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martes, 1 de abril de 2014

SIGNIFICADO DE LA LIBERTAD



Lo que no se quiere oír

En el prólogo de Rebelión en la granja, George Orwell escribía una frase digna de ser cincelada en el mármol: «Si la libertad significa algo será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír». 

Cuando la leí por primera vez, pensé que tal frase podría ser un magnífico lema vital; y, desde que empecé a escribir, consideré siguiendo a Orwell que la misión de un escritor no es halagar a su público, sino más bien aguijonearlo, incomodarlo, llegando incluso a molestar por escribir sobre cuestiones espinosas o sobre asuntos contrarios al espíritu de la época.

Hoy ya sé que esto es una empresa inútil y quimérica; y que, como todas las empresas inútiles y quiméricas, solo engendra a la postre melancolía.

Podríamos, para demostrar la imposibilidad del desiderátum de Orwell, empezar invocando su figura, condenada en vida a la heterodoxia por rebelarse contra la adhesión ciega que el estalinismo imponía a los intelectuales. Por decirle a los estalinistas lo que no querían oír, Orwell fue expulsado a las tinieblas, donde al menos fue recogido por los antiestalinistas; pero si lo acogieron fue, precisamente, porque lo pudieron utilizar en su guerra dialéctica contra el estalinismo (es decir, porque Orwell decía exactamente lo que ellos querían oír).

Pero aquella época de conflagraciones bélicas e ideológicas ha quedado atrás; hoy nos hallamos en una fase democrática de la historia que, si por algo se caracteriza, es por el afán de toda instancia de poder en halagar a la 'ciudadanía'.
En realidad, podríamos decir más certeramente que el sentido del poder en nuestra época no es otro sino halagar a la ciudadanía, aplaudiendo sus gustos, satisfaciendo sus apetitos y anhelos, alimentando sus bajas pasiones, etcétera. 

A esta labor se dedican con particular denuedo los gobernantes, a quienes ya casi resulta imposible adoptar medidas ásperas que contraríen las expectativas de sus votantes (y por eso encargan constantemente encuestas demoscópicas). 

A esta labor se dedican también los medios de comunicación, que se rigen por la tiranía de las audiencias y encargan 'estudios de mercado', para establecer cuáles son las preferencias de su público. Y, en fin, no existe en la llamada sociedad democrática instancia de poder alguna que no obre conforme a la máxima de decirle a su clientela lo que su clientela desea oír. Otra cosa es que, una vez halagados los deseos más primarios de su clientela, esas instancias de poder se dediquen luego de matute a machacarla; pero es lo mínimo que se debe hacer con quien previamente ha aceptado ser sobornado.Pues lo mismo que hemos escrito sobre las instancias de poder vale para el escritor. 

El escritor que haga uso de ese quimérico derecho orwelliano a decirle a la gente lo que la gente no quiere oír será pronto condenado al ostracismo; porque, de inmediato, el público hará uso de su correspondiente derecho a no oír lo que no desea oír.

No negaremos que existan algunos espíritus privilegiados capaces de oír (¡y hasta de escuchar!) aquello que no les gusta; pero son excepciones que confirman la regla, almas raras y en peligro de extinción que acampan extramuros del redil. 

Por lo general, la gente no soporta que le digan lo que no quiere oír, sobre todo cuando el clima de la época previamente ha creado una suerte de ilusión acústica en la que la gente siempre está oyendo lo que le apetece oír; y en donde las cosas que molestan son unánimemente consideradas horrísonas. 

Por supuesto, el escritor conformista que dice lo que el público quiere oír posará sin embargo de rebelde, porque así es como lo prefieren sus lectores (para imaginar que ellos también son rebeldes); pero esas cosas presuntamente molestas que dice serán siempre veniales, referidas a cuestiones contingentes (por ejemplo, despotricar contra tal o cual gobierno perecedero, o burlarse de algún uso social de reciente cuño, o arremeter contra ciertos excesos caricaturescos de las ideologías en boga), pero nunca en cambio atacará los fundamentos filosóficos en los que se apoyan tales ideologías (cuyos errores de fondo comparte), ni discutirá el medio inmoral que ha amparado tales usos sociales (del que participa gozosamente), ni pondrá en solfa la legitimidad del poder que esos gobernantes perecederos invocan, porque sabe que si lo hace será expulsado fulminantemente a la intemperie.

Y en la intemperie hace mucho frío. En esta fase democrática de la historia (como en fases totalitarias anteriores, aunque por razones muy distintas), no existe un «derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír», querido Orwell. O, si existe, es un «derecho al suicidio»

Fuente                                              Juan Manuel de Prada
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