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jueves, 31 de julio de 2014

LA ESPAÑA DE UNAMUNO



La España de Unamuno
Una vez más, Miguel de Unamuno ha demostrado ser un hombre de valor. La entrevista que concedió en el mes de agosto a las agencias de prensa, en la que tomó partido resueltamente contra el gobierno y la anarquía de Madrid, lo han malquistado definitivamente con la Europa democrática. Al declararse a favor de los nacionalistas y en contra de los marxistas, Unamuno se ha echado él solo una losa sepulcral sobre su aureola europea. Las sanciones no tardarán en llegarle, sin duda alguna. Si no lo atacan violentamente en la prensa de los países democráticos, seguro que lo boicotearán las editoriales y librerías francesas. Sea como fuere, desde hace un mes, Unamuno ha dejado de ser una gloria “europea”.
Como todo español auténtico y de talla, Unamuno ha vivido (quizá contra su voluntad) en una permanente y dramática paradoja. No nos referimos a su obra escrita, la cual no es otra cosa que el reflejo de una vida paradójica y de una inteligencia irrefrenable, sino a que los acontecimientos más importantes de su vida sí que se han desarrollado bajo el signo de lo paradójico. 

Fogoso luchador contra la dictadura de Primo de Rivera, Unamuno se refugia en Francia. La destacada intervención de los intelectuales franceses hizo que el dictador Primo de Rivera se viera obligado a devolver la libertad al glorioso rector de la Universidad de Salamanca. ¿Hay algo más paradójico que el destierro de Unamuno en Francia? Un católico y un místico en medio de un París jacobino y democrático. Es fácil entender por qué se aburría Unamuno en París, por qué se pasaba todo el día en casa leyendo a Louis Veuillot, al padre Loyson y a su inestimable Santa Teresa. ¿Qué otra cosa habría podido hacer Miguel de Unamuno en una ciudad en la que el espíritu de la revolución de 1789 se mantiene intacto, en la que sus gentes son escépticas o bien de buenos modales? ¿En una ciudad en la que se podía escribir una Agonía del cristianismo distinta a la que había escrito él?
Lo que resulta más singular de todo es que esa Francia antimística y equilibrada haya hecho de Unamuno (la más apasionada inteligencia moderna) un escritor europeo. Aunque, unos años antes, Unamuno había sido traducido al italiano por el admirable Gilberto Beccari, pese a que escritores de la misma familia espiritual (como Giovanni Papini) habían publicado entusiastas artículos ya en 1915, Unamuno se convierte en autor europeo únicamente a partir de 1924 y sólo por obra y gracia de los escritores franceses.
Ese acercamiento de Unamuno a Francia indujo a error a mucha gente. Se llegó a pensar que el rector de Salamanca era un mártir por la libertad del hombre, que luchaba por los ideales de la revolución francesa, que era un laico. La agonía del cristianismo no pudo empañar ni un ápice esa leyenda. 

Fue necesario que llegara la República a España y que Unamuno reanudara sus colaboraciones en el diario El Sol para que se aclararan las cosas. Pero las cosas no están claras ni siquiera ahora. La paradoja de Unamuno permanece intacta. Recuerdo la sorpresa con que leí, en el otoño de 1932, los artículos de Unamuno en El Sol. Escribí entonces un artículo en Cuvântul comentando el de Unamuno titulado “Vicios propios de los españoles”. Cuando toda España hablaba de Karl Marx y de Lenin, sólo Unamuno hablaba, como siempre, de Santa Teresa, de Molinos y de San Ignacio de Loyola. Cuando toda España comentaba el discurso de un líder socialista, sólo Unamuno se refería a la Agonía del tránsito de la muerte, publicada en 1544 por Alejo Venegas. La solidaridad de Unamuno con los grandes cerebros y las grandes pasiones de España, con la España eterna, quijotesca y agónica (en medio de los “modernismos” políticos y de las nuevas reivindicaciones sociales), era impresionante. Demostraba Unamuno una vez más con qué facilidad sabía salir de la “historia que se consumía”. Las raíces de su naturaleza espiritual (el individualismo y el misticismo, posiciones extrahistóricas ambas) habían permanecido tal cual. “La revolución” había pasado por su lado sirviéndole de acicate, pero sin cambiarlo. Unamuno no hablaba en nombre de la “revolución” ni de la “República” españolas. Él seguía hablando de “la España eterna”, puntualizaba sin rebozo.
Se han dicho muchas cosas y se dirán más aún sobre esa España eterna. En los Pirineos empieza la más milagrosa geografía espiritual de Europa. Ningún otro pueblo europeo ha vivido el drama de la libertad espiritual con mayor intensidad que el pueblo español. Todos los excesos, todos los desatinos y brutalidades españoles tienen su raíz en esa misma libertad. Creer sin ver, creer por la voluntad de uno, es decir, por su libertad —con ese orgullo cristiano son solidarias toda la historia y la espiritualidad españolas. La conversión de Suramérica al catolicismo es un acto brutal, al igual que el intento de convertir al norte de África. Un acto brutal e irracional, pero perfectamente español. Porque los grandes misioneros españoles pedían a los infieles que creyeran en un Dios al que no veían, en un Dios cuyo Hijo fue crucificado, y les pedían que creyeran todo eso en nombre de la libertad. La mayor libertad del hombre es creer en lo no visto. La mayor libertad y la mayor gloria. Cuando don Quijote pide a los mercaderes que confiesen en su presencia que la mujer más hermosa del mundo es Dulcinea del Toboso y los mercaderes contestan que no pueden testimoniar sobre una mujer a la que no conocen, don Quijote responde con desprecio: “Si os la mostrara, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender”.
Quede hoy como mérito de Unamuno el haber comentado este pasaje del Quijote, la alusión a los textos de San Ignacio y los episodios de la evangelización americana. Porque, precisamente como don Quijote, Ignacio de Loyola situaba la redención del hombre en su libertad de creer en lo invisible y de vivir la vida terrenal contra el mundo, es decir, frente a lo evidente.
De la grandiosa síntesis espiritual del cristianismo, España se quedó con los elementos más dramáticos, los más heroicos y más paradójicos; trató de ser verdaderamente cristiana, o sea, irracional. De esa irracionalidad España no podrá escapar nunca. Aunque se convierta, como por milagro, en anticristiana. El mismísimo comunismo español se basa en la libertad espiritual del hombre, en la fe en lo no visto, o sea, en un paraíso terrestre. Incluso el anarquismo español se fundamenta en esa fe, en la posibilidad histórica de un mundo mejor y de un hombre más libre. Ese es el destino de España: luchar por la libertad del hombre, para su mayor gloria; la facultad de creer en lo que no se ve…
También los marxistas y los nacionalistas, en tanto que españoles, participan en el mismo drama espiritual. El mundo está horrorizado de la crueldad de esa guerra fratricida. Lo que está ocurriendo ahora en España no es de mayor gravedad que lo ocurrido en América hace unos cientos de años: en nombre de algo invisible se destruyó a la sazón una gran civilización. Los españoles no piden que se acepte lo no visto, sino que se crea en ello, porque la libertad permite elegir y adherirse a lo que uno quiera. 

Trátese del Cristo de la Iglesia católica, de los sóviets españoles o de la Junta Nacional, el acto de libertad del hombre es siempre el mismo: creer con voluntad y con conocimiento en algo que no se ve. Y esa fe es su libertad, su drama y su redención… Esa es la España de Unamuno, la España eterna.
Fuente                                               Mircea Eliade 
paginatransversal                         (Traducción de Joaquín Garrigós)
 Publicado en Vremea, Bucarest, núm. 456, p. 3, 27 de septiembre de 1936.

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