significar todo el sistema de encarcelamiento y trabajos forzados que Stalin amplió en 1929 y que siguió creciendo hasta su muerte en 1953.
Anne Applebaum, en su extenso libro “Gulag: Historia de los campos de concentración soviéticos”, considera que entre esos años “dieciocho millones de personas aproximadamente fueron sometidos a este sistema masivo” junto con otros millones de individuos obligados a emigrar. Las condiciones eran terribles; la tasa de mortalidad era elevada. Pero “al final”, escribe Applebaum, “las estadísticas nunca pueden describir del todo lo que ocurrió”. Sólo podemos comenzar a entender el sufrimiento que encierran los números leyendo los relatos de primera mano de los supervivientes.
La rusa Tamara Petkevich pasó siete años presa en campos de trabajo. En sus “Memorias de un actriz del Gulag”, de carácter autobiográfico, menciona a un oficial del NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) que acabó en prisión. “La página más sangrienta de nuestra historia se proyectó con fuerza en la conciencia de este funcionario”, escribe Petkevich. Deambulaba murmurando decretos para disparar, exiliar o arrestar a “todas las mujeres de Moscú” y finalmente corrió como un loco con un hacha, amputando miembros mientras “chorros de sangre salían a borbotones hacia todas partes”. Una doctora finalmente le detuvo y le preguntó con con voz autoritaria: “¿Dónde está el veredicto? ¿Cuándo consultó al tribunal?”. Este episodio demente funciona como metáfora microcósmica de una era insensata.
Yevguenia Ginzburg, profesora en Kazán, tuvo que soportar pasar dieciocho años en el sistema penitenciario de campos soviéticos. En sus memorias “El vértigo” describe detalles mundanos que ponen de manifiesto el horror cotidiano, como lavar su sujetador sobre la tina de las gachas o zurcirlo con espinas de pescado “extraídas del guiso de la noche”.
En paréntesis, como si no fuera algo digno de remarcar, escribe sobre el momento en que una mujer pacífica, tranquila, llamada Nadia, se derrumba sobre el suelo helado, una “tarde púrpura en Kolimá”, en la Siberia ártica. El guardia pincha su cuerpo con el rifle y le grita que se levante hasta que una de las otras prisioneras le indica que está muerta.
Sexo y partos
Abrumadas por la desoladora vida en los campos de trabajo, algunas mujeres encontraron la manera de intercambiar favores sexuales con los funcionarios de los campos para obtener comida y condiciones de vida mejores. No todas, sin embargo, sucumbieron a esa tentación, que llevaba a ganarse el desdén y la hostilidad de las otras compañeras.
“Sus manos azules, congeladas, con sus dedos engarabitados, se estiraron hacia mí”, escribe Ginzburg. Cuando le ofrecen dinero a cambio de sexo, comenta irónicamente que antes sólo se había encontrado con el tema de la prostitución en tanto que problema social o recurso teatral.
Las escritoras de memorias a menudo habían sido arrestadas por razones políticas, en virtud del infame artículo 58 del Código Penal. Marcada como “hija de un enemigo del pueblo”, Petkevich fue arrestada con apenas veinte años en 1943. Mujer hermosa, fue objeto de frecuentes asaltos sexuales. Cuando rechazaba al jefe del departamento de cultura y educación, él bramaba: “Te pudrirás. Te arrastrarás a mis pies en busca de ayuda…”.
Petkevich describe a continuación cómo eran separadas las madres de sus hijos y recuerda a una prisionera desnuda “maldiciendo y gritando que estaba de nuevo embarazada y que tenían que permitirle quedarse con su hijo”. Los guardias se la llevaron al barracón de castigo “desde donde sus gritos siguieron llegando hasta nosotras durante mucho tiempo después”.
“La felicidad de las prisioneras”
En contra de toda expectativa, algunas de las historias que emergen del Gulag trascienden la brutalidad. Orlando Figes, en su conmovedora historia epistolar “Just Send Me Word”, documentó la relación entre Lev y Sveta después del encarcelamiento de Lev. Sveta lo puso todo en riesgo para visitarlo y enviarle cosas de primera necesidad. Las 1.500 cartas que se enviaron son un homenaje al espíritu humano.
La amistad más famosa del Gulag se fraguó entre Ariadna Efron, hija de la poetaTsvetáieva, y Ada Federolf, cuyas memorias se publicaron juntas en un único volumen titulado “Trabajos no forzados”. Efron escribió en una carta que su relación con Federolf había “aguantado la prueba de diez años viviendo en unas condiciones cuyas dificultades vosotros, por suerte, a duras penas podríais imaginar”. Federolf describe su placer al encontrarse con Ariadna de nuevo después de una separación. “Aquí está la felicidad de los prisioneros, la felicidad de encontrarse simplemente con una persona”.
Varias memorias describen el uso de los golpeteos cifrados para comunicarse entre celdas. Cuando Ginzburg finalmente descifra los saludos de su vecino, pacientemente repetidos, ella “experimenta su felicidad” a través de las losas de piedra de la pared. Para Ginzburg “no hay amistades más fuertes que las hechas en prisión”. La literatura también se convertía en una mano amiga que salvaba del desespero. Ginzburg recita poesía rusa, compone y memoriza sus propios poemas preguntándose: “¿En qué confiar / cuando todo son mentiras?”.
Petkevich, que llegó a ser actriz, primero con una compañía de teatro que hacía giras por los campos de trabajo y finalmente en el mundo exterior, a menudo comenta el poder del arte. Las historias que recitaba se convertían en “más poderosas que mi propio sufrimiento”. En un concierto celebrado en un campo penitenciario “toda la sala se puso a llorar… Nos habíamos olvidado de cómo sonaba la música”.
Fuente Phoebe Taplin
rbth
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