Entre Don Ignacio y San Quijote: Leonardo Castellani
A Juan Manuel de Prada hay que agradecerle el que haya aceptado las bofetadas destinadas a la inteligencia católica, sin negar tres veces ni cansarse de desenmascarar a los que pretenden contraponer estos dos conceptos por medio de la propaganda.
A veces la censura orwelliana se encarna en librepensadores ilustrados, otras enseña modales más abiertamente sanguinarios y jacobinos, pero son lo mismo, los que niegan la posibilidad de armonizar razón con fe, y se dedican a perseguir con saña a cualquiera que aplauda el discurso de Ratisbona.
El caso es que a Prada, además, hay que darle las gracias por echarse encima el legado de Leonardo Castellani, ejerciendo como altavoz de este singular cura argentino del que dijeron, y con razón, que peleó con todos menos con Dios. Y es verdad que el pensamiento de Castellani puede resultar muy incómodo para los fanáticos de la equidistancia, porque se trata de un tipo capaz de vomitar todo lo tibio.
Desde el colegio destacó por talento y por cultura, así que los jesuitas no tardaron en hacerle uno de los suyos. Estudió Filosofía y Teología en Roma, y Psicología en Paris, obteniendo el título vaticano que permite enseñar en cualquier universidad católica del mundo. Pero a su regreso a Buenos Aires empezó la fricción con la jerarquía, a la que no ayudaba ni el espíritu del tiempo ni el recio carácter de nuestro cura. El Papa negro le obligó a dejar la Compañía, y poco después el Papa blanco le suspende como sacerdote. Pues eso, que se peleó con todos, y hasta siete años después no fue rehabilitado en su ministerio.
Hizo política, periodismo y literatura, tres disciplinas capaces de perder a cualquiera, pero que él convirtió en instrumentos útiles para contagiar lo católico, e incapaces de perforar su armadura de ortodoxia. Porque Leonardo Castellani llega a esta galería de rebote, por culpa de un siglo puesto del revés, donde para ser un jesuita diferente el único camino era convertirse en ignaciano, “pestíferamente ortodoxo”, que es como se definía.
En 1976, en compañía de Borges y de Sábato, acudió La Casa Rosada convocado por Videla. Durante la comida que compartieron Castellani fue el único que terció por los escritores represaliados. A la salida, centenares de periodistas aguardaron las declaraciones de los intelectuales. Borges agradeció a Videla el golpe de estado; Sábato alabó la inteligencia y la cultura del militar; Castellani se fue a su casa sin decir una palabra.
Se le ha comparado con Chesterton, quizá como paladín de lo católico, pero quizá tiene más similitudes con Unamuno, con el que comparte vocación de estar contra esto y aquello.
De cualquier manera, entendió como pocos el nuevo becerro que reina en occidente, e incluso supo resumir los dogmas que nos serán impuestos, redactando este Credo del incrédulo:
“Creo en la Nada Todoproductora, dónde salieron el cielo y la tierra./Y en el Homo Sapiens, su único Rey y Señor,/que fue concebido por Evolución de la Mónera y el Mono./ Nació de la Santa Materia,/ bregó bajo el negror de la Edad Media./ Fue inquisicionado, muerto, achicharrado,/ cayó en la miseria,/ inventó la Ciencia,/ y ha llegado a la Era de la Democracia y la Inteligencia./ Y, desde allí, va a instalar en el mundo el Paraíso Terrestre./ Creo en el Libre Pensamiento,/ la Civilización de la Máquina,/ la Confraternidad Humana,/ la Inexistencia del pecado,/ el Progreso Inevitable,/ la Putrefacción de la Carne/ y la Vida Confortable./ Amén”
Nació en Reconquista, Argentina, en 1899. Su padre, periodista librepensador, murió en una reyerta política. Ordenado sacerdote en 1931, también tuvo su etapa política, aunque acabó entregado a la literatura y el periodismo.
Polémico y profético, se granjeó demasiados enemigos como para que en su tiempo se reconociese la grandeza de su obra. Murió en Buenos Aires en 1981.
Polémico y profético, se granjeó demasiados enemigos como para que en su tiempo se reconociese la grandeza de su obra. Murió en Buenos Aires en 1981.
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