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viernes, 19 de julio de 2013

MONTESQUIEU HA MUERTO



Independencia judicial y división de poderes

Si para George Washington la verdadera administración de Justicia era el más firme pilar del buen gobierno, la independencia es la piedra angular de aquélla

Desde que Montesquieu plasmara en 'El espíritu de las leyes' la teoría de la división de poderes, se admite que la independencia judicial es uno de los elementos vertebradores de la distribución del poder en la configuración moderna del Estado. 

La Constitución refrenda esa premisa proclamándola como primera garantía de la jurisdicción, mientras que la Ley Orgánica del Poder Judicial la configura a su vez como uno de los principios básicos sobre los que dicho poder se organiza y ejerce sus funciones (art. 104), motivos por los que dispone que «todos están obligados a respetar la independencia de jueces y magistrados» (art. 13) y legitima al Ministerio Fiscal para ejercitar las acciones pertinentes en su defensa (art. 14). 

Cuestión bien distinta es que la realidad muestre actitudes claramente opuestas al respeto debido que tratan de garantizar aquellas normas, provocando el riesgo de desvirtuar el principio de independencia judicial hasta aproximarlo al irresoluble problema geométrico de la cuadratura del círculo, pues las injerencias en el ejercicio de la función jurisdiccional mediante manifestaciones interesadas provenientes del poder político, unidas al fenómeno de politización de la justicia suponen un indudable menoscabo de aquel ideal.

La historia enseña cómo desde el momento en que la separación de poderes se llevó a la práctica, el judicial vio notablemente rebajada su categoría frente a los otros dos poderes estatales. Los mismos revolucionarios franceses recelaron de la judicatura en cuanto potencial elemento continuista del Antiguo Régimen, por lo que no extraña que la famosa teoría del barón de Montesquieu fuera tachada de mezquina al reducir el papel del juez al de ser «la boca que pronuncie las palabras de la ley». Tales prevenciones explicarían que se considere una abstracción, cuando no una impropiedad, referirse a la independencia judicial como a la de un genuino poder, cuando lo esencial no es más que la independencia personal de los jueces y magistrados que ejercen la jurisdicción. 

Pero el debate en torno a la misma por más que parezca clásico no está ni mucho menos periclitado. Cuando en 1951 Castán Tobeñas, a la sazón presidente del Tribunal Supremo, pronunció el solemne discurso de apertura de los tribunales, centró su disertación en la independencia judicial, asegurando que no por más conocida y tratada que fuere llegaba a perder actualidad.

Recientes acontecimientos han vuelto a demostrar lo acertado de aquel aserto, ahora que la tramitación de dos procesos penales de gran repercusión pública ha provocado le enésima polémica entre los ámbitos político y judicial con motivo de ciertas actuaciones de dos jueces instructores de la Audiencia Nacional. 

Tanto las causas pendientes ante el Tribunal Supremo contra el juez Garzón como resultado de distintas querellas, como el auto dictado por el juez Velasco apuntando indicios de colaboración del Gobierno venezolano con ETA y las FARC, han dado pie a muy diversas opiniones en torno al papel de algunos jueces. La cuestión no es novedosa, dados los múltiples ejemplos que podrían traerse a colación para ilustrar acerca de las siempre difíciles relaciones entre judicatura y política. 

En 2002 el propio juez Garzón solicitó amparo al Consejo General del Poder Judicial ante los ataques de ciertos dirigentes nacionalistas vascos alegando que perturbaban gravemente su independencia, o cómo las asociaciones judiciales reclamaron de forma conjunta respeto hacia la instrucción del juez Del Olmo durante la causa por el atentado del 11-M ante el sinfín de declaraciones que ponían en duda la validez de aquel sumario.

En ocasiones parece olvidarse que el fundamento de la independencia de los jueces estriba en que en el ejercicio de la potestad que la Constitución les atribuye no encuentren otro sometimiento que no sea al imperio de la ley, evitando que puedan recibir órdenes o instrucciones de otros poderes, lo que alcanza no sólo al resto de poderes del Estado sino también a otros poderes fácticos como el mediático o el económico. 

Piénsese en las constantes críticas vertidas durante el caso Gürtel o en el ya más lejano caso Sogecable, donde incluso manipulando el apellido del juez Bacigalupo se llegó a sugerir la prevaricación de un minoritario sector de los jueces del Tribunal Supremo refiriéndose despectivamente a ellos como «los prevarigalupos». Se comprende pues que los acontecimientos actuales hayan obligado al órgano de autogobierno de la magistratura a emitir una declaración en refrendo de la independencia judicial, saliendo al paso de las intromisiones en el ejercicio de la función jurisdiccional y advirtiendo que para ello es preciso un clima de serenidad que resulta incompatible con aquellas manifestaciones que tratan de deslegitimar la labor de los jueces y provocar la desconfianza en un poder y en una función básicos del Estado.

Me parece oportuno recordar ahora un pasaje del preámbulo de la Ley del Poder Judicial de 1870, antecesora de la vigente, donde establecía sabiamente que los jueces debían permanecer alejados de las ardientes luchas de la política y evitar «cuanto pudiera coadyuvar a que su ánimo aparezca turbado por las revueltas pasiones de los partidos».

Aplicado a la inversa, debería reflexionar serenamente el poder político sobre el significado de la independencia judicial, circunstancia que podría evitar su reducción a un mero principio programático carente de valor. De ahí lo acertado de esa declaración institucional exigiendo de forma enérgica «el máximo respeto, nacional e internacional hacia la independencia y la función de los jueces y tribunales españoles». 

Si para George Washington la verdadera administración de Justicia era el más firme pilar del buen gobierno, la independencia de los jueces es la piedra angular de aquella.

Fuente                                                                    
diariovasco.com                                                      


El valor social de la Justicia es tan significativo que los constituyentes no dudaron en consagrarla como principio determinante de la Carta Magna.

De hecho, su propio preámbulo (texto que quizás sintetiza mejor que ningún otro el paradigma de la democracia) ya se inicia con estas palabras: “La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…”.
                  
                        Leer+ EL VALOR SOCIAL DE LA JUSTICIA

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