Un año más llega el día de Santiago a una España que arde, y me refiero literalmente a los incendios de los bosques, provocados por el instinto diabólico —diabólico a fuer de humano— de destruir toda vida y belleza en los campos y montes de España.
El Alto Ampurdán, las Hurdes y antes Tenerife y Valencia, y ya en la primavera Galicia, pasan en días de ser paisajes de Europa a calcinados arenales morunos.
Mientras, se discute si son galgos o podencos, si esto arde porque no se cuidan más los montes o porque hace mucho calor y mucho viento. Casi nadie se para a preguntar por qué sale gratis en España prender fuego al monte, tanto si es por imprudencia punible (y en la práctica impune) como por dolo criminal (en la práctica casi igual de impune).
Todo ello mientras las llamas devoran también la efímera prosperidad económica de nuestra patria, que creíamos tan sólida.
Esto —fuego y ruina financiera— es lo que sobreviene cuando un pueblo se vuelve cómplice de vagos y maleantes, por laxismo rousseauniano o por simple estupidez. "Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas", como ya en 1930 nos advirtió Ortega y Gasset en La rebelión de las masas.
Y pocas cosas hay tan bellacas y tan tontas como dejarse engañar por picapleitos buenistas que adrede se manchan la toga con el polvo del camino para no meter en la cárcel a los incendiarios. O por estafadores logreros de guante blanco que aun después de pasar por la cárcel siguen seduciendo a incautos.
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