Traidores
Pocas
figuras nos resultan tan repelentes y siniestras como la del traidor. Y,
sin embargo, la historia está llena de traidores (a una amistad, a un
amor, a una patria, a unos ideales o principios), algunos de los cuales
han llegado a adquirir gran celebridad, desde Judas Iscariote, epítome
por excelencia del traidor, hasta personajes como Fouché, plusmarquista
del chaqueterismo que supo vender (en almoneda) su lealtad a tres
regímenes distintos sin inmutarse. Incluso podríamos decir, siendo algo
más incisivos, que nuestra propia historia personal está llena de
traiciones; tanto de las que hemos sufrido como de las que hemos
infligido, pues con frecuencia somos nosotros mismos quienes, ante la
expectativa de una mejora o ganancia, no vacilamos en abjurar de
nuestros principios. Recordemos aquella célebre y sarcástica frase de
Groucho Marx: «He aquí mis principios. Pero, si no le gustan, estoy
dispuesto a cambiarlos».
Hay
quienes explican la psicología del traidor como un tortuoso lodazal
donde campea el complejo de culpa. Así, por ejemplo, suele decirse que
la entrega de Cristo fue el triste pretexto que Judas utilizó para
castigarse con el suicidio que anhelaba. No debemos descartar, en
efecto, que muchos traidores se sepan íntimamente gusanos sin otro norte
vital que el medro; y que esa conciencia de su miseria moral los haga
sentir culpables. Agustín de Foxá afirmaba que «detrás de cada traidor
hay un pobre imbécil al que su mujer no deja mandar en casa»; y también
que «quien chaquetea lo hace por levantar el gallito y que se oiga su
quiquiriquí de algún modo». Lo que nos llevaría a considerar también el
complejo de inferioridad como motor de la traición; pues, si bien hay
traidores de todos los linajes y pelajes, suelen ser individuos de muy
baja ralea, seres mediocres que se vieron encumbrados por razones
azarosas, adventicias o coyunturales, con frecuencia impulsados por
alguien más brillante y generoso que ellos, al que nunca pudieron
terminar de perdonar que los haya encumbrado desde la nada. Y, como su
encumbrador conoce sus limitaciones (y, por lo tanto, que su
encumbramiento es inmerecido o injusto), arden en deseos de encontrar la
ocasión propicia para poder causar su ruina y acuchillarlo sin piedad.
Para
justificarse, el traidor no vacilará en alegar que su mentor ha
traicionado sus ideales originarios, de los que el traidor se proclamará
además heredero y depositario; y hasta podrá decir, sin asomo de
temblor en la voz, que ha traicionado a su mentor porque lo amaba, y que
su traición ha sido un homenaje a sus ideales originarios. Las
justificaciones del traidor son siempre alambicadas y rocambolescas,
llenas de cajones de doble fondo, como el armario de un escapista o
prestidigitador; pues el traidor siempre está escapando de sus propias
mentiras, y haciendo trucos engañosos con sus palabras. Pero, por muchas
justificaciones con que trate de disfrazar su deslealtad, acaba sonando
el tintineo de las treinta monedas que pagaron su traición. Y es que
toda la complejidad psicológica del traidor es, a la postre, filfa y
ganas de marear la perdiz; y detrás de su traición descubrimos siempre
el honor, el beneficio, el medro o ascenso, el sobresueldo que
ambicionaba. Porque el traidor siempre abandona el barco que naufraga
(cuyo naufragio, con frecuencia, él mismo ha provocado) para subirse a
otro que navega más rápido o porta un cargamento más valioso.
Toda
traición, sin embargo, es castigada; y es el propio traidor quien se
aplica la pena. Antaño era mediante el remordimiento; y en esta época
desalmada en que ya casi han desaparecido los escrúpulos morales el
traidor se castiga mediante el resentimiento hacia sí mismo. Y es que el
traidor termina alimentando un desprecio inconsciente hacia sí mismo:
sabe que ninguna de sus lealtades es firme, sabe que su palabra vale
menos que papel mojado, sabe que no puede tomarse en serio; y esta
certeza cristaliza primero en una suerte de irónico cinismo, que después
se mancha de hastío, de desolación y asco, al mirarse dentro y
comprobar que nada le gusta, que nada defiende y que nada ama. Es verdad
que, a veces, el traidor puede querer (¡ah, el furor del converso!)
redimirse con un acto de adhesión fervorosa o una proclamación
aspaventera de principios (esta actitud es muy propia de políticos
chaqueteros, que después de consumar su traición se pretenden más puros e
incorruptibles que nadie), en un esfuerzo por hacerse perdonar sus
deslealtades pasadas; pero tales palinodias suelen ser tan forzadas que
no provocan sino mayor escarnio, lo que no hace sino agriar aún más su
resentimiento. El traidor, a la postre, acaba amargado y lleno de bilis.
Fuente Juan Manuel de Prada
No hay comentarios:
Publicar un comentario