Ortega y Gasset y las generaciones de combate
Si
en algo están de acuerdo los cronistas que han escrito sobre la
Konservative Revolution –como Mohler, Locchi, Steuckers, Pauwels o
Romualdi, entre otros- es que aquel movimiento espiritual e intelectual
manifestado a través de las ideas-imágenes (Leitbild) y expresado por el
oxímoron “revolución - conservación” (fórmula poco afortunada pero con
arraigo) no fue exclusivamente un fenómeno alemán, sino que también
registrará diversos ritmos e impulsos –siempre de forma individual,
nunca organizada- por todo el viejo continente europeo.
Así
que, a poco que estemos dispuestos a escarbar en el frágil tejido
europeo de entreguerras, siempre encontraremos algún nuevo autor que
encaja con los parámetros generales que han sido descritos para los
“revolucionario conservadores”: nunca llegará a ser como la lista de
integrantes del movimiento alemán estudiada por Mohler, pero esta labor
de investigación nos trasladaría a países como Francia, Italia, Bélgica,
Holanda, Suecia, Rumanía e, incluso, Rusia.
En
su famoso “manual” sobre la Konservative Revolution en Alemania
(inédito en español), Armin Mohler avala la tesis según la cual la
“revolución conservadora” no habría sido un movimiento exclusivamente
alemán, sino un fenómeno político que abarca a toda Europa. En un breve
recorrido por los países europeos apunta varios nombres (Dostoyevski,
Sorel, Barrés, Pareto, Lawrence, por citar algunos de ellos). ¿Y en
España? Al filósofo, político y escritor Miguel de Unamuno y, una
generación después, a Ortega y Gasset. Unamuno se movía en un terreno
ideológico que fue compartido, por ejemplo, por otros intelectuales de
la época como Ganivet, Baroja, Azorín o Maeztu: el rechazo espiritual
(irracionalista) de las corrientes materialistas decimonónicas, esto es,
el nacionalismo centralizador e imperialista, el socialismo
deshumanizante, la democracia, el liberalismo, el progresismo, el
cientifismo y la industrialización.
Transversalizando
las ideas y las imágenes de este grupo de pensadores, con la recepción
global –pero nunca homogénea ni uniforme- de la filosofía nietzscheana,
comprobamos cómo triunfa en todos ellos el recurso a una palangenesis de
renacimiento o “regeneración española y europea” que tenía como
precursor a Donoso Cortés y, posteriormente a esta generación, a Ortega y
Gasset como pensador y propagador. Y precisamente por él comenzaremos
este estudio, después de unas consideraciones generales para situacionar
el contexto histórico y político del fenómeno
“revolucionario-conservador” y “euro-regeneracionista” español.
Si
hubo algo parecido en España a la Konservative Revolution alemana, este
movimiento/pensamiento de lo ideo-imaginario” –por el valor otorgado a
las imágenes- debió surgir necesariamente a partir de la crisis
generacional de 1898. Pensemos que 1900 es el año de la muerte de
Nietzsche y unos diez años antes de esta fecha es el momento que puede
tomarse como punto de partida en la recepción de su pensamiento por una
corriente filosófica espiritualista y culturalista que transversaliza
toda Europa (también en 1900 se traduce el primer libro de Nietzsche al
español). En palabras de Julián Marías, el mejor conocedor de la obra de
Ortega, “una época intelectual de espléndida y admirable porosidad”.
No
hay que esperar, pues, a 1918 –fin del primer acto de la guerra civil
europea- como hace Armin Mohler, para encajarla en la catástrofe
weimariana, ni tampoco a la implementación nietzscheana de Heidegger.
Volviendo a España, los representantes más interesantes de esta
corriente, como ya se podido intuir, son Unamuno, Baroja, y Maeztu, con
la continuidad otorgada por Ortega y la radicalidad estética de Giménez
Caballero.
El
libro de Marcigiliano I Figli di Don Chisciotte realiza un aceptable
estudio sobre las referencias ideológicas de la Revolución Conservadora
española: de Ortega y Gasset, Menéndez Pelayo, Unamuno, junto a otros
ideólogos más politizados como Giménez Caballero o Ledesma Ramos, o los
historiadores Menéndez Pidal, Américo Castro y Sánchez Albornoz. En
cualquier caso, los únicos estudios sobre la influencia europea en estos
autores españoles apuntan, especialmente, al protagonismo, por ejemplo,
de Maurras y Barrès, más que a los “revolucionario-conservadores”
alemanes.
Y,
desde luego, este “singular” conservadurismo revolucionario ibérico
tendrá, como es lógico, unas notas definitorias que lo separan del resto
de fenómenos europeos: la ausencia del sentimiento de catástrofe tras
la primera guerra mundial (sustituido por el desastre de 1898 por la
pérdida del imperio colonial tras la guerra contra los norteamericanos),
la trascendencia otorgada al catolicismo tradicionalista, si bien en
forma de agonismo como Unamuno o de agnosticismo como Ortega (frente al
luteranismo, el paganismo o el retorno a la religión indoeuropea,
incluso frente a ciertas desviaciones del misticismo y del esoterismo,
tan extendido en centroeuropa) y, finalmente, el pan-hispanismo
iberoamericano (junto al europeismo como retorno español al continente).
Resulta,
por otra parte, muy significativo que Alain de Benoist , líder
intelectual de la Nouvelle Droite francesa y asiduo visitante de los
autores y lugares comunes de la Konservative Revolution alemana
(efectuando una necesaria revisión, reinterpretación y actualización),
no haya prestado especial atención al pensamiento
revolucionario-conservador español , excepto –eso sí, en una posición
relevante- a Ortega y Gasset, del que publicó la versión francesa de La
rebelión de las masas, a Bosch Gimpera por sus estudios sobre El
problema indoeuropeo, y a Donoso Cortés (Ensayo sobre el catolicismo, el
liberalismo y el socialismo), seguramente por su crítica del
liberalismo y la modernidad desde una contrarrevolucionaria perspectiva
teológico-política y su interpretación europea efectuada por Carl
Schmitt, cuya obra fue introducida en España por Eugenio D´Ors.
En
opinión de Carlos Martínez-Cava, nuestra “generación del 98” fue una
avanzada en el tiempo a lo que en la Europa de entreguerras, en el
período 1919-1933, significaron las conocidas "Revoluciones
Conservadoras" europeas en sus distintas y variadas manifestaciones
culturales. Se pueden encontrar puntos en común, incluso de origen.
Tanto en España, como en la “Revolución Conservadora” alemana, se parte
de un desastre militar y de una situación sociopolítica interna caótica.
Y en ambos casos, los regímenes y conflictos posteriores llegaron
incluso a dar con la cárcel o muerte de sus componentes. Recordemos en
España a Maeztu o a Machado, y en Alemania a Niekisch o Jünger.
Martínez-Cava
formula un análisis comparativo entre la filosofía de la “generación
del 98” y la RC alemana, afirmando que, del mismo modo que dentro de
ambas corrientes no existió la homogeneidad, al existir diversas
tendencias, la comparación entre ambas tampoco es unívoca, pero sí
permite establecer puntos de conexión en común que las une para el
proyecto colectivo de la resurrección de Europa como potencia y rectora
de la civilización.
A saber:
En
primer lugar, el eterno retorno y el mito. En ambas corrientes se
percibe la historia desde una perspectiva cíclica (Evola, Spengler) o
esférica (Nietzsche, Jünger, Mohler), por oposición a la concepción
lineal común propia del cristianismo y el liberalismo.
En
segundo lugar, el nihilismo y la regeneración. Se tiene la
consideración de vivir en un interregno, de que el viejo orden se ha
hundido con todos sus caducos valores, pero los principios del nuevo
todavía no son visibles y se hace necesaria una elaboración doctrinal
que los ponga de relieve.
En
tercer lugar, la creencia en el individuo, si bien como parte
indisoluble de una comunidad popular y no en el sentido igualitario de
la revolución francesa, que lleva a propugnar un sobrehumanismo
aristocrático y una concepción jerárquica de la sociedad humana e,
incluso, de las civilizaciones.
En
cuarto lugar, la renovación religiosa. La “Revolución Conservadora”
alemana tuvo un carácter marcadamente pagano (espiritualismo contra el
igualitarismo cristiano). Esta religiosidad no fue ajena a España, como
pueden ser los casos de Azorín y Baroja. Y de signo diferente,
agónicamente católica, en los casos de Unamuno y Maeztu, o agnóstica en
el de Ortega. En cualquier caso, representaban una “salida de la
religión”, es decir, la incapacidad de las confesiones para estructurar
la sociedad.
En
quinto lugar, la lucha contra el decadente espíritu burgués. Las
adversas condiciones bélicas, el frío mercantilismo y la gran corrupción
administrativa provocaron, como reacción, el nacimiento de un espíritu
aguerrido y combativo para barrer las caducas morales.
En
sexto lugar, el comunitarismo orgánico. Se buscaba una referencia en la
historia popular para dar vida a nuevas formas de convivencia. Esa
comunidad del pueblo no obedecería a principios constitucionales
clásicos, ni mecanicistas, ni de competitividad, sino a leyes orgánicas
naturales.
En
séptimo lugar, la búsqueda de nuevas formas de Estado. Alemanes y
españoles, igual que el resto de europeos, con diferencias en el tiempo,
rechazaron las formas políticas al uso y propugnaron un decisionismo y
el establecimiento de la soberanía económica en grandes espacios
autocentrados o autárquicos como garantía de la efectiva libertad
nacional.
Y
en último lugar, el reencuentro con un europeísmo enraizado en las
tradiciones de nuestros antepasados (los indoeuropeos), no enfrentado a
los nacionalismos de los países históricos ni a las regiones étnicas, y
planteado como una aspiración ideal de convivencia futura, con
independencia de la forma institucional que pudiese adquirir.
Fuente Sebastian J. Lorenz
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