La palabra virtud se ha vuelto tan antipática – por los acentos patéticos y sensibleros que le dirigieron los burgueses del siglo XVIII, como poetas, filósofos y predicadores- que apenas podemos reprimir una sonrisa cuando la oímos o leemos.
A nuestra era del trabajo y del éxito le basta con hablar de “habilidad”.
Además las virtudes de nuestro tiempo son tan expresamente feas, tan desligadas del hombre, tan convertidas en reglas de monstruos vivientes y autónomos a los que llamamos el negocio o la empresa, que las personas de buen gusto, con mucho, cultivan la virtud del silencio, guardándose bien de que por lo menos eso no salga a la luz pública. El falso pathos con que se halaga a una cosa con el tiempo la termina manchando.
¿Por qué la virtud habría de ser en esto una excepción?. Y, sin embargo, esta vieja solterona, gruñona y desdentada, era en otros tiempos – por ejemplo, en el esplendor de la Edad Media y en los helenos y romanos anteriores a la época imperial- algo sumamente sugestivo, atractivo y lleno de encanto. Así, mientras que hoy, con esa palabra se piensa en un penoso esfuerzo por reprimir cualquier cosa que sea para uno, en aquellos tiempos se hablaba gustosamente del esplendor de la virtud, del adorno que otorgaba, y se la comparaba con las piedras preciosas más delicadas. El símbolo cristiano del brillo de los santos la hace resplandor por sí misma desde la profundidad de la persona.
De este modo, da idea de que la bondad y la belleza de la virtud no se basa en el obrar para con otros, sino ante todo en el egregio ser y esencia del alma misma. Y también que la virtud es importante para los otros, a lo sumo incidentalmente, tan solo como ejemplo, para hacerla visible: como ejemplo que ellos “pueden tomar”, no como ejemplo que “se da”.
La virtud se nos ha vuelto tan insufrible, sobre todo, porque ya no la entendemos como conciencia de dominio y de poder permanentemente viva y feliz para querer y obrar algo bueno y justo en sí mismo y, al mismo tiempo, solo para nuestra individualidad, como conciencia de dominio que emana libremente de nuestro ser mismo. Nos parece insufrible porque la entendemos mas bien simplemente como una disposición y habilidad oscura y no vivenciable, para actuar según cualquiera reglas preceptivas[2]. Y se ha vuelto tan poco atractiva porque tenemos por algo difícil no solo su adquisición, sino también ella misma. Mientras que, sin embargo, es solo la falta de virtud o el vicio lo que hace difícil lo que hace difícil y trabajoso el bien; su posesión, en cambio, presta a toda buena acción el aspecto del libre revolotear de una dulce ave. Se ha vuelto así porque pensamos que podemos acostumbrarnos a ella mediante un continua hacer nuestro deber. Mientras que la virtud es lo más contrario a la costumbre. En ella solo el criterio de su nobleza intrínseca es lo que puede obligar y lo que determina por sí mismo el rango, la cualidad y la plenitud de nuestros posibles deberes. Hoy se habla de virtud como si no tuviera ninguna importancia para el virtuoso mismo y como si solo existiera para multitud de otros, que con ese término hace un cálculo rápido y reductivo de cómo aquel a quien se la adjudican o niegan se comportará respecto a ellos con toda probabilidad.
La virtud aún no afeada era, a diferencia de las habilidades y destrezas – que siempre son “para algo”, esto es, para una realización ya definida- una cualidad de la persona misma. No era, por tanto, una cualidad “para” acciones y obras predeterminadas ni tampoco para el usufructo de otros, sino una libre joya del portador, algo así como la pluma en el sombrero. Y era imposible de compensarla mediante todos aquellos actos de voluntad y acciones que se desprendían de ella por necesidad intrínseca, en los que ella se desbordaba.
Incluso cuando se quiso suponer que “los dioses hubieran puesto sudor” antes de lo que se debe hacer y, sobre esto, que con cada paso esa poderosa luz brillara en el interior más fácil y rápidamente, la virtud no era ni siquiera lo que debí ser querido ni adquirido. Ella misma se tenía, más bien, como lo excedente no ambicionado, como libre regalo de la gracia para cuya solemne recepción todos los esfuerzos y empeños de la voluntad solo debían engendrar la disposición necesaria para la acogida. Ante aquellos que corren tras ella sin aliento, la virtud se esconde aún con más rapidez y agilidad que su hermana más común, la felicidad.
Si los griegos encontraron la virtud tan atractiva que la acuñaron con palabras como eu zen, eugenes, kalokagathía, etc., y la unieron tan estrechamente con la belleza no responsable en una sola cosa, eso era porque no rebajaron la virtud – como sí ocurrió con los filósofos de la burguesía moderna; por ejemplo, Kant- a un simple efecto del querer conforme al deber, o a la disposición para tal querer, como si este nunca pudiera ennoblecer al hombre con la virtud. Al contrario , para ellos no eran palabras vacías el que la nobleza intrínseca de la virtud es la que obliga ante todo. Es esta la que determina la extensión y la plenitud de la responsabilidad por las posible acciones; pero de su posesión o no posesión nadie era responsable.
Su plenitud interior impulsaba a la extensión cada vez más ancha de la responsabilidad, de manera que quien la poseía en una intensidad a la medida del santo se sentía calladamente corresponsable de todo lo que, en general, ocurría en el mundo.
Y se consideraba una específica falta de virtud el declinar todo lo posible la responsabilidad, el limitarla simplemente al propio hacer y, en este, a un ámbito lo más estrecho posible de lo no puede probarse como mandado. Pero esto no quiere decir que se la viera como innata, igual que una disposición natural, tal como la han caracterizado los simples reaccionarios de todos los tiempos, a quienes Sócrates contradijo. Aquellas “disposiciones” lo son solo para ciertas habilidades, y son familiares, tribales, propias de un pueblo; la virtud, en cambio, como viva conciencia para poder el bien es totalmente personal e individual. Este poder mismo vivido era tenido como mejor que aquello “para lo que” era poder y como dinámicamente mayor que la suma de esfuerzos para hacer cada bien particular. Con el crecimiento de la virtud, aquellos esfuerzos disminuyen y justo por ello pierden la fealdad que hay en todo esfuerzo. El bien se vuelve bello en la medida en que se hace fácil.
La llamada ley moral y el deber son, por el contrario, únicamente sucedáneos impersonales de virtudes que faltan. Los deberes son transferibles, las virtudes no lo son. Por eso debemos representarnos la bondad de Dios como completamente ajena a la ley y pensarla como dejando todo a su discreción moral absolutamente infalible, que juzga sin regla solo según cada caso.
Ya es hora que dejemos de ser solamente los oponentes de aquellos insulsos burgueses del siglo XVIII y dedicarnos, por ello, a ridiculizar la virtud. Quien persigue, sigue. Después de todo es un asunto interburgués el que una parte de la burguesía hiciera de la virtud una anciana para luego endiosarla, y que la otra mostrara mejor gusto. ¿Qué nos importan los burgueses y sus extrañas opiniones con las que han interrumpido, temporalmente, la marcha de la historia universal?
¡Busquemos de nuevo, también para la virtud, el horizonte histórico universal!.
Fuente Max Scheler
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