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jueves, 7 de agosto de 2014

LOS HÉROES ESTÁN CANSADOS




Los héroes están cansados: la crisis del mito moderno de la juventud

Botellones en Madrid, botellazos en París: la juventud ha vuelto a ser un problema. Pero esta vez ya no estamos como en Mayo del 68, impresionados por la “marea de la historia”, sino que ahora las erupciones juveniles vienen envueltas en una niebla ambigua: desesperanza, desafección, conformismo que estalla para volver al redil. 

¿Para qué sirve hoy “la juventud”? ¿Ha dejado de ser la vanguardia de la Historia? 

La respuesta es: sí, la juventud ya no es vanguardia de nada. Los héroes están cansados. Una perspectiva histórica ayuda a entender por qué.Por primera vez en doscientos años, da la impresión de que la juventud ha dejado de estar en vanguardia de la Historia. Hasta hace relativamente poco tiempo –Mayo del 68, por ejemplo-, aún pudo decirse que la movilización de los jóvenes indicaba el camino del tiempo nuevo.

Hoy ya no es así. Primero, porque las plataformas de movilización empiezan a ser absolutamente confusas y con frecuencia se agotan en el simple gesto de protesta. Después, y quizá sobre todo, porque las más de las veces no hay movilización en absoluto, sino más bien aglomeración, un movimiento sin sentido ni destino. La juventud se mueve poco y, cuando lo hace, no se sabe hacia dónde. Bien puede decirse que la juventud está en un callejón sin salida. Pero si la juventud fue hasta hoy vanguardia del movimiento moderno, ¿no podría decirse que su actual desconcierto es síntoma evidente de que quien se ha detenido es el propio movimiento moderno, el nervio entero de nuestra civilización? 

No son sólo los jóvenes quienes tienen un problema: el problema somos todos.

Una perspectiva histórica no va a arrojarnos la respuesta al actual enigma de la parálisis de la juventud, pero sí puede iluminarnos sobre cuál ha sido el camino recorrido hasta hoy. Lo esencial es esto: en el mundo moderno, la juventud no ha sido simplemente un “grupo de edad”, una característica física, sino que ha sido un auténtico mito colectivo. En la juventud se ha querido ver el espejo de un mundo que avanzaba, y eso ha sido así desde las grandes revoluciones del XVIII hasta los grandes colapsos del siglo XX. Hoy el gran colapso es el de la propia juventud.

El nacimiento del mito

El mito de la juventud como agente histórico es un mito moderno y, más precisamente, romántico. Se impone después de la Revolución Francesa, al paso de una civilización que se siente llamada a abrir un tiempo nuevo. Hasta entonces, la juventud había sido, en términos poéticos, sinónimo de fuerza, de vigor o de salud; nunca una conciencia –la conciencia de ser joven- y mucho menos una conciencia de superioridad o de singularidad, ese tipo de conciencia que lleva a uno a creer que está llamado a un destino especial por el hecho de ser joven. Pero a partir de los primeros años del XIX asistimos a la identificación entre lo joven y la primavera de la historia, de la cultura, del mundo que empieza a nacer sobre las ruinas del ancien régime. 

Así la juventud se convierte en una magnitud de orden histórico.

No hace falta recurrir a demasiadas exploraciones literarias o históricas. Pensemos, simplemente, en los generales de Napoleón, cuya juventud se considera precisamente como un signo de valor histórico en sí mismo. Murat es general con 29 años, Ney con 28, el propio Napoleón lo había sido con 25. Por las mismas fechas, el general François Marceau moría en Altenkirchen al frente de su división; tenía 27 años. Es evidente que, en este contexto, la juventud de los nuevos líderes tiene que ver con la brutal circulación de elites que la Revolución ha impuesto: la muerte del Antiguo Régimen supone necesariamente la sustitución de las viejas elites por unas elites nuevas. No obstante, aquí hay algo más que un simple cambio generacional. La sustitución de una generación por la siguiente, al paso de un cambio de poder, es un fenómeno recurrente en la Historia: también Octavio renovó el Senado a golpe de espada. Pero ahora lo decisivo es que la nueva generación siente que su juventud incorpora una dimensión política, cultural, histórica. Goethe sintetizó todo eso, en la segunda parte del Fausto, en la figura de Euforión –que, por cierto, acaba de muy mala manera.

El joven Euforión de Goethe es el prototipo de la osadía moderna; una osadía propiamente trágica, pues despliega su voluntad hasta el límite mismo de la muerte –y termina pisando el otro lado del umbral. A lo largo de todo el siglo XIX, desde los romanticismos hasta los materialismos, se va configurando la imagen de la juventud como potencia revolucionaria, esa misma imagen que hallábamos, embrionaria, en los generales de Napoleón. Es la juventud la que se dispara un tiro en la sien enamorada, la que se estrella en las barricadas de 1848, la que agita incesantemente las tribunas, los periódicos, las calles de la revolución industrial. Y aunque los protagonistas de esos sucesos ya no sea propiamente jóvenes, sin embargo actúan en nombre de la juventud, de su juventud, pues la juventud se ha convertido en un valor transformador, en la figura del cambio social. Desde el Emilio de Rousseau, la adolescencia simbolizaba el paso de la sociedad salvaje, infantil, a la sociedad civilizada, adulta; del mismo modo, ahora se otorga a la juventud la cualidad de encarnar la construcción de la sociedad, la configuración de una realidad social nueva. Basta pensar en la importancia decisiva que las vanguardias artísticas, por ejemplo en Rimbaud, otorgarán a la juventud como potencia renovadora.

El motor del cambio social


Este proceso histórico se acompaña de un proceso social que es inseparable del primero y que es imprescindible para entender el nacimiento de la juventud no sólo como concepto histórico, sino también como sector social singularizado. Las grandes transformaciones socioeconómicas y políticas traen consigo algunos cambios fundamentales. La industrialización y los movimientos de población modifican radicalmente la estructura de las familias. Los viejos sistemas de incorporación de los jóvenes a la sociedad adulta –aprendizajes, maestrías, etc.- desaparecen. La extensión de los programas de educación amplían el arco de edad de la juventud: cada vez se es joven durante más tiempo. De este modo va tomando forma lo que después Talcott Parsons llamará “cultura juvenil”: una forma de ser y estar específica de los jóvenes, con valores propios, no siempre coincidentes con los de la sociedad adulta. Al alba del siglo XX, ser joven ya es una manera de vivir. Los boy-scouts en la órbita anglosajona, como los Wandervogel en Alemania, recorren los campos y las ciudades manifestando que la juventud ya es un protagonista activo de la historia.

Los Wandervogel y los boy-scouts se aniquilaron recíprocamente en las trincheras de la primera guerra mundial. Nunca había habido tantos jóvenes conscientes de serlo; tampoco nunca habían muerto tantos jóvenes en lugar alguno del mundo. Pero en esos océanos de sangre joven no murió la juventud como agente histórico, sino que, al contrario, se multiplicó un mito que iba a tomar dimensiones ciclópeas. De entrada, empieza a ser posible explicar la historia como sucesión dialéctica de generaciones, al estilo de Ortega. 

La diferencia de temperatura espiritual entre la generación que dirigía el mundo hasta 1914 y la que amanece después de 1918 es decisiva: prácticamente se han cortado todos los puentes, como puede verse en Jünger. Millones de jóvenes se agitan en toda Europa buscando “lo nuevo”. Los movimientos totalitarios de entreguerras no son propiamente movimientos juveniles, pero son incomprensibles sin el mito de la juventud. Todos ellos abanderan el concepto de juventud como símbolo del mundo nuevo, en la línea revolucionaria moderna –pues se trata, en todos los casos, de movimientos modernos. Todos ellos encuentran un impulso decisivo en la juventud sacrificada en las trincheras. Todos ellos otorgan a la juventud la condición de ariete del orden que nace. Lo más significativo es que esta atmósfera no es exclusiva de los movimientos totalitarios, sino que se extiende por doquier en las sociedades desarrolladas.

La segunda guerra mundial aplastó temporalmente el mito político de la juventud: aquella era la segunda generación de jóvenes que moría masivamente en las trincheras. Tras la paz de 1945 –paz caliente de la que nacerá la guerra fría-, el mundo se concentra en la reconstrucción. Llamativamente, el discurso general es, al menos en Europa, paternalista: se trata de construir unas sociedades donde ya no haya guerras, revoluciones, exclusión y escasez; un mundo donde los jóvenes ya no tengan que volver a morir, un mundo para disfrutar. El discurso del bienestar lo invade todo, como gemelo del discurso del trabajo. Pero un orden de ese tipo sólo puede sostenerse si es capaz de satisfacer las expectativas que despierta: la libertad individual completa, la emancipación del sujeto, más allá de cualquier tipo de obligación. No se puede proponer a la gente el horizonte del placer y el confort y, al mismo tiempo, imponerle la obediencia a normas que limitan ese horizonte. La estrategia comunista aprovechará muy bien esa contradicción. Los discursos liberadores invaden la Europa de los años sesenta. La juventud vuelve a actuar como vanguardia del movimiento moderno. Pero, esta vez, el beneficiario de la rebeldía iba a ser el orden establecido.

La muerte del mito


La gran lección de Mayo del 68 la vio muy bien Pasolini: ni aquello era una revolución, ni los jóvenes de Berkeley o París eran propiamente revolucionarios, sino que todo venía a resumirse en una reivindicación hedonista de bienestar, en un gesto de fuerza para liberarse de las últimas obligaciones sociales que constreñían al individuo. Quizá fuera una subversión, pero era precisamente la subversión que el orden burgués necesitaba para emanciparse de las últimas cadenas, sobre todo de carácter moral, que impedían su libre vuelo. De hecho, las sociedades que nacieron de aquellas convulsiones no fueron más democráticas ni más justas, sino que la transformación social se concentró en la libertad de costumbres, en el derecho del individuo a contemplar su posición desde la perspectiva de un hedonismo consciente –en eso que se llamó “derecho a la felicidad”. Los revoltosos que gritaban “¡Queremos orgías!” en los happenings universitarios de los años setenta sólo era una amenaza para quienes pisaban el freno del capitalismo, no para quienes estaban tirando de la gran máquina.

Todo lo que hemos vivido después, en el último tercio de siglo, responde a esa situación: la juventud ha dejado de ser el motor de la historia porque el movimiento moderno ha llegado a su final. Se ha obtenido la emancipación completa del individuo; al menos, la emancipación que buscaban los modernos: ni Dios ni amo, ni reyes ni padres. 

Occidente se ha convertido en un “sistema de egoísmos” que fundamenta la libertad de las gentes sobre el derecho al bienestar individual y a la ausencia de obligaciones

Seguimos, por supuesto, sometidos a mil coacciones, empezando por la coacción del dinero, pero ninguna de ellas puede ser ya derribada por un movimiento contestatario, porque precisamente esas coacciones –por ejemplo, esa del dinero- se consideran requisito de la libertad. En un horizonte así, la juventud como mito histórico deja de tener sentido.

El aspecto general que ofrece hoy la juventud, como sector social, es el de un segmento de población estabulado en instituciones neutralizadoras. Entre esas instituciones las hay formales, como la universidad o el mercado laboral, y las hay informales, fácticas, como el ocio. Es importante subrayar esto al hablar de los jóvenes, porque no siempre se repara en el papel del ocio como lugar de vida, como ambiente que envuelve la existencia. El ocio, que es una industria extraordinariamente desarrollada en las sociedades actuales, es también una forma de vivir en la medida en que se convierte en eje de la conducta. Y es llamativo que las “políticas juveniles” de nuestros gobiernos, en toda Europa, atiendan invariablemente a proveer a los jóvenes de nuevos y más completos centros de ocio, de instituciones cada vez más amplias donde proceder a su estabulación.

Se podrá decir que esa “estabulación” no es un fenómeno nuevo, y es verdad. Todas las sociedades humanas crean instituciones neutralizadoras: son las instancias de socialización, que sirven para que el individuo aprenda a integrarse en la comunidad, generalmente ofreciendo modelos de integración. La diferencia, lo nuevo, es que hoy tales instancias no son integradoras, sino simplemente paralizadoras. La enseñanza, por ejemplo, no ofrece modelos: se ha convertido en un estadio de instrucción técnica que se alarga en función de la elasticidad del mercado del trabajo, en el que, por otro lado, cada vez es más difícil entrar. Quienes ofrecen los modelos, hoy, son los medios de comunicación, y esos modelos pertenecen invariablemente a una cultura mundial de masas cuyo norte no es la construcción social, sino la satisfacción individual. 

Por eso hablamos de estabulación y no de socialización: porque aquí, ahora, de lo que se trata es de guardar a los jóvenes hasta que dejen de serlo. Los jóvenes, en tal situación, se vuelven hacia sí mismos: se les empuja a encontrar la satisfacción en su propia juventud. Pero nadie puede ser eternamente Narciso: al final, la propia imagen siempre defrauda. Por eso nacen la insatisfacción y la apatía. Y así muere el mito moderno de la juventud.

Hace doscientos años que los jóvenes generales de Napoleón pasearon por Europa el mito de la juventud revolucionaria. Hoy los héroes están cansados. Como tantas otras cosas en el camino moderno, también el vuelo de Euforión se ha topado con un callejón sin salida. Quizá sea el momento de que todos empecemos a pensar en cómo cambiar las cosas –en dirección inversa.

Respecto a los propios jóvenes, el primer paso debería ser dejar de verse a sí mismos como jóvenes, es decir, como un sector social cuya edad le confiere una conciencia específica. Hoy esa “conciencia de ser joven” es un arma paralizadora: conduce a la indolencia y a la abstención, pues se traduce en una mentalidad protegida, como la de quien posee derechos que no ha conquistado por sí mismo. El horizonte de los jóvenes –y no sólo de ellos- debería ser la comunidad en su conjunto. Sólo volcándose hacia el exterior, hacia fuera de sí, se puede romper el hechizo de Narciso. Pero eso exigirá que la sociedad provea de modelos aptos a los jóvenes y que conciba la educación como algo más que una estabulación. Y esto, evidentemente, ya es otra historia.

Fuente                                       José Javier Esparza

blogdeesparza              (Publicado originalmente en “El Manifiesto”, 5, junio de 2006).

"Si por desgracia se abriera alguna rendija de tiempo en la sólida sustancia de sus distracciones, siempre queda el soma: medio gramo para una de asueto, un gramo para fin de semana, dos gramos para viaje al bello Oriente, tres para una oscura eternidad en la Luna." 
                              Aldous Huxley (Brave New World)

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